La naturaleza de la bioética, interdisciplinar y dialógica, exige dar en ella cabida a todas las contribuciones que muestran rigor discursivo e influencia operativa en el ámbito internacional y con independencia de ideologías y creencias. Este es el caso del profesor y obispo católico Elio Sgreccia.
Elio Sgreccia nació en Nidastore Arcevia, Ancona (Italia) en 1928, en una modesta familia dedicada a la agricultura. Después de asistir a la escuela primaria tuvo que retrasar la entrada en el seminario menor de debido a la guerra en 1939. Además de ayudar a su padre a trabajar en el campo, asistió a una escuela de formación profesional. Luego asistió al seminario de Fano. Finalmente recibió la ordenación sacerdotal en 1952 y posteriormente se graduó en filología clásica en la Universidad de Bolonia.
Cuando en 1973 aceptó el encargo del servicio pastoral para la comunidad de profesores y estudiantes en la facultad de medicina y cirugía de la Universidad Católica del Sagrado Corazón, tuvo lugar en su vida un punto de inflexión que comenzó primero como redactor y co-director de la revista Medicina e Morale y, varios años después, haciéndose cargo del estudio y la enseñanza de cuestiones éticas de la biomedicina en la propia Universidad Católica. Más adelante, en 1985, fue director del Centro de Bioética y desde 1992 director del Instituto de Bioética de la Facultad de Medicina de la misma Universidad en su sede de Roma.
Como estudioso de los problemas éticos de la medicina, fue enviado a trabajar en diferentes organizaciones europeas. Representó un papel importante en la elaboración de una obra colectiva sobre los derechos humanos y la atención médica del Consejo de Europa. Fue también observador de la Santa Sede en el Comité de Ética del Consejo de Europa. De 1990 a 2006 fue miembro del Comité Nacional Italiano de Bioética. Entre sus muchas obras, hay que recordar principalmente el Manual de Bioética, en dos volúmenes, que ha tenido sucesivas ediciones y reediciones, y fue traducido al francés, español, portugués, inglés, ruso, rumano, búlgaro, ucraniano, coreano y árabe.
En 1992 fue nombrado obispo y pocos años después se dedicó a tiempo completo a la vicepresidencia de la Academia Pontificia para la Vida de la que fue nombrado presidente en 2005. Sgreccia dimitió como presidente de la Academia Pontificia para la Vida en 2008. En la actualidad se ocupa como co-director de la primera Enciclopedia de bioética y ciencia jurídica junto con la Facultad de Derecho de la Universidad de Lecce y el Instituto de Bioética de la Universidad Católica. En 2010 fue creado cardenal por Benedicto XVI.
1. La filosofía personalista (a modo de introducción)
Conviene recordar que la filosofía personalista, dentro de la variada gama de matices que ofrece su conjunto, es un movimiento cultural bastante más amplio, en mi modesta opinión, que el enfoque adoptado por E. Sgreccia.
En sentido estricto la filosofía personalista surge en la Europa de entreguerras con el objetivo de ofrecer una alternativa al individualismo y al colectivismo. Frente al primero, que exalta a un individuo meramente autónomo, remarca el deber de la solidaridad del hombre con sus semejantes y con la sociedad y, frente al segundo, que supedita la persona a valores abstractos como la raza o la revolución, remarca el valor absoluto de cada persona concreta e individual. Se considera a Emmanuel Mounier (1905-1950) el fundador de la filosofía personalista, pues definió sus contenidos principales desde las raíces de la tradición cristiana y con muchas aportaciones de la filosofía moderna, dando así lugar al movimiento cultural que posteriormente se transformó en escuela filosófica. Para mayor información: A. Domingo Moratalla, Un humanismo del siglo XX. El personalismo, Ediciones Pedagógicas, Madrid, 1985; Asociación Española de Personalismo; Adela Cortina: persona y bioética.
La característica definitoria de toda filosofía personalista es que el concepto de persona constituye el elemento central de la antropología, lo cual significa que constituye el pilar central de la arquitectura conceptual o, en otros términos, que el resto de las dimensiones humanas se establecen en relación a y con dependencia del concepto de persona. Y, además, simultáneamente a la afirmación anterior, se afirma que cada persona ocupa la cima axiológica de todos los demás seres vivos, o sea, posee valor en sí misma y, por ello, nunca puede ser tratada como medio ni ser reducida al nivel de las cosas.
Es probable que la vertiente más conocida de este movimiento filosófico sea la que pone el acento en la dimensión interpersonal del sujeto humano, que se autocomprende como un yo-tú que genera por su propia comunicación el “nosotros” social y, al mismo tiempo, está abierto al Tú trascendente. Muchas áreas filosóficas colindantes a la antropología están acudiendo cada vez con mayor interés al personalismo como referencia para fundar sus posiciones en la medida, lógicamente, en que se comparte una cosmovisión similar a la de los filósofos personalistas.
2. El planteamiento de Elio Sgreccia
Ese es el caso, justamente, de algunos bioéticos. Es claro que siendo la bioética una rama de la ética y estando ésta inextricablemente ligada a una específica visión del hombre y, por lo tanto, a una antropología, la conexión entre bioética y personalismo es fácil de establecer, al menos en una primera aproximación. Y esto es justamente lo que ha sucedido con la corriente bioética que ha recurrido al personalismo como referencia antropológica para fundamentar sus tesis éticas y, en particular, el concepto de persona.
Siendo el personalismo una filosofía que reivindica la centralidad de la persona en el mapa ontológico y, simultáneamente, su indiscutible primacía en el mapa axiológico, resulta legítimo y comprensible que quienes se identifican con la obligación de tratar al ser humano con la dignidad que merece su condición de persona desde el momento de la fecundación hasta la muerte, puedan encontrar en esta filosofía un poderoso apoyo para la fundamentación filosófica de sus posiciones. Elio Sgreccia es quizá el principal representante de esta corriente y, desde su cátedra universitaria, ha formado a numerosos bioéticos personalistas y ha influido en muchas organizaciones de bioética del mundo. Las instituciones que se adhieren a esta perspectiva se han unido recientemente en la FIBIP (Federación Internacional de Centros de Bioética de Inspiración Personalista).
La posición de Sgreccia se encuentra básicamente desarrollada en su Manual de bioetica (hay una edición en la BAC, Madrid, 2003) en el que podemos distinguir al menos tres secciones o asuntos de interés desde mi personal (y discutible) perspectiva: 1ª) el punto de partida antropológico, 2ª) los principios de la bioética, y 3ª las situaciones de conflicto en la bioética. Dichas secciones están desarrolladas a lo largo de los seis primeros capítulos del Manual dedicados a los orígenes y difusión de la bioética; justificación epistemológica, fundamentación del juicio bioético y metodología de la investigación en bioética; la vida: sus formas, origen y sentido; la persona humana y su cuerpo; la bioética y sus principios; y bioética y medicina.
En la 1ª sección expone el «personalismo ontológicamente fundamentado» como la antropología filosófica de referencia para el conjunto de la bioética y el fundamento racional de su moralidad. Se trata «una visión integral de la persona humana (que es unidad… unitotalidad de cuerpo y espíritu, como dice en otra parte), sin reduccionismos ideológicos ni biologicistas». Tal planteamiento está anclado con toda claridad en la tradición aristotélico-tomista.
Ahora bien, para mostrar el valor objetivo de la persona, su dignidad inalienable, sostiene nuestro autor que es necesario conocer y desarrollar sus estructura ontológica y, para ello, la primera cuestión que hay que resolver es la de la esencia del ser humano que va ligada a la cuestión de su carácter espiritual. De ese modo, Sgreccia define la esencia de la persona humana como corporeidad y espiritualidad unidas, es decir, el ser humano es espíritu encarnado y cuerpo espiritualizado. De hecho, además de las actividades físicas, el ser humano es capaz de crear ideas universales, reflexionar, elegir libremente, amar…, o sea, es autor de actividades inmateriales cuyo principio o fuente tiene que ser también inmaterial y espiritual: el alma humana. De ahí surge también la capacidad dialógica del ser humano, su ser en el mundo con los otros y sus relaciones interpersonales, incluyendo la relación con el Tú trascendente.
A partir de las consideraciones anteriores se puede valorar la corporeidad del ser humano que Sgreccia explica acudiendo a la doctrina de Tomás de Aquino. El alma es la forma substancial del cuerpo y ello implica que el cuerpo es humano por el hecho de estar animado por una alma espiritual. El cuerpo humano tiene un significado personal en cuanto es la encarnación espacio-temporal del espíritu, poniendo al espíritu en relación con el mundo y con las demás personas. En consecuencia, todo acto médico y toda intervención en el cuerpo de una persona deberá tener en cuenta el siguiente dato fundamental: se trata de la acción de una persona sobre otra a través de la corporeidad. Y, más aún, de la unidad substancial entre el alma y el cuerpo se derivan dos consecuencias éticas fundamentales: 1ª) el valor de la vida humana, y 2ª) la integridad de la vida y del cuerpo.
La 2ª sección está dedicada a la presentación de los “principios de la bioética personalista”, cuyo objetivo es superar los límites del principialismo de Beauchamp y Childress. Nuestro autor no rechaza de plano la posición principialista, pero se suma a las conocidas críticas que se han vertido sobre esta teoría, sobre todo a la falta de una antropología de referencia que permita justificar los principios, establecer un orden entre ellos y resolver así los conflictos de deberes y los casos problemáticos. Su solución consiste en aportar un conjunto de principios que estaría apoyado en el personalismo antológicamente fundamentado como antropología de referencia. Los principios son los siguientes:
1. El principio de defensa de la vida física destaca que la vida física, corpórea, es el valor fundamental de la persona porque la persona no puede existir si no es en un cuerpo como co-esencial a la persona, es decir, como base única y necesaria para su existencia en el tiempo y en el espacio. Tampoco la libertad puede darse sin la vida física: para ser libre y tener derechos humanos es necesario ser viviente. No se puede ser libre ni defender los derechos básicos si no tenemos la vida. La vida llega anteriormente a la libertad. Por lo tanto, cuando la libertad suprime la vida es una libertad que se suprime a sí misma y, en consecuencia, elimina la base de los derechos humanos. Solo el bien total y espiritual de la persona está por encima del valor de la vida física.
2. El principio de totalidad acentúa que la persona humana con el organismo corpóreo constituye una totalidad y el organismo mismo es una totalidad. El propio Sgreccia dice que “…la corporeizad humana es un todo unitario que resulta de partes distintas, orgánica y jerárquicamente unificadas entre sí por la existencia única y personal”. De aquí se deriva el siguiente principio que va estrechamente unido al anterior.
3. El principio terapéutico, por el cual es lícito intervenir en una parte del cuerpo cuando no hay otra forma para sanar o salvar su totalidad. Se requieren las siguientes condiciones: 1ª) que la intervención se realice sobre la parte enferma, 2ª) que no existan otras vías alternativas de tratamiento, 3ª) que las posibilidades de éxito terapéutico sean buenas, y 4ª) que haya consentimiento informado de la persona o de su legítimo representante.
4. El principio de libertad y responsabilidad engloba el concepto de que la persona es libre, pero es libre para conseguir el bien de sí mismo y el bien de las otras personas y de todo el mundo, pues el mundo ha sido confiado a la responsabilidad humana. No puede ejercitarse la libertad sin ejercerse la responsabilidad. Se debe procurar una bioética de la responsabilidad frente a las otras personas, frente a sí mismo y, ante todo, a la propia vida, a la vida de los otros hombres y la de los otros seres vivos. No obstante, el derecho a la defensa de la vida tiene prioridad sobre el derecho a la libertad, es decir, para ser libres es imprescindible estar vivos porque la vida es condición necesaria para el ejercicio de la libertad.
5. El principio de la sociabilidad y subsidiariedad pone de relieve que toda persona está obligada a autorrealizarse participando en la realización del bien de sus semejantes y, dado que la vida humana es un bien personal y también social, cada persona debe comprometerse a proteger la vida como un patrimonio de la sociedad y no sólo de cada individuo personal. Asimismo, la subsidiariedad es un principio que completa al anterior diciendo que la sociedad tiene la doble obligación de asistir o ayudar más allí donde las necesidades son más graves y urgentes, sin suplantar o sustituir las iniciativas libres de los ciudadanos, bien sea individualmente o de forma asociada. Este principio implica la práctica de la solidaridad.
Y, en fin, hay una 3ª sección dedicada a explicar las «situaciones de conflicto», que aborda al final del capítulo quinto de su Manual. En un principio, Sgreccia niega que puedan existir conflictos reales e invencibles (afirmación ésta sorpresiva en mi modesto entender) o, dicho con sus propias palabras, «debido a los límites, a la imperfección y a los condicionamientos de la conciencia que valora», el conflicto solamente se da en el plano subjetivo. Pero lo cierto es que nuestro autor acude a los principios del mal menor y del voluntario indirecto (o del doble efecto), tomados de la ética teológica, para iluminar a la conciencia en esas situaciones de , o sea, termina admitiendo que las situaciones de conflicto son objetivas, reales y verificables.
1º. El principio del mal menor aborda aquellas situaciones en las que el sujeto moral se encuentra ante dos males, teniendo en cuenta que hay males físicos y males morales.. Si el conflicto se produce entre un mal físico y un mal moral, es necesario sacrificar el mal físico, o sea, permitirlo, pero nunca permitir el mal moral porque lesiona el bien superior de la persona. Sin embargo, cuando se trata de dos males morales, es preciso rechazar ambas alternativas (afirmación también muy sorpresiva a mi juicio).
2º. El principio del voluntario indirecto o del doble efecto tiene que ver con las acciones que tiene dos efectos, uno bueno y otro malo. Para solucionarlo se acude al citado principio cuya correcta aplicación exige cuatro condiciones: 1ª) que la intención del agente sea buscar la finalidad positiva, 2ª) que el efecto directo de la intervención sea el efecto positivo, 3ª) que el efecto positivo sea proporcionalmente superior al negativo, y 4ª) que no haya otros remedios exentos de efectos negativos. Si se cumplen esas condiciones, el efecto malo está moralmente justificado. Ejemplo clásico es el suministro de sedantes a un enfermo terminal con dolores insoportables aun sabiendo que las dosis progresivas de analgésicos pueden acortar la vida física del enfermo.
Posteriormente dedica el resto de su obra a diversos temas específicos: comités de bioética, genética y diagnóstico prenatal, sexualidad y procreación humana, aborto, técnicas de fecundación humana, esterilización, experimentación en el hombre, trasplantes de órganos, eutanasia y dignidad de la muerte, bioética y tecnología.
Muy resumidamente podemos señalar tres virtualidades principales:
1ª) Una poderosa defensa de la persona humana. La unión entre una bioética respetuosa de la vida y una antropología que se funda en el concepto persona y en su primacía ontológica y axiológica sobre los animales y las cosas permite crear una estructura intelectual poderosa para defender la vida humana desde su inicio hasta su muerte.
2ª) Una amplia capacidad de argumentación. Al poseer la bioética personalista (a diferencia, por ejemplo, del principialismo) una antropología de referencia, puede extender su análisis ético no sólo a las cuestiones frontales (vida y muerte) sino a la mayoría de los problemas bioéticos y, sobre todo, ofrecer una sólida argumentación de su posición. Eso no significa, por supuesto, que exista siempre una solución al alcance de la mano, pero se dispone de un background de reflexión y de conceptos estructurados y organizados que permiten justificar decisiones razonadas y prudentes.
3ª) El tratamiento que el personalismo hace de la interpersonalidad permite también a la bioética personalista afrontar con buenos instrumentos conceptuales las relaciones personales de la ética clínica: la relación entre médico y paciente, los problemas de los enfermeros, de los familiares, la ética del cuidado y la estrecha conexión con la ética de las virtudes de «E. Pellegrino: la virtud en la ética médica«. Véase también «Bioética personalista«.
5. Retos y problemas de la bioética personalista
Pueden señalarse, entre otros, los cuatro siguientes.
1º. Difusión e influencia. Si bien esta corriente bioética adquiere cada vez toma más adeptos, se encuentra todavía poco extendida, sobre todo si la comparamos, por ejemplo, con el principialismo, la corriente abrumadoramente mayoritaria en Estados Unidos, o con el «principialismo jerarquizado» de Diego Gracia, por citar a uno de los más conocidos en nuestros ambientes. Puede tener un influjo mayor en muchos países, como ya sucede actualmente en España, Italia y Latinoamérica.
2º. Modelo racional. Nuestro autor presenta su bioética como una ética racional, filosófica, que examina la licitud de las actuaciones biomédicas sobre la persona tomando los datos de la ciencia y la argumentación racionalmente fundamentada, como es el caso del argumentario procedente de la filosofía personalista, por ejemplo. No obstante, se desprende constantemente de su lectura la sensación de que estamos ante un modelo racional de naturaleza teológica, es decir, ante una teología moral que reflexiona legítimamente desde la fe y desde las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia. Saltar de un plano a otro crea confusión. Yo considero muy valioso presentarse abiertamente como bioética teológica y argumentar desde ahí con razones convincentes, en el ámbito del diálogo interdisciplinar característico de la bioética, para transmitir a todos los máximos ideales de la ética teológica y, al mismo tiempo, para no renunciar jamás a la posibilidad de contribuir o de sumar esfuerzos en la construcción de los mínimos éticos que nos permitan elevar gradualmente las cotas de humanidad colectiva.
3º. Fundamentación. La bioética personalista se funda en un primer nivel en la filosofía que bebe tanto de las fuentes del tomismo clásico como del personalismo contemporáneo. Esto es manifiesto, por ejemplo, en la posición de Sgreccia que recurre alternativamente a ambas fuentes según le parezca oportuno en cada momento. Sin embargo, cuando resulta necesario resolver los problemas con un alto grado de precisión ético y filosófico, no siempre es posible este sistema, pues la coordinación profunda entre las posiciones tomistas y personalistas no siempre es sencilla.
Hay quienes creen necesario renovar la estructura conceptual clásica del tomismo para poder entrada de manera profunda a conceptos contemporáneos como subjetividad, intersubjetividad, comunicación y diálogo, libertad, autodeterminación, solidaridad, etc. Esa tarea resulta imprescindible para poder ofrecer una argumentación bioética realmente sólida y capaz de responder en profundidad a retos muy importantes que están teniendo lugar en el campo intelectual y en el cambo de la biotecnologías.
4º. Adaptación al entorno bioético. Gran parte de los filósofos personalistas no ha tenido en cuenta la problemática bioética a la hora de elaborar su antropología y esto genera, en ocasiones, problemas de adaptación ya que algunos conceptos antropológicos básicos están pensados partiendo del análisis fenomenológico de personas en plenitud de sus condiciones y en la fase adulta de su desarrollo, algo que no ocurre ni en las primeras ni en las últimas fases de la vida. Para intentar superar este problema se está insistiendo últimamente en el carácter vulnerable de la vida humana (de toda vida). Asimismo resulta muy útil remarcar el carácter narrativo y biográfico de la persona, que siempre se está haciendo y evolucionando.
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Más que de pionero hay que hablar en este caso de verdadero introductor de la bioética en Europa y, por supuesto, en España, cuando aquí a casi nadie le merecía confianza tal tema. Me refiero al Françesc Abel, jesuita, doctor en medicina e impulsor de importantes instituciones dedicadas a la bioética.
1. Trayectoria biográfica
Françesc Abel i Fabre (1933-2011). Era Doctor en Medicina y Cirugía, especialista en Obstetricia y Ginecología; Licenciado en Teología y en Sociología (especialidad Demografía y Población); miembro de la Compañía de Jesús desde el año 1960 y sacerdote desde el año 1967. Desarrolló su tesis doctoral sobre un tema de fisiología fetal bajo la dirección del Dr. A. Hellegers en el Kennedy Institute of Ethics, donde permaneció cinco años, y la codirección de su maestro y amigo el Dr. V. Conill i Serra de la Universidad de Barcelona. Tras un recorrido médico por el Hospital Clínic y la Clínica de L’Aliança, consigue durante varios años una beca en la Universidad Georgetown (Washington) y, posteriormente, comienza en 1976 su trabajo en el Hospital Sant Joan de Dèu, de Barcelona, donde contribuyó decisivamente a la creación del Comité de Ética Asistencial.
Académico de Número de la Real Academia de Medicina de Cataluña (1999), fue uno de los introductores de la bioética en Europa impulsando y fundando diversas instituciones al respecto, siendo la más destacada el Instituto Borja de Bioética (IBB), creado en 1976. Fue director del mismo hasta el año 1999 y a partir de entonces ocupa la presidencia del Patronato de dicha institución.
Ha sido miembro del Comité de Bioética de Cataluña, vocal del Comité de Sanidad de Catalunya, de la Subcomisión de Xenotrasplantes de la Organización Nacional de Trasplantes, y de la Comisión de Bioética de la Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia, así como vocal del Patronato de la Fundación Víctor Grífols i Lucas. Ha presidido también el Comité de Ética Asistencial del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona (España) y fue miembro del Comité de Ética Asistencial de los «Germans de Sant Joan de Déu – Serveis de Salut Mental». Ha sido también iniciador e impulsor de Comités de Ética Asistencial en varios hospitales españoles. Formó parte del Consejo Asesor de las revistas Labor Hospitalaria desde 1984; The Journal of Medicine & Philosophy desde 1988; de los Catholic Studies Series desde 1991; del Consejo Editorial de la Revista Latinoamericana de Bioética desde el año 2002 y de Bioètica & Debat.
2. La obra de Françesc Abel
1. Considero necesario comenzar resaltando su servicio al bien de las personas enfermas que ha tratado a lo largo de su dilatada carrera como profesional sanitario. Françesc Abel nos demuestra con su experiencia que la ética no es un apéndice de la medicina o un «apósito» temporal de la actividad clínica. No. La medicina es una praxis esencialmente ética, porque lo que define su identidad desde los tiempos hipocráticos consiste en poner su saber científico-técnico al servicio de las personas enfermas para hacerles objetivamente el bien y sanarlas si es posible. Si se dedicara a «hacer daño» desmentiría radicalmente su identidad original y su naturaleza ética.
2. Quiero destacar también su intensa y larga tarea como docente y escritor. Son abundantes los cursos de formación, los artículos especializados en revistas de prestigio internacional, las incontables conferencias y participaciones en jornadas y congresos y, también, su obra escrita. Esta última quizá no sea tan numerosa o «llamativa» como la de otros colegas suyos, dedicados expresamente a publicar sus trabajos, pero sí es relevante y significativa en varios aspectos. Para hacer un resumen me voy a referir a su último libro, Bioética: orígenes, presente, futuro (Instituto Borja/Fundación Mapfre Medicina, 2001) y, sobre todo, al discurso que pronunció el 9 de mayo de 1999 con motivo de su ingreso como miembro numerario de la Real Acadèmia de Medicina de Catalunya (véase el Nº 252 de la revista Labor Hospitalaria, páginas 64-76).
3. Creo que sobresale por encima de todo su constante preocupación de servir de puente en el diálogo entre las ciencias de la salud y las humanidades, convencido como está de la autonomía de las ciencias y del valor que podían aportar a ese diálogo. En parte se puede ver ahí el planteamiento de Potter (el creador del anglicismo bioética, como es de todos sabido), para quien la bioética debería ser «un puente hacia el futuro» que permitiera el acercamiento entre las ciencias de la vida y las humanidades, pero en lo más profundo está latiendo la pretensión de su maestro A. Hellegers, o sea, poner a dialogar a diversos especialistas en torno a un problema común con el fin de que cada uno aporte su perspectiva para buscar una solución razonada y compartida. Françesc Abel apuesta reiteradamente por la práctica del diálogo tanto en su propia actividad profesional como en la de los organismos e instituciones de los que forma parte o contribuyó expresamente a su creación.
4. A la manera de comprender y extender el diálogo interdisciplinar, le corresponde una definición de la bioética que ya presentó en 1989 y ha vuelto a exponer en 2001 de manera más completa: «Definimos la bioetica como el estudio interdisciplinar (transdisciplinar), orientado a la toma de decisiones éticas de los problemas planteados a los diferentes sistemas éticos por los progresos médicos y biológicos, en el ámbito microsocial y macrosocial, micro y macroeconómico, así como su repercusión en la sociedad y sus sistema de valores, tanto en el momento presente como en el futuro».
Es una definición autorizada por el rigor científico y práctico del propio autor. Y es también diferente, porque incluye «notas diferenciales» que, como él mismo dice, son las siguientes: 1ª) el origen secular dentro de un ámbito ecuménico; 2ª) el diálogo como metodología del trabajo; 3ª) el reconocimiento de la autonomía de las ciencias; 4ª) la fuerza y razonabilidad de los argumentos poniendo entre paréntesis los criterios de autoridad científica o espiritual; 5ª) la provisionalidad de las respuestas; y 6ª) la preocupación por los problemas de población, recursos y medio ambiente.
La bioética debe ser, pues, un lugar privilegiado de diálogo interdisciplinar orientado a la toma de decisiones éticas sobre cuestiones que afectan a la vida humana y vienen suscitadas por el progreso médico y biológico. Su extensión no puede limitarse a las dimensiones microsociales y microeconómicas o a la estricta relación entre profesionales de la salud y los pacientes y sus familiares. El alcance y la amplitud de los temas bioéticos obliga a renunciar a lo que se ha llamado certeramente «moral de cercanías» y extender sus límites a la biosfera y a las futuras generaciones.
5. Este modo de entender la bioética implica, por una parte, la necesidad de ir más allá del principialismo, no en el sentido de prescindir de los principios operativos que orientan la toma de decisiones éticas, sino en el de volver a redescubrir la importancia de las virtudes del agente moral. No hay nada mejor que el ejemplo de médicos competentes y dignos que a través de su práctica profesional son modelo y ejemplo del bien hacer como profesionales y como personas. Esta perspectiva de la bioética, fundamentada en las cualidades personales del médico y los equipos de salud, deja espacio para que la bioética sea narrativa y creativa.
Y añade el Dr. Abel: «una actitud de respeto hacia el enfermo como persona, la delicadeza y amabilidad en el trato, el conocimiento y reconocimiento de los derechos de los pacientes, la capacidad de aceptar que existen diferentes jerarquías de valores, y la competencia profesional mantenida mediante una formación continuada, son condiciones imprescindibles para recuperar el trato amistoso en la relación médico-enfermo y para comprender que la desconfianza social hacia el ejercicio profesional tiene su fundamento y puede interpretarse como un mecanismo regulador del poder que la tecnología pone en manos de los médicos».
6. Asimismo, ese modo de comprender la bioética impulsa a ir más allá de la bioética clínica. Y es que, aun cuando ese sea el campo que más adeptos ha ido ganando, hay toda una serie de problemas interdisciplinares en los que los conocimientos médicos juegan un papel importante, pero no son los decisivos. Son problemas que, según F. Abel, han de ser afrontados desde el diálogo interdisciplinar en sentido amplio. Un diálogo que afecta a campos genéricos muy importantes como son la medicina, la filosofía, el derecho, la teología, la política, por ejemplo, pero es también un diálogo que afecta directamente a otros campos más concretos como son los siguientes: 1) entre salud y economía de la salud; 2) entre ciencias biomédicas y políticas sanitarias; 3) sobre población, recursos y medio ambiente; 4) entre las ciencias de la vida, la ética y los medios de comunicación social; 5) entre las ciencias de la salud y los valores sociales y, más en concreto, entre obligaciones y derechos individuales y obligaciones y derechos de la sociedad en lo tocante a la salud pública; 6) entre la ética y el derecho, que para F. Abel es el más importante de todos; y 7) sobre la educación en bioética en el ámbito escolar, enseñanza media, profesional y universitaria (en especial medicina, Enfermería, Farmacia, Biología).
El futuro nos presenta nuevos desafíos insospechados hace bien pocos años. El futuro de la ciencia debería coincidir con el futuro de la ética, es decir, tendremos una ciencia humana en la medida en que los científicos sean personas con sensibilidad ética y con un profundo sentido de la responsabilidad social, afirma F. Abel, y añade lo siguiente: «…si el siglo XX ha estado marcado, y de una manera especial en su segunda mitad, por la tecnología, de manera que será recordado como el siglo tecnológico, algunos creen que el siglo XXI será el siglo de la bioética o, más todavía, el siglo de la espiritualidad. Y ha de serlo para evitar que el hombre se convierta en esclavo de la técnica, en lugar de ser el señor que la dirige hacia un mundo habitable y saludable, haciendo posible la pervivencia de la humanidad…».
7. Pero, a mi juicio, aquello en lo que más ha destacado la obra de F. Abel ha sido en la promoción y creación de nuevas e importantes instituciones de bioética y destinadas al desarrollo, investigación y difusión de la bioética. Entre ellas sobresalen el Instituto Borja de Bioética, el Comité de Ética Asistencial del Hospital Sant Joan de Déu (Barcelona), el Grupo internacional de Estudios de Bioética y la Asociación Europea de Centros de Ética Médica. Me voy a referir a alguna de esas iniciativas.
3. El Instituto Borja de Bioética
Los dos primeros centros de bioética del mundo fueron el Kennedy Institute y al Hastings Center, ambos en 1971 y en Estados Unidos, y el tercero fue el Institut Borja de Bioética. Éste fue, a su vez, el primer centro de bioética de Europa, fundado en 1976.
Françesc Abel dice que regresó de su estancia académica en Nueva York con una idea de comenzar un centro o instituto de bioética copiando el modelo del Kennedy Institute, con las debidas modificaciones. Así nació el Instituto Borja de Bioética. Organizó en 1975 un coloquio interdisciplinar titulado «De la historia clínica a la decisión ética» y, al año siguiente, se inauguró de manera oficial. Estuvo adscrito, durante los primeros ocho años, a la Facultad de Teología de Cataluña (San Cugat). Posteriormente se constituyó como fundación privada, en 1984, con el apoyo de la Compañía de Jesús y la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios. Desde el año 2000 está considerado Instituto Universitario integrado en la Universidad Ramon Llull.
El Instituto Borja tiene una reconocida trayectoria en el campo de la docencia e investigación. También mantiene la revista Bioètica & Debat.
4. El Grupo Internacional de Estudios de Bioética
International Study Group on Bioethics (ISGB)
En este caso, Francesc Abel contó con el apoyo del entonces General de la Compañía de Jesús, el P. Pedro Arrupe. El GIEB quedó jurídicamente establecido en el marco de la Federación Internacional de Universidades Católicas. Se mantuvo en funcionamiento durante doce años y se dedicó esencialmente a mantener vivo el diálogo entre las ciencias de la salud y la bioética. La primera reunión se celebró en San Cugat, en 1982, participando un buen número de científicos, filósofos y teólogos. Hubo un total de veinte reuniones internacionales.
En esas reuniones se pretendía, principalmente, que hubiera un verdadero diálogo y no una simple yuxtaposición de ponencias, evitando los reduccionismos biológicos o espiritualistas. El sistema consistía en que cada uno de los participantes, desde su propia vertiente científica o filosófica, respondiera a un conjunto de tres o cuatro preguntas interdisciplinares, preparadas por un equipo de trabajo. Se intentaba, asimismo, que todo el mundo tuviera claras las diferencias, más que los puntos de acuerdo, y que todos dispusieran de elementos suficientes para reflexionar después sobre las perspectivas diferentes a las propias.
Un iniciativa del grupo fue la de ayudar a dos Universidades de Asia, la de Santo Tomás de Manila (Filipinas), con mayoría de estudiantes católicos, y la de Atma Jaya de Djakarta (Indonesia), mayoritariamente musulmana, para que desarrollaran un modelo similar al del GIEB, adaptado a sus necesidades. La experiencia permitía a los participantes de todo el grupo analizar diferencias culturales en la toma de decisiones.
A lo largo de esos años el GIEB hizo varias publicaciones:
.- Human Life: its beginnings and development. Bioethics reflections by Catholic Scholars (1988).
.- Birth, Suffering and Death. Catholic Perspectives at the Edges of Life (1992).
.-La Mediación de la Filosofía en la construcción de la Bioética (1993).
.- Critical Choices and Critical Care (1995).
.- Infertility: A Crossroad of Faith. Medicine and Tecnology (!9997).
5. Asociación Europea de Centros de Ética Médica European Association of Centres of Medical Ethics (EACME)
Es otra iniciativa de la que formó parte Françesc Abel desde su creación, en 1985. Se trata de una red de investigación internacional y de comunicación entre los centros que componen la asociación. El término «europeos» se utiliza aquí en el sentido amplio, es decir, desde el Atlántico hasta los Urales. Tiene como objetivo principal promover la preocupación pública y crítica respecto a las cuestiones éticas implicadas en el desarrollo de las ciencias biomédicas en la sociedad actual.
Ya ha anunciado la Conferencia Anual de 2012, que se celebrará en el Centro para la Ética en Medicina de la Universidad de Bristol, bajo el título «Bioethics, then and now»
La Asociación está compuesta por más de 60 Centros, entre los permanentes y los asociados, distribuidos en 17 países. España continúa representada representada, precisamente, por el Instituto Borja de Bioética.
POSTDATA
El Dr. Abel está de algún modo relacionado con mi tierra (Asturias), puesto que la Sociedad Internacional de Bioética (SIBI), que tiene su sede en Gijón, le ha concedido el Premio del año 2009. Un premio que recae en la persona, grupo o entidad que a juicio del Comité Científico de la SIBI más haya destacado por sus trabajos, publicaciones o enseñanzas en los campos de la Bioética, o en la aportación al necesario lenguaje de construcción bioética.
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Creo que ya es hora de ir presentando poco a poco las personas que influyeron decisivamente en la difusión y desarrollo de la bioética en España y en Latinoamérica. Y quiero expresamente comenzar con Javier Gafo, jesuita madrileño e indiscutible pionero de la bioética.
1. Algunos datos biográficos
Javier Gafo Fernández nació y murió en Madrid (1936-2001). Tras estudiar con los jesuitas de Chamartín, en Madrid, ingresa en la Compañía de Jesús en 1955, ordenándose sacerdote en 1968. Licenciado en Biología en la Facultad de Ciencias de la Universidad Complutense (con «Premio Extraordinario de Licenciatura»), continúa sus estudios y se licencia en Filosofía por la Universidad de Alcalá y en Teología en las Universidades de Innsbruck y Comillas en 1972. Se especializa en bioética a partir de su tesis doctoral en Teología Moral, defendida en la Universidad Gregoriana de Roma, sobre «El aborto y el comienzo de la vida humana».
Comenzó siendo Profesor de la Universidad Complutense de Madrid, pero su verdadera actividad docente la inició en 1976 como profesor de Teología Moral. Ha terminado siendo más conocido por la cátedra de Bioética de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Comillas, cátedra que él mismo impulsó y creó en 1987. Desde allí creó también, en 1997, uno de los primeros Máster en Bioética, así como un Seminario permanente de investigación sobre un amplio abanico de temas bioéticos, dando así lugar a numerosas publicaciones que luego citaremos. Todo ello le convirtió en uno de los pioneros de la bioética en España y Latinoamérica.
Fue miembro de la Comisión Teológica de la Comisión Episcopal de la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española (1987-2000) y experto de la Comisión del Congreso de los Diputados para el «Estudio de la Fecundación in vitro y la Inseminación Artificial» (1985). Coordinador del Comité de Ética Asistencial de los Centros de la Provincia de Castilla de la Orden Hospitalaria desde 1994. Formó parte, entre otras, de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida (1997), del Comité de Expertos en Bioética y Clonación (1998) y del Comité para el Estudio del Estatuto del Embrión Humano del Instituto de Bioética de la Fundación de Ciencias de la Salud (2000). Desde 1997 fue miembro de numerosas Comisiones, asociaciones y comités sobre temas de Bioética. Vicepresidente de la Fundación PROMI, desde 1998. Asimismo, fue director del Colegio Mayor Nuestra Señora de África de la Universidad Complutense durante más de una década. Miembro de la Comisión Científica de la Asociación Española de Derecho Sanitario. Fue también Párroco de la Parroquia de S. Francisco de Borja, Madrid, entre 1984 y 1993.
2. La obra de Javier Gafo
Ha estudiado, enseñado y publicado sobre un amplio espectro de temas, centrándose tanto en los problemas derivados de la investigación biomédica y de la asistencia sanitaria, como en los de la relación de los humanos con la naturaleza. Dicho muy resumidamente, el pensamiento de Javier Gafo ha ejercido de puente entre dos direcciones paralelas y complementarias: 1ª) entre la bioética católica y la secular, y 2ª) entre la bioética y las humanidades.
Para hacerse cargo de sus publicaciones, habría que dedicar muchos días a leer, por ejemplo, el casi centenar de artículos publicados en Razón y Fe, Sal Terrae, sobre todo, pero también en otras revistas como Communio, Theology Digest, Jano o Revista Latinoamericana de Bioética. Como Director de la Cátedra de Bioética, antes mencionada, ha impulsado y dirigido dos importantes colecciones de libros: Dilemas Éticos de la Medicina Actual (desde 1986) y Dilemas Éticos de la Deficiencia Mental (desde 1996). Para verlo con detalle se puede entrar en la web de Cátedra de Bioética de la Universidad de Comillas, donde figura su curriculum y sus publicaciones (lado derecho de la web). Ha pronunciado, así mismo, numerosas conferencias, tanto en España como en Latinoamérica. Aquí creo que es suficiente, ofrecer una relación de sus principales obras, las de carácter monográfico y las publicadas como editor, director o en colaboración con otros autores:
.- Nuevas Perspectivas en la Moral Médica, Ibérico Europea de Ediciones, Madrid 1978.
.- El aborto y el comienzo de la vida humana, UPCO, Madrid 1979.
.- Homosexualidad: ciencia y conciencia (colab.), Sal Terrae, Santander 1981.
.- El aborto ante la conciencia y la ley, PPC, Madrid 1983.
.- Conflicto entre vida y realización personal (colab.), Fundación SM, Madrid,1984.
.- La eutanasia y el derecho a morir con dignidad (colab.), Paulinas, Madrid 1984.
.- La eutanasia, BAC, Madrid 1984.
.- La fecundación artificial: ciencia y ética (colab.), PS, Madrid 1985.
.- Eugenesia una problemática moral reactualizada, UPCO, Madrid 1985.
.- Biología Desarrollo Científico y Ética (colab.), Fundación Valenciana de Estudios Avanzados, Valencia 1986.
.- Nuevas Técnicas de Reproducción Humana (ed.), UPCO, Madrid 1986.
.- Dilemas Éticos de la Medicina Actual (ed.), UPCO, Madrid 1986.
.- ¿Hacia un mundo feliz? Problemas éticos de las Nuevas Técnicas de Reproducción Humana, Atenas, Madrid 1987.
.- Fundamentación de la Bioética y Manipulación Genética (ed.), UPCO, Madrid 1988.
.- ¿Ciencia sin conciencia? (colab.), Universidad de Valencia, 1988.
.- La Eutanasia y el derecho a una muerte humana, Temas de Hoy, Madrid 1989.
.- El SIDA: un reto a la sanidad, la sociedad y la ética (ed.), UPCO, Madrid 1989.
.- La Eutanasia y el Arte de Morir (ed.), UPCO, Madrid 1990.
.- La Eutanasia, Temas de Hoy, Madrid 1990.
.- Ética y Ecología (ed.), Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1991.
.- La Deficiencia Mental: Aspectos médicos, humanos, legales y éticos (ed.), UPCO, Madrid 1992.
.- Problemas Éticos de la Manipulación Genética, Paulinas, Madrid 1992.
.- Ética y Biotecnología (ed.), UPCO, Madrid 1993.
.- Consejo Genético: aspectos biomédicos e implicaciones éticas (ed.), UPCO, Madrid 1994.
.- Ética y legislación en enfermería, Universitas, Madrid 1994.
.- Conferencia Internacional de El Cairo sobre población y desarrollo, PPC, Madrid 1995.
.- Trasplantes de órganos: problemas técnicos, éticos y legales (ed.), UPCO, Madrid 1996.
.- La Ética ante el trabajo del deficiente mental (ed.), UPCO / PROMI, Madrid 1996.
.- Ética y Ancianidad (ed.), UPCO, Madrid 1997.
.- Matrimonio y Deficiencia Mental (ed.), UPCO/PROMI, Madrid 1997.
.- La Homosexualidad: un debate abierto (ed.), Desclée de Brouwer, Bilbao 1997.
.- Diez Palabras Clave en Bioética (3ª edición actualizada), Verbo Divino, Estella 1997.
.- Procreación Humana Asistida: aspectos técnicos, éticos y legales (ed.), UPCO, Madrid 1998.
.- Sida y Tercer mundo: una llamada a la ética y a la solidaridad (colab.), PPC, Madrid 1998.
.- El derecho a la asistencia sanitaria y la distribución de recursos (ed.), UPCO, Madrid 1999.
.- Deficiencia Mental y comienzo de la vida humana (ed.), UPCO/PROMI, Madrid 1999.
.- 10 Palabras clave en Ecología (dir.), Verbo Divino, Estella 1999.
.- Eutanasia y ayuda al suicidio, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999.
.- Deficiencia Mental y final de la vida humana (ed.), UPCO / PROMI, Madrid 2000.
.- Bioética y Religiones: el final de la vida (ed.), UPCO, Madrid 2000.
.- Deficiencia mental y familia (ed.), UPCO/PROMI, Madrid 2001.
.- Aspectos científicos, jurídicos y éticos de los transgénicos (ed.), UPCO, Madrid 2001.
3. Una vida por la ética de la vida
Me apetece reproducir a continuación un breve artículo que publiqué con motivo de su muerte (5 de marzo de 2001). Se puede resumir en el epígrafe que se acaba de exponer («una vida por la ética de la vida») y decía lo siguiente:
«Transcurrió la mayor parte de sus apretados sesenta y un años entre alumnos y aulas, bibliotecas y libros, artículos, conferencias y congresos. Fue una autoridad de reconocido prestigio internacional en el campo de la Bioética y una de las personas que más contribuyeron a difundirla en España. Su nombre seguirá siendo cita obligada cada vez que se hable o se escriba sobre temas tan complejos como el aborto, la reproducción asistida, la genética, la biotecnología, la eutanasia, el SIDA, la ecología y la deficiencia mental, por citar algunos de los que estudió con mayor intensidad. El rigor intelectual, el conocimiento científico, y la prudencia de sus consideraciones, recorren de una a otra parte las obra que nos ha dejado, pero lo hizo todo en medio de un elocuente silencio, rodeado de la misma sencillez y modestia con que discurre el río Gafo entre las colinas que rodean el sureste de la ciudad de Oviedo» (Asturias).
Al margen de sus méritos científicos, Javier nos regaló una trayectoria vital profundamente humana, que podría servir de modelo a creyentes y agnósticos, profesores y estudiantes, investigadores y ciudadanos en general. Sobresale ante todo la firmeza con que asumió las convicciones que dieron sentido a su vida: ser cristiano y sacerdote jesuita, sintiéndose además muy feliz como cura de una parroquia madrileña.
Destacó también por su fidelidad a la propia conciencia y a la doctrina de la Iglesia, aun cuando se movía de manera permanente en terrenos intelectualmente movedizos y espinosos. La delicadeza de sus juicios morales, que en ocasiones le trajeron sufrimiento, revisados y repasados constantemente en el fondo de su corazón, son un ejemplo de equilibrio y ponderación en tiempos donde cualquier opinión sienta cátedra, crea escuela o se pone de moda por intereses inconfesables.
Fue asimismo un convencido practicante del diálogo interdisciplinar. La Bioética no era para él una actividad individualista, ni menos aún un ejercicio de francotirador, sino un espacio en el que se situaba como uno más entre los otros ante quienes argumentaba razonadamente sus posiciones personales. Se dedicó a congregar en torno a una misma mesa a diversos especialistas con el fin de que dialogaran y buscaran puntos de encuentro en torno a cuestiones de la mayor actualidad. Defendió, así, una sociedad pluralista en la que es posible caminar juntos en orden al bien común utilizando la fuerza de la razón y nunca la razón de la fuerza.
Fue sobre todo un sabio bondadoso, humilde, y un trabajador infatigable, además de un excelente comunicador y conversador. Y no digo eso por incurrir en el tópico de hablar bien de los que ya no están entre nosotros. Me consta que le salían los colores cuando exponían su brillante currículo académico antes de una simple conferencia, por ejemplo, y que sentía mucha vergüenza cuando algún amigo lo presentaba como “una buena persona” en vez de comentar sus méritos profesionales. Es ésta otra significativa lección ahora en que el acopio de títulos otorga la fama a figuras tan fulgurantes como efímeras, ficticias y vacías de contenido.
Por eso Javier Gafo perdurará como un esforzado trabajador, riguroso, prudente, competente, equilibrado y profundamente bueno. En resumidas cuentas, vivió para que la vida fuese cada vez más humana, es decir, para que la ética de la vida no sea monopolio de nadie sino responsabilidad compartida por parte de todos sin excepción».
4. Javier Gafo, diez años después
Voy a finalizar esta página tomando el epígrafe y parte del texto que escribió Juan Masiá Clavel en su blog, el pasado 5 de marzo de 2011, titulado «Javier Gafo, diez años después». Juan Masiá, Profesor de Ética en la Universidad de Tokio y ex-director de la Cátedra de Bioética de Comillas, también ha publicado Bioética y antropología (Comillas, 1998) y La gratitud responsable. Vida, sabiduría y ética (Comillas, 2005)
Según Masiá, Javier Gafo fue un pionero de la bioética como «punto de encuentro» de ciencias, ética y creencias. Aclarar, conversar, interpretar y meditar: con ese enfoque interdisciplinar organizó la Cátedra de Bioética de la Universidad, los Seminarios interdisciplinares que dieron lugar a las citadas colecciones de dilemas éticos de la medicina actual y de la deficiencia mental, así como su larga serie de cursos y conferencias. Con su método de diálogo, interpretación y espiritualidad, su bioética es educadora, fronteriza, global y profunda.
Su trabajo vino a corroborar que la Medicina y la Ética, son inseparables. Mala medicina y mala ética se asemejan: recetar sin diagnosticar o calmar síntomas sin averiguar causas es tan malo terapéuticamente como son en ética las prohibiciones que absolutizan normas e ignoran valores y circunstancias. Mala medicina si no diagnostica y peor ética si no se practica la deliberación ni se hace discernimiento. Por eso los médicos y científicos amigos de Gafo reiteran que «ni buena ética sin buenos datos, ni ciencia sin conciencia«.
En su obra póstuma, Bioética teológica (Universidad de Comillas, Madrid, 2003), vemos una ética de la vida apoyada en una fundamentación razonada; con doble vertiente secular y religiosa; criterios bíblicos; participación en el debate bioético; con interpretación correcta, respetuosa y crítica, pero libre y creativa, de las directivas del magisterio eclesiástico.
Desde que, en 1979, publicó su tesis doctoral sobre el aborto y el comienzo de la vida, hasta su obra póstuma, Gafo fue coherente: tomando como punto de partida el estado científico de la cuestión; cerciorándose de los datos y pensándolos antes de las conclusiones éticas; trabajando con la ciencia, pero no sólo con ella, sino con una reflexión capaz de ser compartida en los planos interdisciplinar e intercultural; y remitiéndose a la teología como inspiración y orientación. Hoy interesa prolongar la reflexión de Gafo, su método de trabajo y, sobre todo, el tipo de persona que nos reveló a lo largo de su vida invita a establecer dos prioridades: 1ª) recuperar la implicación “propositiva” (nunca impositiva) de cualquier razonamiento en la encrucijada del debate interdisciplinar, y 2ª) tomar en serio el reto de las ciencias biológicas y biomédicas. De esta mutua interacción seguirá surgiendo una transformación mutua, crítica y creativa.
Estoy completamente de acuerdo con las últimas palabras de Juan Masiá, cuando afirma que la ideologización de los debates científico-religiosos es un obstáculo en los debates de cuestiones bioéticas controvertidas. Por una parte, tomas de posición que exageran «identidades confesionales»; por otra, beligerancias «anti-confesionales». Frente a estos atolladeros, el puente bioético deberá mediar, como en la propuesta de Gafo, sin encastillarse en dogmatismos estériles, ni en cientificismos anacrónicos.
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Estamos ante una de las personalidades más destacadas de la filosofía española contemporánea. Nació en Valencia, en 1947. Es Catedrática de Filosofía del Derecho, Moral y Política en la Universidad de Valencia, Directora de la Fundación ÉTNOR para la ética de los negocios y las organizaciones y Directora del curso de Postgrado «Educación en valores» en la misma Universidad.
Estudió filosofía y letras en la Universidad de Valencia y en 1976 defendió su tesis doctoral, sobre Dios en la filosofía trascendental kantiana. Durante algún tiempo ejerció la docencia en institutos de enseñanza media. Más tarde obtuvo una beca de investigación que le permitió asistir a la Universidad de Múnich, donde entra en contacto con diversas corrientes filosóficas como el racionalismo crítico, el pragmatismo, y la ética marxista. Pero la mayor y decisiva influencia la recibió de la filosofía de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas (este último ha sido, precisamente, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2003). Al reintegrarse a la actividad académica en España, orientó sus intereses intelectuales y docentes hacia la ética. En 1981 ingresó en el departamento de filosofía práctica de la Universidad de Valencia. En 1986 obtuvo la Cátedra de Filosofía anteriormente citada.
Es miembro de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida y Vocal del Comité Asesor de Ética de la Investigación Científica y Tecnológica. Es también miembro del Comité Ético de la Universidad de Valencia desde su creación (septiembre de 2004) y del Comité Ético Asistencial del Hospital Clínico Universitario de Valencia, además de otras múltiples distinciones y reconocimientos.
Entre los reconocimientos más recientes a su labor se encuentran el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2007 con su obra «Ética de la razón cordial», el nombramiento como Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (diciembre de 2008), siendo la primera mujer que entra a formar parte de esta institución, y la investidura como Doctora Honoris Causa por la Universitat Jaime I de Castellón (enero de 2009). Sus trabajos en el ámbito de la fundamentación de la moral y en la ética aplicada, enfocados preferentemente desde la ética del discurso (debido a la influencia de sus maestros, Apel y Habermas), disfrutan de un merecido reconocimiento nacional e internacional.
Publicaciones en formato papel:
Como se puede observar, son numerosas y diferentes las áreas de intervención de Adela Cortina. No le conozco ninguna monografía específicamente dedicada a la bioética, pero hace alusión a ella en varias publicaciones. «Un concepto «transformado» de persona para la bioética», publicado en Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid, 1993, año en el que también apareció un poco más ampliado dentro de una obra editada por F. Abel y C. Cañón, La mediación de la filosofía en la construcción de la bioética, Universidad de Comillas, Madrid); y «Problemas éticos de la información disponible, desde la ética del discurso», en Lydia Feito (ed.), Estudios de bioética, Dykinson, Madrid, 1997, 43-55.
A la filosofía moral o ética filosófica no sólo le incumben las funciones de aclarar qué es lo moral y de fundamentarlo racionalmente, sino aplicar sus descubrimientos en los diferentes ámbitos de la vida social: economía, política, empresa, periodismo, ecología, medicina, etc. Cuando se habla de ética aplicada no se está diciendo nada de los contenidos morales o «lo que debemos hacer en concreto». Sólo se refiere al marco argumentativo para justificar el «por qué» debemos actuar de esta o de la otra manera concreta, moralmente hablando.
Respecto a los ámbitos de la vida social en los que se aplica la ética hay que entenderlos como actividades cooperativas (en el sentido que McIntyre dio al concepto de «práctica» (Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 2001, pág. 233) que adquieren su sentido en la medida en que consiguen alcanzar los bienes internos que las definen, lo que exige también asumir determinados valores y practicar ciertos hábitos o virtudes que harán posible la consecución de ese bien interno. La medicina tiene un bien interno que la define (el bien del paciente), unos valores que se deben asumir (dignidad de la persona, la vida humana, confianza, diálogo, confidencialidad…) y unas virtudes que ayudan a conseguir el bien interno (prudencia, lealtad, fidelidad, abnegación, humildad…).
Pues bien, la bioética es la ética aplicada en el ámbito de la medicina, dándose en ella le peculiaridad, además, de haberse dotado de una serie de principios éticos que sirven de orientación en su propio ámbito moral, como son los de respeto a las personas o autonomía, beneficencia y justicia, al menos desde el conocido Informe Belmont de 1978, porque el de beneficencia procede ya de tiempos de Hipócrates. Pero a la ética no le corresponde decir cuáles son los contenidos morales en ese ámbito, lo que se debe hacer, sino ofrecer una justificación racionalmente fundada acerca de por qué se debe actuar así o de otra manera según los principios antes citados.
En cualquier caso, es imprescindible dejar claro que, en bioética, el punto de vista obligado y fundamental, es la vida humana concreta de cada individuo, es decir, de cada persona.
2. El discurso sobre la dignidad de la persona
1. Es de todos sabido que el término de persona procede del mundo griego (el famoso «prósopon» o máscara de los actores de teatro que simbolizaba el «papel» de cada uno en el teatro de la vida). Sin embargo, la conceptualización que hizo fortuna, en medio de un riguroso debate teológico medieval, fue la que nos transmitió Boecio definiendo la noción de persona así: «persona est naturae rationalis individua substantia» (persona es substancia individual de naturaleza racional).
Posteriormente ha experimentado sucesivos cambios llegando a convertirse, incluso, en un potente movimiento filosófico con el nombre de personalismo. Recomiendo el librito de A. Domingo Moratalla, Un humanismo del siglo XX: el personalismo, Ediciones Pedagógicas, Madrid, 1994). A ese tipo de ser racional es al que por unanimidad se le ha ido reconociendo y otorgando «dignidad», una por la que su vida adquiere un rango también cualitativamente superior al de cualquier otro ser vivo en la Tierra.
2. Ahora bien, sucede que la dignidad es una cualidad transitiva, o sea, expresa que alguien es merecedor de algo, pero no explica ni concreta de qué es merecedor ni por qué lo es. Es por tanto necesario averiguar cuál es la razón por la que le asignamos o reconocemos esa dignidad y a qué nos obliga o, dicho de otro modo, hay que indagar si la persona humana reúne alguna condición específica y exclusiva por la que sea digna de recibir un determinado tratamiento.
La respuesta no ha sido única a lo largo de la historia. La teología católica, por ejemplo, no duda en afirmar la dignidad de la persona por el hecho de haber sido creada a imagen y semejanza de Dios. Pero también ha habido respuestas pretendidamente filosóficas, aceptables por cualquier ser humano, tenga o no una profesión religiosa, de tal modo que quien negara la dignidad de una, muchas o todas las personas estaría en ese mismo momento actuando de manera completamente irracional, porque estaría negándose a sí mismo. En ese sentido resulta pionera la afirmación kantiana de la dignidad personal.
3. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Espasa, Madrid, 1990), Kant ofrece un marco racional para fundamentar la idea de dignidad personal que se ha conservado hasta nuestros días: «En el reino de los fines ─dice I. Kant─ todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad… aquello que constituye la condición para que algo sea un fin en sí mismo no tiene un valor meramente relativo o precio, sino que tiene un valor interno, es decir, dignidad» (p. 112).
Y en otro lugar dice lo siguiente: «Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad sino en la naturaleza tienen, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como simples medios, y por eso se llaman «cosas». En cambio, los seres racionales se llaman personas porque su naturaleza los distingue como fines en sí mismos, o sea, como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por tanto, limita todo tipo de capricho en este sentido y es, en definitiva, objeto de respeto» (p. 103).
Ese valor en sí o interno por que el su portador carece de equivalente y no es, por tanto, intercambiable como una mercancía o como una cosa que tiene valor externo o para, sólo puede reconocerse en la persona, que, en consecuencia, es un fin en sí misma y por eso goza de dignidad… y es objeto de respeto.
4. Por otra parte, el filósofo alemán encuentra el fundamento del valor interno de la persona, como fin en sí misma, en el hecho de que sea el único ser capaz de darse leyes a sí mismo, es decir, el único capaz de autonomía. Así lo dice Kant: «La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional... La autonomía de la voluntad es el estado por el cual ésta es una ley para sí misma… En este sentido, el principio de autonomía no es más que elegir de tal manera que las máximas de la elección del querer mismo sean incluidas al mismo tiempo como leyes universales» Y, más adelante, añade lo siguiente: «…el citado principio de autonomía es el único principio de la moral» (p. 114-120).
En resumen, la fundamentación kantiana de la dignidad humana está referida simultánea e inseparablemente a dos capacidades: 1ª) la de darse leyes a sí mismo o, mejor dicho, la capacidad de autodeterminarse a actuar; y 2ª) la capacidad universalizadora del ser humano, es decir, la de actuar sabiendo que las leyes que se da a sí mismo pueden ser admitidas racionalmente por los demás seres racionales en las mismas circunstancias.
5. La propuesta kantiana ha sido y sigue siendo objeto de críticas entre las que destaca principalmente la de quienes preguntan qué sucede con las personas incapaces de autonomía por diversas causas (congénitas, adquiridas, jurídicas). La respuesta tiene que venir dada en las soluciones adoptadas por la jurisprudencia, siempre y cuando se acepte la primera parte de la afirmación kantiana, a saber, que cada persona tiene un valor interno, es un fin en sí misma y nunca se puede instrumentalizar bajo ningún pretexto.
No obstante, la crítica más fuerte consiste en reconocer que el «yo» personal autónomo, propuesto por Kant, no atiende a la totalidad de la persona, comprendida como un todo psicosomático viviente. Es un modelo de yo autocentrado, introspectivo, ensimismado en su propia conciencia, en su racionalidad autónoma. Está cerrado.
3. La persona como «interlocutor válido»
1. A partir de la década de los 70 del siglo XX (cuando daba sus primeros pasos la bioética), comenzaba a elaborarse la filosofía de Apel y Habermas. Venía a ofrecer un fundamento de lo moral que transforma el principio kantiano de la autonomía en principio de la ética discursiva. Dicho con otras palabras, esa transformación nos hace pasar de un concepto de razón desarrollado en términos de reflexión a un concepto de razón desarrollado en términos de comunicación o, lo que es lo mismo, desde una razón centrada en el sujeto autónomo a la racionalidad de un «sujeto comunicativo», desde el paradigma del conocimiento del objeto al del entendimiento entre sujetos, capaces de actuar hablando, o sea, personas capaces de actuar comunicándose.
2. En esa transformación el sujeto no aparece como un observador, sino como un hablante que interactúa con un escuchante, es decir, aparece como interlocutor. Nos encontramos ante la apertura radical a la alteridad, porque nos identificamos como un alter ego de otros alter ego, de modo ahora hay que interpretar al sujeto personal no desde una conciencia moral autónoma, sino desde el reconocimiento recíproco de la autonomía que, además, es comunicativa.
Por lo tanto, cuando decimos «yo» estamos manifestando que no sólo podemos ser identificados en el espacio y en el tiempo por simple observación, sino que existe un mundo subjetivo o dimensión individual que es propio y exclusivo de cada cual y al que sólo cada uno tiene acceso privilegiado y, al mismo tiempo, existe un mundo social o dimensión personal al que todos pertenecemos porque es común y lo compartimos con los que nos rodean.
Esas son las dos dimensiones que constituyen al sujeto humano, a saber, la autonomía personal y la autorrealización individual, dimensiones que superan y transforman el planteamiento kantiano porque lo abren a la alteridad mediante el diálogo y la comunicación. Así es como se puede conjugar la idiosincrasia de los individuos (su idea del bien y de la felicidad) y su capacidad universalizadora (la idea intersubjetiva de lo correcto).
3. Por eso es necesario mantener la distinción entre éticas de mínimos universalizables, fundadas en la noción de autonomía, que defienden valores y principios compartidos intersubjetivamente (los derechos humanos, por ejemplo) y éticas consiliatorias de máximos, referidas a la particular idiosincrasia de los individuos y de los grupos morales (su idea del bien y la felicidad), que han de ser respetadas en la medida en que no violen los mínimos universalizables. Y, viceversa, la ética de mínimos exigirá respetar los ideales de autorrealización particular de individuos y grupos, siempre que éstos no atenten contra los ideales de autorrealización de los demás grupos e individuos. Y de ello son merecedores todos los seres humanos, no sólo por el hecho de ser personas y de reconocerles dignidad, sino porque esa dignidad personal se actúa en la comunicación y el diálogo y, en consecuencia, todos los seres humanos son dignos de ser tratados como interlocutores válidos.
4. Aquí es donde hay que tener bien presente el principio de la ética del discurso, que dice así: «sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en un discurso práctico». Así pues, para que la norma sea válida: 1º) tienen que haber participado en el diálogo todos los afectados por ella, y no sólo los representantes; 2º) el diálogo tiene que haberse realizado en condiciones de simetría; y 3º) la norma se tendrá por correcta sólo cuanto todos (no sólo los más poderosos, los más notables o la mayoría) la acepten porque satisface los interese de todos, o sea, porque es universalizable. Eso significa que el acuerdo sobre la validez moral de una norma no puede ser nunca un pacto de intereses individuales o grupales, fruto de una negociación, sino un acuerdo unánime, fruto de un diálogo sincero, en el que se busca satisfacer intereses universalizables.
5. Por último, para comprobar la corrección de una también es necesario someterla al principio dialógico de universalización: «Una norma será válida cuanto todos los afectados por ella puedan aceptar libremente las consecuencias y efectos secundarios que se seguirían, previsiblemente, de su cumplimiento general para la satisfacción de los intereses de cada uno». Este principio muestra que las normas que sólo satisfacen intereses de individuos o de grupos no son morales, y que el equilibrio que puede conseguirse entre ellas tras un diálogo puede ser una buena solución política, pero nunca una norma moral.
Véase la relación de este planteamiento con la llamada «ética cívica» o civil.
1. El nuevo concepto de persona, en primer lugar, llena de sentido la idea de dignidad del paciente mostrando que, como interlocutor válido, tiene derecho no sólo a que se le haga el bien, sino a ser escuchado en la toma de decisiones que le afectan.
Asimismo, el personal sanitario tiene el deber de respetar esas decisiones, ofreciendo previamente la información necesaria, salvo en los casos en que el grado de autonomía del paciente no sea suficiente como para dejar la solución en sus manos. Precisamente por ello el consentimiento informado se ha convertido en la expresión del principio de autonomía, un consentimiento entendido como un proceso dialógico cuyo punto final es el requisito legal de firmarlo de manera consciente y libre.
Autonomía significa, en este caso, «madurez psicológica y ausencia de presiones externas (sociales) o internas (el dolor mismo), suficiente como para decidir de acuerdo consigo mismo», una decisión, por cierto que es única e irrepetible. Por eso la autonomía, en el ámbito sanitario, es una conjugación de las dos dimensiones del sujeto personal expuestas anteriormente: la autonomía personal y la autorrealización individual. Lo universalizable es el derecho del paciente a tomar decisiones porque tiene acceso privilegiado a su subjetividad, a sus propios ideales de autorrealización. Y tiene derecho a ello porque desde una autonomía dialógica, el paciente «es digno de» o tiene derecho a ser tratado como un interlocutor válido.
Ante tal modo de entender las cosas, el paternalismo médico queda abolido y, en su lugar, entra como principio la relación dialógica entre sujetos autónomos. Relación que nada tiene que ver con implantar un despotismo del paciente (o de sus familiares) o caer en la «medicina a la carta». Médico y paciente son sujetos autónomos y, por ser dialógica su relación, le corresponde al médico el deber de informar y asesorar, y le corresponde al paciente el derecho de decidir sobre su propia concepción del bien en cuanto beneficiario del acto médico.
Las reflexiones de Adela Cortina han estado de algún modo inspirando buena parte de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica.
2. El concepto de persona propuesto por la ética del discurso también puede tener una gran aplicación en los comités de ética para la atención sanitaria, en los comités de ética de investigación clínica o biotecnológica, y en cualquier otro comité o comisión de bioética sea cual sea el rango de su institucionalización. Estos organismos pueden demostrar con su funcionamiento que las decisiones acerca de qué normas satisfacen intereses universalizables no deberían ser tomadas sólo por los expertos, sino por los mismos afectados. Deberían de ser éstos, junto a la información y el asesoramiento de los expertos, quienes decidieran qué tienen o no por universalizable, moralmente hablando.
Es bien cierto que todo esto no puede caer en el despotismo social por el que se llega a confundir, lamentablemente, la moda social con la norma moral. Pero no es menos cierto que la participación ciudadana es la clave para tomar decisiones que les afectan. Los principios de la ética discursiva, expuestos más arriba, pueden contribuir a la creación de una cultura basada en la igualdad comunicativa, en la que ninguna persona puede ser excluida a priori de la argumentación cuando ésta trata de cuestiones que la afectan. Pero, sobre todo, tendrá una influencia transformadora la convicción de que cada persona es un interlocutor válido que debe ser reconocido como tal por cuantos pertenecen a la misma comunidad de hablantes. Los comités y comisiones de bioética tienen en sus manos la oportunidad de demostrar la efectividad de estas reflexiones.
3. Y, finalmente, el concepto de persona, expuesto al hilo de las reflexiones de Adela Cortina, conlleva también implicaciones de relieve en la interpretación y la puesta en práctica del principio de justicia. En el ámbito de la sanidad, donde la distribución de recursos es un problema directamente relacionado con la justicia moral (no sólo con la jurídica, como así debe ser también, por cierto), suele también estar en manos de los expertos o de los políticos de turno. Pero no es menos cierto que, según lo exigido por la ética del discurso, junto a los expertos de oficio o de turno, se debería reconocer que los interlocutores potenciales, que son de hecho todos los ciudadanos que participan en la «cosa pública», han de ser tenidos en cuenta a la hora de decidir. Y eso no sólo porque les afectan directa o indirectamente los temas de salud y enfermedad, sino porque lo pagan desde sus propios bolsillos.
La decisión de «contar con» todos los interlocutores afectados no puede obedecer sólo a las votaciones democráticas, ni reducirse al descontento o a la indignación lógica de unos cuantos, por muchos que sean. Contar con las personas afectadas como interlocutores válidos, en cuestiones de justicia sanitaria, lleva consigo institucionalizar la participación ciudadana a niveles en los que venían siendo excluidos.

Edmund Pellegrino (Newark, Nueva Jersey, 1920-2013) fue un médico y profesor universitario norteamericano, especialista en ética médica y bioética. Estudió primero con los jesuitas en Chelsea (Manhatan). Su formación universitaria tuvo lugar en la Universidad St. Jonhn’s, donde se graduó como Bachiller de Ciencias obteniendo la calificación Summa cum Laude, y finalizó sus estudios de Medicina en la Universidad de Nueva York donde obtuvo el Doctorado. Fue profesor emérito de Medicina y Ética Médica y Profesor Adjunto de Filosofía en la Universidad de Georgetown, alternado esa actividad con los servicios clínicos regulares.
Ha sido en más de cuarenta ocasiones doctor Honoris Causa por centros académicos de prestigio internacional. Ha sido director de numerosas instituciones relacionadas con las ciencias de la salud, ha recibido también numerosos premios y colaborador de renombradas asociaciones científicas. Entre sus responsabilidades hay que resaltar la de director del Kennedy Institute of Ethics (1983-1989) y la de haber sido presidente de la Comisión de Bioética adjunta al Presidente de los Estados Unidos (The Presidential Commission for the Study of Biomedical Issues).
Solamente conozco un par de obras suyas traducidas al español, Las virtudes en la práctica médica, (The virtues in medical practice, Oxford University Press1993, Editorial Triacastela, Madrid, 2009) y Las virtudes cristianas en la práctica médica (The Christian virtues in medical practice), Georgetown University Press, 1999, y Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 2008). Ambos trabajos están publicados en colaboración con otro prestigioso bioeticista norteamericano, David C. Thomasma (fallecido en el año 2002), profesor de Ética Médica y Director del Programa de Humanidades Médicas en la Universidad Loyola de Chicago. Con este mismo autor había publicado con anterioridad dos obras dedicadas a la filosofía de la medicina, la primera en 1981 (A Philosophical Basis of Medical Practice: Toward a Philosophy of the Healing Professions) y la segunda en 1988 (For the Patient’s Good: The Restoration of Beneficence in Health Care). Estas dos últimas constituyen el trasfondo sobre el que elaboran su teoría de las virtudes ética en medicina.
1. Los antecedentes
A lo largo de esta página seguiré muy de cerca el espléndido resumen de J.J. Ferrer y J.C. Álvarez, Para fundamentar la bioética. Teorías y paradigmas teóricos en la bioética contemporánea, Universidad de Comillas, Madrid, 2003, 183-204.
El concepto de «virtud» (areté) procede de la filosofía griega: Sócrates, Platón y Aristóteles. Y, como es sabido, las virtudes ocuparon un lugar destacado en la filosofía moral clásica y cristiana. Tanto la ética aristotélica como la tomista, concretamente, son éticas de la virtud, pero no del deber ni de los mandamientos como sucede en las éticas modernas. Sin embargo, la idea de virtud identificada con la síntesis aristotélico-tomista sufrió un eclipse primero en la época renacentista y, luego, en la época moderna, especialmente por obra de N. Maquiavelo y Th. Hobbes.
Habrá que llegar hasta las últimas décadas de siglo XX para asistir a la recuperación de la ética de las virtudes, que tiene en Alasdair MacIntyre uno de sus autores más destacados e influyentes, como ha sucedido con su obra Tras la virtud (Editorial Crítica, Barcelona, 2001) publicada en 1981 (After Virtue. A Study in Moral Theory, University of Notre Dame Press). El objetivo de MacIntyre se concentró en la recuperación de la tradición aristotélico-tomista . Ahí es donde se inscribe la contribución de Pellegrino y Thomasma, debido a sus propias raíces cristiano-católicas y no sólo a la influencia de la obra de MacIntyre.
2. Las bases de su propuesta
El punto de partida de nuestros dos autores se concentra en reconocer la realidad de una naturaleza humana común, como fundamento que hace posible el diálogo, la argumentación racional y la comunicación entre las diversas tradiciones morales existentes. Esa naturaleza común también impulsa a los seres humanos a la búsqueda y consecución de su propio fin (telos) que es el bien y la vida buena. En la ciudad griega y en la cristiandad medieval se podía desarrollar una ética de las virtudes «robusta», es decir, firmemente asentada en una sola cosmovisión y, por tanto, en una sola concepción del bien o de la vida buena para todos. Eso ya no sucede en la sociedad actual, compuesta por diversas comunidades morales, cada una con su propia e inseparable idea del bien y de la vida buena. Pero eso puede alcanzar en el ámbito profesional, al menos en algunas de las más arraigadas (sacerdotes, jueces, docentes, médicos), porque son de hecho comunidades morales dentro de la sociedad pluralista contemporánea.
Y ahí es precisamente donde engarza la contribución de Pellegrino y Thomasma, convencidos de que la ética de las virtudes se puede alcanzar en el ámbito de las profesiones, porque cada una de ellas es una comunidad moral que se identifica por el acuerdo acerca del bien o de la finalidad que persigue.
La medicina es, indudablemente, y desde sus mismos orígenes hipocráticos, una comunidad moral identificada con el bien o el fin que define la actuación de sus profesionales. En ese sentido, hay tres factores propios de la medicina que impone responsabilidades morales a quienes la practican por el mero hecho de formar parte de una misma comunidad moral. Esos factores son los siguientes:
a) La naturaleza de la enfermedad
El hecho universal de la enfermedad, como fenómeno humano, sitúa a la persona enferma en un contexto de vulnerabilidad y dependencia y, además, la introduce tarde o temprano en el ámbito de los profesionales de la salud, es decir, en una comunidad definida por exigencias morales específicas que giran todas ellas en torno a un solo y único fin: el bien de la persona enferma o, lo que es lo mismo, recuperar la salud y, si esto no fuera posible, encontrar alivio, cuidados y consuelo.
b) El carácter social de los conocimientos médicos
Los conocimientos médicos, adquiridos a través de la formación, la experiencia clínica y la investigación, son un verdadero privilegio que se debe poner al servicio de los enfermos, de la sociedad y del progreso biomédico. No son propiedad privada ni deberían ser utilizados jamás para obtener lucro personal, prestigio o poder. Forman parte del patrimonio de la humanidad.
c) El acto “jurado” de profesar la medicina
En las universidades norteamericanas suele recitarse el Juramento Hipocrático durante la ceremonia de graduación de los nuevos médicos. Pellegrino y Thomasma están convencidos de que es ese juramento o promesa solemne, y no el título académico, lo que simboliza el ingreso formal en la profesión médica y, por ello, en la comunidad moral de los médicos. Se hace promesa pública de poner la competencia profesional al servicio del bien de los enfermos, iniciando así un proceso de encuentros sucesivos con los pacientes donde se establece una alianza de mutua confianza médico-enfermo que impone obligaciones morales específicas al profesional sanitario.
Esos tres factores son constitutivos del acto médico y lo definen como una acción orientada a un fin (telos) claro y preciso, porque obligan moralmente al profesional a poner sus conocimientos y habilidades al servicio de cada persona enferma, o sea, a buscar no sólo su bien terapéutico sino su bien integral. Por eso se puede defender una ética médica cuyo principio básico es la obligación de hacer objetivamente el bien al enfermo, la beneficencia terapéutica, sin necesidad alguna de ejercer el paternalismo. De hecho, la autonomía de la persona enferma hay que respetarla porque forma parte inseparable del bien integral de esa persona. Así pues, Pellegrino y Thomasma proponen un modelo de ética médica que llaman «beneficence in trust» (beneficencia fiducial o en la confianza), un modelo que exige al médico ser una persona virtuosa, digno de la confianza del paciente, y dispuesto poner sus conocimientos científico-técnicos al servicio del bien de cada paciente.
Teniendo en cuenta las reflexiones anteriores, la virtud, en general, es «un rasgo de carácter que dispone habitualmente a la persona que lo posee a la excelencia, tanto en la intención como en la ejecución, en relación con el fin (telos) propio de una actividad humana». Así definía la virtud E. Pellegrino en un artículo que publicó en Kennedy Institute of Ethics Journal, 5 (1995) 268. En medicina, esa actividad es la curación, es sanar, y cuando eso no sea posible, siempre se podrá cuidar o, dicho en otros términos, poner los propios conocimientos y habilidades médicas al servicio del bien integral de cada persona enferma
3. Tabla de las virtudes médicas
.- Fidelidad a la promesa. Viene exigida por la relación de confianza médico-enfermo y tiene que ver con la lealtad que el médico debe, ante todo, a la persona enferma. Traicionar esa confianza, y esa lealtad, es una grave falta de moral profesional.
.- Benevolencia. Querer que todos los actos médicos sirvan al bien del enfermo Adviértase que se trata de una inclinación a querer el bien (bene-volere), no un mandamiento de hacer el bien (bene-facere).
.- Abnegación. Subordinar los intereses individuales (lucro, prestigio, éxito, poder…) estén subordinados al bien del enfermo que es el fin propio de la medicina..
.- Compasión. Capacita para sintonizar con el enfermo y sentir algo de su experiencia de dolor, sufrimiento y debilidad, puesto que significa literalmente «sufrir con» o «sufrir juntos». Es imprescindible para adaptarse a la situación concreta de «tal» enfermo…
.- Humildad intelectual. Saber cuándo se debe decir «no lo sé» y tener el coraje de hacerlo es una virtud que permite reconocer los propios límites y admitir la ignorancia cuando no se sabe. Además sabia es una actitud virtuosa.
.- Justicia. Se pone de relieve es la «justicia conmutativa», exigida por la relación terapéutica de confianza entre médico y enfermo, pues el médico está obligado a dar a cada paciente lo que le es debido (lo suyo, su derecho), así como dar igual trato a los casos iguales, aunque las necesidades específicas de cada paciente podrían obligar a excederse en lo que es debido en sentido estricto. En cuanto a la «justicia distributiva», que se ocupa de lo que es debido a otros, es una obligación que queda en segundo plano, alejada del médico, porque no está vinculado con ellos por una relación terapéutica directa, es decir, porque la asistencia médica se hace a una persona identificable, no a la sociedad en general.
.- Prudencia. Se trata de la recta razón para deliberar y actuar (la «phrónesis» de Aristóteles y la «recta ratio agibilium» de Tomás de Aquino. Es la virtud del discernimiento y la deliberación moral que dispone a elegir de manera razonable y ponderada, en situaciones complejas, entre diversas alternativas de diagnóstico y tratamiento. No garantiza certezas, ni nos hace infalibles, pero dispone a elegir los medios más eficaces para alcanzar el fin de la praxis médica: el bien integral del enfermo.
4. Insuficiencia de las virtudes por sí solas
Nuestros autores admiten sin dudarlo que las virtudes, por sí solas, no bastan para elaborar una teoría ética suficientemente fundada y abarcadora. Es imprescindible incluir, junto a la virtud, otros conceptos como los de principios, normas o reglas, valores, deberes…y establecer con claridad las relaciones entre ellos. Esta autocrítica de Pellegrino y Thomasma es acertada, y lo es porque incurre en un argumento circular que se expresa del siguiente modo: el acto moralmente bueno es aquel que está en conformidad con la virtud, realizado por una persona virtuosa…y ¿Qué es la persona virtuosa?, es aquella que realiza acciones conforme a la virtud. De ese modo nunca se sale del mismo círculo argumentativo. La única manera de romper esa circularidad (dicen con buen criterio J.J. Ferrer y J.C. Álvarez a quienes estamos siguiendo) es aceptar que existen unos principios éticos comúnmente compartidos con los que se debe conformar también la acción humana para comprobar si es auténticamente virtuosa. Esos principios pueden ser los de la bioética convencional o estándar (no maleficencia, justicia, autonomía y beneficencia).
Así todo, es necesario admitir que la ética de los principios, aislada o desconectada de las virtudes, se reduciría a un puro formalismo abstracto, al criticado «principialismo», que serviría para determinar la corrección de los actos, pero que prescindiría de la formación del carácter de las personas, o sea, de la virtud ética. Es de suyo evidente que ésta debe orientarse no sólo a la búsqueda de criterios que juzguen la rectitud de las acciones, sino también a promover la bondad de las personas. Podríamos decir, en resumen, que las virtudes éticas son los principios personalizados, convertidos en realidades vivientes. Por eso, utilizando palabras de Pellegrino y Thomasma, es imprescindible unir la ética de los principios con la ética de las virtudes.
Se podrían añadir otras valoraciones críticas sobre ciertos aspectos o temas de la propuesta de Pellegrino y Thomasma, pero creo que no es éste el lugar. A quien le interese leerlo puede acudir a las páginas 201-204 del libro de Ferrer y Álvarez, que he citado al inicio de esta página.
5. ¿Merece la pena la propuesta de Pellegrino y Thomasma?
Me parece que la pregunta recién planteada es lógica y actual. Es difícil negar que entre los profesionales de la medicina se está imponiendo la tendencia a ser cada vez menos profesionales libres y cada vez más empresarios, gestores o simples asalariados. Del mismo modo, hay una tendencia generalizada a convertir el enfermo en cliente o consumidor de salud como un producto más de una sociedad mercantilizada (medicalizada económicamente, en este caso). En ese contexto ¿Puede sobrevivir el ideal médico de Pellegrino y Thomasma?.
Ambos son bien conscientes de esta dificultad, pero su respuesta es bien clara: sólo la preservación del ideal de la medicina como profesión dedicada al bien de cada persona enferma puede salvaguardar con fuerza los intereses de la sociedad, o sea, los intereses de cada uno de nosotros, porque nadie podrá evitar la enfermedad y la situación de vulnerabilidad que nos lleva a pedir ayuda a quienes tienen en sus manos la responsabilidad profesional (y moral) de concedérnosla. Si eso es así, y lo será irremediablemente en alguna fase de nuestra vida, entonces, el acto clínico conllevará siempre la virtuosidad moral de los profesionales sanitarios. Habrá que admitir por parte de todos que el ideal de la medicina como una profesión que encuentra su razón de ser en el servicio virtuoso a los enfermos es una propuesta por la que merece la pena seguir apostando. Sin lugar a dudas.
Sugiero la lectura del valioso trabajo de F. Torralba, Filosofía de la Medicina. En torno a la obra de E.D. Pellegrino, Instituto Borja de Bioética y Fundación Mapfre Medicina, Madrid, 2001. También se puede ver lo que hemos desarrollado en este mismo blog: «El legado de E. Pellegrino (I)» y «El legado de E. Pellegrino (y II)«
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La obra de Hans Jonas es, hoy por hoy, uno de los referentes con mayor influencia en el ámbito de lo que habitualmente se llaman las éticas aplicadas con repercusión en los campos de la bioética, la tecnoética y la ética ecológica. Aunque tiene algunas páginas dedicadas a la ética médica, vista siempre desde su estrecha relación con la técnica, no ha dedicado páginas específicas a la bioética. Sin embargo, su obra sobre el «principio de responsabilidad» ha penetrado con fuerza en todos los campos de la bioética actual. Max Weber ya había puesto de relieve, en su obra El político y el científico (Alianza Editorial, Madrid, 1967), la diferencia entre «ética de la convicción» y «ética de la responsabilidad», pero será Hans Jonas quien le otorgue un enfoque diferente al situarlo como motor de la ética para una civilización tecnológica y, sobre todo, para las futuras generaciones y la biosfera en su conjunto.
Hans Jonas (1903 -1993) fue un filósofo alemán de origen judío. Estudió filosofía y teología en Friburgo, donde fue discípulo de Edmund Husserl y de Martin Heidegger. También estudió en Berlín y Heidelberg, y finalmente obtuvo el doctorado en Marburg, donde fue discípulo de Rudolf Bultmann. Ahí conoció a Hannah Arendt que también estaba haciendo el doctorado, comenzando una amistad que duraría el resto de sus vidas. El pensamiento filosófico de Jonas también estuvo muy influenciado por la obra del filósofo Alfred North Whitehead.
Cuando en 1933 Heidegger se unió al Partido Nazi, Hans Jonas quedó profundamente afectado, por su origen judío y mentalidad sionista, y le hizo dudar del valor de la filosofía que había estudiado. Marchó a Inglaterra ese mismo año y, desde ahí, viajó a Palestina en 1934, donde conoció a Lore Weiner que luego sería su esposa. En 1940 regresó a Europa para unirse al Ejército Británico, durante la II Guerra Mundial, alistándose en una brigada especial de judíos alemanes contra el nazismo. Inmediatamente tras la guerra volvió a su ciudad natal, Mönchengladbach, para buscar a su madre, pero descubrió que había sido enviada a Auschwitz. Esto le convenció para abandonar definitivamente Alemania.
Volvió a Palestina y tomó parte en la Guerra árabe-israelí de 1948. Sin embargo, sintió que su destino no era ser un sionista, sino enseñar filosofía, encargándose brevemente de algunas clases en la Universidad Hebrea de Jerusalén antes de trasladarse a Norteamérica. En 1950 marchó a Canadá, enseñando en la Universidad de Carleton y desde ahí se trasladó a Nueva York en 1955 donde vivió el resto de sus días. Trabajó para la Nueva Escuela de Investigaciones Sociales entre 1955 y 1976. Murió a los 89 años de edad.
Es principalmente conocido por su influyente obra El principio de la responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica (publicado en alemán en 1979, su primera traducción española es del Círculo de Lectores, Barcelona 1994). Otras obras suyas también conocidas son Técnica, medicina y ética: sobre la práctica del principio de responsabilidad, (Ediciones Paidós, Madrid, 1997) y El principio de vida: hacia una biología filosófica (Ediciones Trotta, Madrid, 2000).
2. Origen y bases de su pensamiento
Es muy probable que en el origen de sus reflexiones sobre la responsabilidad estén presentes dos experiencias personales y simultáneas: la de saber que su madre murió en Auschwitz y la de su absoluta condena del nazismo. Por eso quizá haya mantenido siempre una sospecha permanente sobre la bondad del desarrollo científico-técnico y una duda inalterable acerca de sus posibles efectos negativos en la naturaleza, en la biosfera y en las futuras generaciones. El punto de partida es la existencia del mal objetivo, cumplido, demostrado en lugares tan siniestros como Auschwitz, y en otros similares, tanto en aquel tiempo como en los desastres ocurridos en otros lugares del planeta y ante nuestras propias narices.
La ética de Jonas arranca de un hecho: el hombre es el único ser conocido que tiene responsabilidad, y tiene responsabilidad porque tiene poder en el primer sentido literal del término, es decir, la facultad o potencia de hacer algo. Como él mismo dice: «la responsabilidad es un correlato del poder, de tal modo que la clase y la magnitud del poder determinan la clase y la magnitud de la responsabilidad». Sólo los humanos pueden (tienen el poder de) escoger consciente y deliberadamente entre alternativas de acción y esa elección tiene consecuencias, precisamente porque, en su sentido más originario, «poder significa liberar efectos en el mundo«. Lo primario, entonces, ya no es lo que el hombre debe ser y hacer, y luego puede o no puede hacerlo. No. Lo primario es lo que él hace de hecho, porque tiene la capacidad de causar o generar acciones y sus consecuencias, porque puede hacerlo, y el deber se sigue del hacer. Ya no hay que afirmar como Kant: puedes, puesto que debes. Nosotros tenemos que decir hoy al revés: «debes, puesto que haces, puesto que puedes, es decir, tu enorme poder está ya en acción».
3. La responsabilidad constitutiva
El carácter inédito del poder que el hombre ha adquirido por medio de la ciencia y la técnica ha ocasionado un gran vacío ético que no puede llenar la ética tradicional, porque, debido a su antropocentrismo y su orientación hacia las relaciones entre los seres humanos (relaciones cerradas al resto de la biosfera y los seres vivos), implica unos planteamientos que no responden a la gravedad y a la amplitud de los retos que plantean las nuevas tecnologías. Todo esto lleva a formular una noción de responsabilidad que, si bien es un concepto presente e hilvanado desde los clásicos hasta nuestros días, es necesario darle un sentido nuevo: el de ser una responsabilidad fundante porque constituye al ser humano en sujeto agente de sus actos y de sus consecuencias, no sólo en el ámbito de su mundo particular, sino en el de la sociedad, la biosfera y las generaciones futuras.
En consecuencia, Hans Jonas aborda un concepto de responsabilidad que concierne a toda la humanidad y a su habitat. Es una responsabilidad recíproca entre los seres humanos presentes en el planeta y, al mismo tiempo, es una responsabilidad no ya recíproca sino «por» los seres humanos del futuro que todavía no están. Estas futuras generaciones no tienen deberes respecto a nosotros, pero sí tendrán el derecho de hacernos responsables de la naturaleza y la calidad de vida que les leguemos. De ahí la responsabilidad de nuestro quehacer tecnológico en general. Hans Jonas presta una atención especial a la precariedad y a la fragilidad (a la vulnerabilidad) de los equilibrios naturales y biológicos que aseguran la existencia de la vida. Por todo ello, y por primera vez en la historia de la humanidad, la naturaleza como tal es objeto de una responsabilidad ética, cuyo fundamento se encuentra en el respeto por la humanidad y dignidad del ser humano, que está ligada y es dependientes e indisociable de sus relaciones con la biosfera y el cosmos. Todo eso implica la necesidad de desarrollar una responsabilidad ética que sea constitutiva del sujeto.
Ello significa que si bien es cierto que la vivencia y la experiencia de la ética nace en la relación con el otro, esta relación no es algo que se produce accidentalmente y a partir de sujetos ya constituidos, sino que es originaria, única e intransferible en cada ser humano, en el sentido de que cada ser humano se constituye responsable antes de que él lo pueda elegir libremente, es decir, antes de cualquier iniciativa personal. De hecho, nadie, absolutamente nadie es indiferente ante el rostro del otro. Por lo tanto, la responsabilidad no es un efecto o consecuencia de la libertad sino que la precede y la fundamenta. La propuesta de Han Jonas guarda una estrecha relación con el pensamiento de Emmanuel Lévinas y su formulación de una ética de la responsabilidad basada en esa relación originaria, creacional y fundante que tiene lugar cuando el «yo» se encuentra con el «Rostro del otro», que está ahí llamando, pidiendo, necesitando… Ese «otro» que no es cliente, ni extraño, ni competidor, ni siquiera vecino…es siempre, por lo menos, «interlocutor».
Desde ese planteamiento básico, el prototipo de responsabilidad para Hans Jonas es la responsabilidad por el hombre. Se trata de un asunto de pura reciprocidad, dado que yo, que tengo responsabilidad por alguien, al vivir entre seres humanos estoy siempre en manos de la responsabilidad de alguien. Este prototipo de responsabilidad conlleva:
.- Un primer mandamiento o imperativo ético: que vivan los seres humanos y, junto a ese imperativo va otro que dice: que los seres humanos vivan bien. Estos primeros imperativos o mandamientos están contenidos implícitamente en todos los demás mandamientos o normas éticas como sanción suya y premisa común a todos.
.- A su vez, estos primeros imperativos incluyen un axioma ético: «nunca es lícito apostar, en las apuestas de la acción, la existencia o la esencia del hombre en su totalidad». Este principio ético prohíbe arriesgar la nada, esto es, permitir la posibilidad de la nada en las acciones en las que está implicada la humanidad y, sobre todo, obliga en razón del siguiente deber primario: «optar por el ser frente a la nada».
La responsabilidad emana o proviene de la libertad o, según sus propias palabras: «la responsabilidad es la carga de la libertad». Se trata, pues, de una exigencia moral, que hoy se ha vuelto más acuciante y urgente, porque en la sociedad actual la responsabilidad ha de estar a la altura de la omnipotencia científico-técnica que tiene el hombre sobre el presente y, en particular, sobre su futuro. Así pues, los imperativos éticos «jonasianos» hunden sus raíces en las nuevas condiciones de vida provocadas por la amenaza biotecnológica y tecnocientífica.
Para Jonas, la responsabilidad moral arranca de una triple constatación: 1ª) la vulnerabilidad de la naturaleza en la era de la técnica, 2ª) la convicción de que la responsabilidad es una función del poder, como poder de acción, de tal modo que quien no tiene esa clase de poder tampoco tiene responsabilidad, porque se es responsable sólo de lo que se puede hacer, y 3ª) una clara inversión del «a priori» kantiano de respeto a todas las formas de la vida, pero invirtiendo su formulación del siguiente modo: debes, puesto que haces, puesto que puedes responsabilizarte de la acciones y de sus consecuencias a favor de todo lo vivo, incluido el primero de los imperativos éticos: que el hombre viva… y que viva bien.
Por eso el principio de responsabilidad es el fundamento y, a la vez, el motor de la ética actual cuyo primer deber es tener en cuenta las condiciones globales de la vida humana y de la misma supervivencia del resto de las especies vivas. Las generaciones actuales tienen la obligación moral de hacer posible la continuidad de la vida y la supervivencia de las generaciones futuras. Ese deber se concentra en un nuevo imperativo categórico adecuado al nuevo tipo de acciones humanas en la era tecnológica.
Pero el imperativo ético que propone Jonas arranca del miedo, de la «heurística del temor». Es el miedo a las consecuencias irreversibles del progreso (contaminación masiva, manipulación genética, desigualdad en al distribución de alimentos y de recursos sanitarios, destrucción del habitat, etc.), lo que nos obliga a actuar imperativamente. El motor que nos impulsa a obrar es la amenaza que pende sobre la vida futura. Dicho imperativo ético como respuesta a la nueva civilización tecnológica adopta estas formulaciones:
.- «Obra de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica sobre la tierra».
.- Puede expresarse también negativamente: «Obra de tal manera que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esta vida».
.- O, más sencillamente, todavía: «No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la tierra».
.- También se puede formular positivamente así: «Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre».
Ante la posibilidad real de una destrucción universal de la vida, el deber o axioma básico de la responsabilidad comprende tres obligaciones: 1º) la existencia de un mundo habitable, pues no cualquier mundo puede ser un espacio de «habitación» humana auténtica; 2º) la existencia de la humanidad, porque un mundo sin seres humanos para Jonas equivale a la nada: sin humanidad desaparece el ser; y 3º) la existencia del «ser tal» de la humanidad: la humanidad auténtica no es cualquiera, sino una humanidad creadora. El ser del hombre crea valor y una humanidad no creadora no sería estrictamente humana.
A diferencia del imperativo categórico kantiano que se dirigía al comportamiento privado del individuo, el nuevo imperativo de la responsabilidad se dirige al comportamiento público y social, al poder político nacional e internacional. Y actualmente añadiríamos que se dirige también al poder del mercado, un poder que hace y deshace el mundo a su antojo, antojo que es interés, lucro, ganancia y éxito basado en el puro y simple consumo (el homo consumpter). Así pues, no se trata de buscar la concordancia del hombre consigo mismo, la coherencia personal del humano que quiere estar a la altura de su deber, como decía Kant, sino que se pone el acento en la dimensión de futuro que, al revés de lo que acontece con la utopía, no se ve como promesa sino como amenaza. Si la ética de Jonas se pretende con valor universal, no es porque todo el mundo hace lo mismo (cosa que no ocurre) sino porque, obrando así, defendemos la vida de todos incluida la de las futuras generaciones.
En resumen, el imperativo de la responsabilidad puede esquematizarse en tres puntos: 1º) una constatación: el planeta está en peligro y la causa de este peligro es el poder del hombre, poseedor de una técnica que ha llegado a ser anónima, autónoma y anómala; 2º) un axioma o imperativo: debemos actuar a partir del deber que es para todos los humanos la supervivencia de la humanidad; y 3º) una teoría y una práctica ética: basada en la heurística del temor.
Hay un apartado en el segundo epígrafe del capítulo IV en el que Hans Jonas se refiere, en mi opinión, a quienes tienen por delante, en el futuro próximo, temporalmente hablando, obligaciones que deben asumir por razón de su cargo, competencia o función. Son responsabilidades que aún no están realizadas o puestas en práctica y, además, son externas al sujeto agente pero están dentro de su área de competencia, cargo o función: «la responsabilidad por lo que se ha de hacer: el deber del poder». No hay alusión alguna a los profesionales sanitarios, pero se podrían incluir aquí junto a otros profesionales (jueces, sacerdotes, gobernantes). El paradigma de esta responsabilidad primordial es la figura de los padres, pues son ellos quienes encarnan y experimentan en sí mismos «la responsabilidad del hombre por el hombre«, que tiene como objeto general a todo lo vivo y, como objeto particular, la responsabilidad por otros iguales a ellos. Significa encargarse de o cuidar de alguien.
Se trata de un concepto de responsabilidad que no tiene nada que ver con el dar cuenta de lo que se ha hecho en el pasado o hacerse cargo de las consecuencias objetivadas de los actos realizados. Tiene que ver con la determinación de lo que se debe hacer, pero aún no está hecho. Según este nuevo concepto, dice Jonas, «yo me siento responsable primariamente no por mi comportamiento y sus consecuencias, sino por la «cosa» que exige mi acción». En esta nueva situación, «aquello «por lo» que soy responsable (la «cosa») está fuera de mí, pero se halla en el campo de mi poder de acción…». Esa «cosa» se remite a mí, me concierne a mí, me afecta a mí y depende de mí, porque está dentro del campo de acción de mi poder-hacer.
Hasta tal punto es así que lo que me concierne, me afecta y es dependiente de mí, termina mandándome, es decir, quien tiene el poder de hacer se siente obligado «por» la «cosa» que le concierne o le afecta. Es evidente que ese tipo de responsabilidad incumbe a los profesionales sanitarios por razones de su cargo o competencia, es decir, porque tienen conocimientos y habilidades específicos, propios de su cargo y, por tanto, tienen también el poder de hacer o capacidad de causar actos que provienen exclusivamente de su competencia o, lo que es lo mismo, de su responsabilidad profesional.
Considero, entonces, que no es ningún atrevimiento torticero identificar esa repetida «cosa»: 1º) con cualquier persona que acude solicitando ayuda, como paciente, al profesional sanitario que se dispone a recibirla y a escucharla; y 2º) con el tema, asunto o problema que esa persona trae entre manos ante el profesional sanitario, es decir, con su dolencia, padecimiento o enfermedad.
Pues bien, el poder-hacer del profesional sanitario se vuelve objetivamente responsable de lo que le ha sido encomendado (la «cosa»=la persona enferma) y, además, toma partido y se compromete con las acciones causadas por su poder científico-técnico, es decir, con el diagnóstico, el pronóstico, el tratamiento y el seguimiento. Y, todavía más, el sentimiento de responsabilidad del profesional sanitario tiene su origen no en la responsabilidad general que incumbe a todo ser humano-capaz, sino en «la bondad propia y conocida de la cosa», en la dignidad y el respeto que merece su paciente (diríamos nosotros), bondad, dignidad y respeto que afecta a la sensibilidad del profesional, le impide actuar por egoísmo y le impulsa a sanar.
Todo ello conduce a las siguientes conclusiones: 1ª) El objeto o «cosa» de la responsabilidad profesional (el paciente) debe-ser, o sea, existir, vivir, sanar, y 2ª) el sujeto agente, que tiene el poder-hacer (el profesional sanitario) está llamado u obligado a cuidar del objeto (auscultarlo, diagnosticarlo, tratarlo, seguirlo…sanarlo, si fuera posible…). Y, como añade Jonas, «si a ello se agrega el amor… a la responsabilidad le da entonces alas la entrega de la persona, que aprende a temblar por la suerte de lo que es digno de ser y es amado», es decir, la persona enferma con su situación y su destino.
A esa especie de responsabilidad y de sentimiento de responsabilidad es a la que nos referimos cuando hablamos de ética, una ética prospectiva, orientada al futuro, motor de los sistemas morales sean cuales sean los planteamientos ideológicos que los sostienen. Es precisamente en ese sentido en el que el principio de responsabilidad ocupa el centro en torno al que gira la interpretación del resto de principios de la bioética, por una parte, y, por otra parte, se sitúa en la base del diálogo y la deliberación en cuanto cualidades imprescindibles para tomar decisiones correctas y buenas en el ámbito sanitario. En fin, el principio de responsabilidad es el principio cardinal que mueve toda la bioética.
Quizá la mejor definición es la que da el mismo Hans Jonas, casi al final de su libro: «Responsabilidad es el cuidado, reconocido como deber, por otro ser, cuidado que, dada la amenaza de su vulnerabilidad, se convierte en “preocupación”».
6. Algunas cosas para el final
.- Es emotivista, porque su opción por el deber ecológico y biotecnológico arranca del sentimiento de superioridad de la vida.
.- Es prudencial, y en cierto modo aristotélica, porque defiende un criterio de moderación para la vida humana: no todo cuanto se puede hacer se debe hacer.
.- Es deontológica y postkantiana, porque asume la supervivencia de la vida (y no de «cualquier» tipo de vida, sino de la vida humana creadora) como exigencia imperativa y universal.
Por eso mismo, aunque la obra de Han Jonas está hoy en el centro del debate desde varios frentes, no pudo ser nunca comprendido por los marxistas, los utilitaristas y los existencialistas, puesto que éstos son producto de la sociedad industrial y él, en cambio, se siente fuera de esa tradición.
En la web Filosofía y Pensamiento se afirma que en la obra de Jonas se hallan cuatro elementos muy poco «modernos», pero que deberían ser pensados con imparcialidad y detenimiento porque influyen decisivamente en el modo de entender y practicar la bioética. Así, por ejemplo:
- Da muy poca -o ninguna- importancia a la autonomía moral del individuo, que para él es un espejismo. El hombre es inseparable del colectivo y su autonomía siempre es parcial.
- Recupera un elemento que en la modernidad parecía olvidado: el mal. Recordar su existencia tal vez sea de mal gusto pero, vista la historia reciente, es una obviedad.
- Centra su ética en la abstención, cuando la tradición occidental piensa, en cambio, en la acción.
- No acepta la idea de la reciprocidad entre deberes y derechos. Los humanos tienen deberes, especialmente con la supervivencia de la vida y con los no nacidos, más allá de la generación presente.
Jonas (contra Nietzsche y contra Bloch) nos obliga a pensar los límites de la voluntad de poder y la ingenuidad de una utopía que, tal vez, como el aprendiz de brujo, sepa como comienza el conjuro pero finalmente no sabe culminarlo y nos conduce a la catástrofe. O, por decirlo con Jonas, al «perverso fin».
No tengo constancia de que K. Popper se haya dirigido explícitamente a los profesionales sanitarios o que haya escrito de manera expresa sobre la ética médica o la bioética, pero, como podremos comprobar, sus reflexiones son muy sugerentes para quienes andamos por estos terrenos.
Karl Raimund Popper (Viena 1902- Londres 1994) fue un filósofo, sociólogo y teórico de la ciencia nacido en Austria y posteriormente ciudadano británico.
Comenzó sus estudios universitarios en la década de 1920. En 1928 presentó una tesis doctoral, fuertemente matemática, dirigida por el psicólogo y lingüista Karl Bühler, que le permitió adquirir en 1929 la capacitación para dar lecciones universitarias de matemáticas y física. En estos años tomó contacto con el llamado «Círculo de Viena». En 1937, tras la toma del poder por los partidarios de Hitler, ante la amenazante situación política, se exilió en Nueva Zelanda tras intentar en vano emigrar a Estados Unidos y a Gran Bretaña. Tras la II Guerra Mundial, en1946, ingresó como profesor de filosofía en la London School of Economics and Political Science. El sociólogo y economista liberal Friedricht August von Hayek fue uno de sus principales valedores de para la concesión de esa plaza.
En 1969 se retiró de la vida académica activa, pasando a la categoría de profesor emérito, per continuó publicando hasta su muerte.
La obra de Karl Popper tuvo numerosos reconocimientos, nacionales e internacionales, como el de ser nombrado caballero del Reino Unido en 1993 o el premio Lippincott de la Asociación Norteamericana de Ciencias Políticas. Fue miembro de la Royal Society de Londres y de la Academia Internacional de la Ciencia. Algunos conocidos discípulos suyos fueron Hans Albert, Imre Lakatos y Paul Feyeraben.
Escribió más de una treintena de libros e impartió multitud de actos académicos. Algunas de sus obras más conocidas quizá sean La lógica de la investigación científica (1ª edición alemana de 1934: traducción española Tecnos 1973) y La sociedad abierta y sus enemigos (escrita durante la II Guerra Mundial: traducción española Paidós Ibérica 2006).
El 26 de mayo de 1981 K. Popper pronunció una conferencia, en la Universidad de Tubinga (Alemania), sobre «Tolerancia y Responsabilidad intelectual», que ha reproducido parcialmente Jordi Craven-Bartle en un artículo suyo publicado en la revista Bioètica & Debat, 34 (2003) 1-5, bajo el título «Contribución de Popper a la ética médica: cómo aprender de los errores». Esta es la fuente de donde he recogido el título de esta página junto a una serie de cuestiones para hacer pensar a los científicos en general, a los profesionales sanitarios y a los componentes de cualquier comisión de bioética.
Es bien sabido, y seguramente aceptado por la mayoría, que en el amplio campo del pensamiento, la argumentación y la toma de decisiones, nadie puede eludir ni escapar de la ignorancia y del error, salvo que nos comprendamos a nosotros mismos desde el más puro autoritarismo intelectual o el más claro egocentrismo reflexivo.
Y, a mayor abundancia, si nos centramos en el ámbito de la medicina y las comisiones de bioética, seguramente también estaremos de acuerdo en que todo lo relacionado con las decisiones ante casos conflictivos tiene que transcurrir por el camino de la responsabilidad, la deliberación y el diálogo. Precisamente a ese respecto, K. Popper propone un camino no sólo para reducir la ignorancia y el error, sino para aprovecharnos de manera proactiva, positiva y enriquecedora de nuestras ignorancias y errores, poniéndolos al servicio de la deliberación y el diálogo y, en consecuencia, con el objetivo de actuar responsablemente. Los principios que propone como base de cualquier discusión para deliberar y decidir son los siguientes:
1. Principio de falibilidad. Quizás yo no tengo razón y quizás tú sí la tienes. Pero, quizás también, estemos equivocados los dos.
2. Principio de discusión racional. Queremos ponderar de la manera más imparcial posible nuestras razones a favor y en contra de una determinada y criticable teoría.
3. Principio de aproximación a la verdad. Cuando discutimos de manera imparcial casi siempre nos aproximamos más a la verdad y llegamos a una mayor comprensión, incluso cuando no llegamos a un acuerdo.
Esos principios tienen una dimensión ética evidente, porque conllevan un modo de actuar que obliga a la duda, al diálogo, a la tolerancia y, en definitiva, a la deliberación compartida. Lo que sigue a continuación es necesario leerlo y pensarlo no sólo como científicos, sino como profesionales de la sanidad o como miembros de un comité de bioética (o como personas anónimas que pretenden vivir sensatamente su vida familiar, laboral, social…). K. Popper dice lo siguiente:
«Si yo puedo aprender de ti y quiero aprender en beneficio de la búsqueda de la verdad, entonces no sólo te he de tolerar, sino también te he de reconocer como mi igual en potencia; la potencial unidad e igualdad de derechos de todas las personas son un requisito de nuestra disposición a discutir racionalmente… El viejo imperativo para los intelectuales es ¡Sé una autoridad! ¡Eres el que sabe más en tu campo! Cuando seas reconocido como una autoridad, tu autoridad será aceptada por tus colegas y tú aceptarás la de ellos. La vieja ética prohibía cometer errores. No hace falta demostrar que esta antigua ética es intolerante. Y también intelectualmente desleal pues lleva al encubrimiento del error a favor de la autoridad, especialmente en Medicina«.
Y, a continuación, hace la propuesta de una nueva ética profesional fundamentada en los siguientes 12 principios:
1º. No hay ninguna autoridad a la hora de argumentar como seres humanos con otros seres humanos. Nuestro saber objetivo llega siempre más lejos del que una sola persona puede conocer, esto también es válido dentro de las especialidades.
2º. Es imposible evitar todo error. Todos los científicos (y personal sanitario y de los comités) cometen errores. La idea de que se pueden evitar los errores ha de ser revisada, porque es errónea.
3º. Debemos hacer todo lo posible para evitar lo errores y, precisamente por eso, hemos de recordar lo que cuesta evitarlos y que nadie lo consigue completamente.
4º. Nuestras teorías mejor corroboradas pueden tener errores y es trabajo de los científicos (y del personal sanitario y de los comités) buscarlos y exponerlos.
5º. Hemos de modificar nuestra postura ante los errores, reformando nuestra ética práctica, para reconocerlos. La antigua ética profesional tendía a esconderlos y a olvidarlos.
6º. Hemos a aprender de nuestros errores para tratar de evitarlos en lo posible. Esconder los errores es, por tanto, el mayor pecado intelectual.
7º. Hemos de buscar nuestros errores, para analizarlos hasta conocer su causa y grabarlos en la memoria.
8º. Tenemos el deber de ser autocríticos y sinceros con nuestros propios errores.
9º. Tenemos el deber de aprender de los errores y, por esos mismo, hemos de aprender a aceptar con agradecimiento que los demás nos hagan conscientes de ellos. Y cuando nosotros hacemos a los demás conscientes de sus errores deberemos recordar que nosotros también nos hemos equivocado antes. No quiero decir que todos los errores sean perdonables, pero sí que es humanamente inevitable cometer algún error.
10º. Necesitamos a los demás para descubrir y corregir nuestros propios errores, especialmente de personas que tienen otras ideas o vienen de otros ámbitos. También esto nos facilita la tolerancia y el diálogo multidisciplinar.
11º. Hemos de aprender que la autocrítica es mejor que la crítica, pero la crítica de los demás es una necesidad.
12º. La crítica racional ha de ser siempre específica, fundamentada, argumentada, para acercarse a una verdad objetivada”
Y añadía seguidamente Popper: «Les pido que consideren mis formulaciones como propuestas para demostrar que también en el campo de la ética las propuestas discutibles pueden ser mejorables«.
Quiero recordar aquí, resumidamente, algunas cosas expuestas en otro lugar: la identidad y la realización del ser humano no se encuentra en el repliegue solipsista del «yo» sobre «sí mismo», sino en el reconocimiento y la aceptación del «rostro» del «otro», es decir, en la relación de alteridad. Ese es el espacio fundacional de la ética, porque obliga a responder a la llamada de ese «rostro» ante quien es imposible pasar indiferente y sobre el que no se debe ejercer ninguna clase de poder: «Soy «con los otros» significa «soy por los otros»: responsable del otro». Hay que adoptar entonces «la dirección hacia el otro que no es solamente colaborador y vecino o cliente, sino interlocutor». En el reconocimiento del otro y en la obligación de responderle se manifiesta el grado de humanidad de cada uno y, en definitiva, el sentido de su proyecto ético, porque decir «Yo significa heme aquí, respondiendo de todo y de todos…constricción a dar a manos llenas».
El planteamiento de E. Lévinas, entre otros grandes pensadores, es el que está latiendo en el fondo de los principios de K. Popper si en realidad queremos hacerlos operativos. Cada uno de nosotros se juega el tipo, al menos éticamente hablando, en el modo y manera en que viva sus relaciones de alteridad. La mejor y más objetiva fotografía de nuestra estatura ética, de nuestra «catadura moral», pone de manifiesto el tipo de tratamiento objetivo que damos a las personas que se relacionan con nosotros, es decir, el modo con que nos relacionamos con los «otros»…siempre diferentes a mí mismo, pero imprescindibles e insustituibles para ser yo mismo. Si en mis relaciones de alteridad predomina el poder o dominio sobre el «otro» será imposible aceptar y reconocer mis propios errores. Triunfará siempre el autoritarismo y el dogmatismo gratuito. Al contrario, si mis relaciones de alteridad están presididas habitualmente por el encuentro y la acogida del «otro», por muy diferente que sea, estaré en condiciones de hacer una autocrítica de mí mismo, de aceptar la crítica de los demás, de argumentar razonadamente con los otros la búsqueda de la verdad y de tomar la decisión más correcta.
La propuesta de Popper invita a asumir la responsabilidad de facilitar el diálogo, la deliberación, la tolerancia y la honestidad intelectual, a los científicos en general y a los profesionales sanitarios en particular. Lo mismo cabe decir respecto a los juristas y legisladores tanto del ámbito nacional como internacional. No quiere decirse con esto que el resto de la sociedad pueda liberarse de la responsabilidad antes aludida. De hecho hay numerosos grupos organizados que mueven la conciencia social y actúan de manera crítica y constructiva ante los grandes retos sanitarios tanto en el plano «micro» u occidental como en el plano «macro» planetario y de los países más pobres.
La sociedad en general, además, decide con sus votos (donde esto sea una realidad) lo que quiere y como quiere que sea su futuro. Sin embargo, corresponde a la comunidad científica, a los colegios profesionales, a las sociedades científicas y, ¡cómo no!, a los organismos internacionales y a las grandes empresas multinacionales que asuman una ética que reduzca la ignorancia y el error mediante el diálogo y el trabajo en equipo.
La llamada de Popper no se puede confundir con la negligencia, ni con el simple permisivismo o con que todo sea admisible de manera acrítica. Nos obliga a reconocer la propia falibilidad y la presencia de compañeros (de los «otros»), aunque no sean de nuestro talante o ideología o creencia, para que nos ayudemos mutuamente a descubrir y corregir nuestros errores. Deberíamos aprender a tolerarlos a ellos y ellos a nosotros. En la medida en que avancemos por ese camino se acabará poco a poco el autoritarismo, porque va apareciendo la dirección de ir hacia el otro como interlocutor, no como extraño ni competidor, (hubiera dicho E. Lévinas), y porque así va creciendo el diálogo del que salen convicciones razonables y fundamentos sólidos y compartidos.
Hay un viejo dicho popular que asegura que «aprendemos mucho más de los propios errores que de los aciertos». Una gran verdad. Eso mismo es lo que en el fondo nos dice K. Popper para nuestras bioéticas. Yo añadiría que aprender de los errores es el camino de los sabios.
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Lo primero que se requiere es hacer una presentación «aproximada» de la bioética, siendo consciente, además, de que se trata de eso, de «una» aproximación, o sea, que puede y de hecho hay muchas otras mejores que la que sigue a continuación.
1. ORIGEN DEL TÉRMINO
Hoy ya es un tópico decir que la «bioética» surgió a principios de la década de de 1970 en el ámbito anglosajón y, concretamente en Estados Unidos. Por muchas modificaciones que haya experimentado o vaya a recibir, es un hecho contundente que la bioética es un producto norteamericano. Se puede decir también que tuvo un «nacimiento bilocado» en el sentido de que más o menos por la misma fecha, durante el primer semestre de 1971, apareció en la Universidad de Wisconsin (Madison) y en la Universidad Georgetown (Washington).
El padre del término en Wisconsin fue el oncólogo Van Rensselaer Potter, que publicó el primer libro con la palabra «bioética» en su título: Bioethics: Bridge to the Future (enero de 1971). En cambio, le correspondió al obstetra André Hellegers ser el fundador del primer centro universitario dedicado a la bioética y el primero en tener esa palabra: The Joseph and Rose Kennedy Institute for the Study of Human Reproduction and Bioethics (julio de 1971), conocido como The Kennedy Institute of Ethics.
Sin embargo, es preciso añadir que Daniel Callahan y Willard Gaylin habían fundado, entre 1969 y 1970, el Institute of Society, Ethics, and the Health Sciences, más conocido por el nombre de Hastings Center, que goza de un enorme prestigio internacional.
El legado de Potter consiste en haber concebido la bioética como una nueva disciplina que combinaría los conocimientos biológicos con el conocimiento de los valores humanos, por lo que la bioética debería construir un puente entre esas dos culturas: las de las ciencias naturales y la de las humanidades, procurando superar la brecha existente entre ambas.
El legado de Hellegers consistió en haber introducido la bioética en el campo de la investigación, del estudio, del gobierno y de los medios de comunicación, centrándose en las cuestiones biomédicas y adoptando la tradición filosófica y teológica de Occidente. En otras palabras, hace de la bioética una rama de la ética ordinaria y la aplica al ámbito de la biomedicina. La influencia y el poder de la familia Kennedy haría el resto.
Y a todo ello hay que añadir que en 1978 se publicó en Nueva York la primera (y voluminosa)enciclopedia con el nombre de «bioética»: se trata de la Encyclopedia of Bioethics, dirigida por W.T. Reich y reeditada posteriormente la misma ciudad y en Londres.
2. EL CONTEXTO CULTURAL
Un asunto de tal calibre es imposible que nazca en el vacío. Para comprender someramente al menos su nacimiento es preciso tener en cuenta dos poderosas corrientes en la segunda mitad del siglo XX:
.- El progreso científico-técnico, en particular el nacimiento de la «nueva medicina». Se ha dicho que desde 1946 hasta 1976 tuvo lugar un período de crecimiento explosivo de la medicina. Hay quien afirma incluso que se has producido más cambios en ese ámbito durante los últimos 25 años que en los 25 siglos anteriores. Exagerado o no, lo que es bien cierto es desde el descubrimiento de la penicilina en 1928, junto a su aplicación clínica y a su producción sintética, pasando por la utilización a gran escala de la estreptomicina para el tratamiento de pacientes tuberculosos, pasando más adelante por los primeros trasplantes de corazón a partir de 1952, y la difusión de la hemodiálisis para paciente crónicos iniciada en 1962…hasta la casi vertiginosa investigación y rapidísima evolución del tratamiento de los VIH, pasando por el constante estudio y aplicación terapéutica de las «células madre», hasta llegar a la impactante medicina genómica…realmente han pasado muy pocos años y, además, están pasando de una manera progresivamente acelerada.
.- Los cambios culturales y políticos, y concretamente el despertar crítico y gradual hacia todo los establecido desde finales de 1950, que hizo florecer movimientos que tendían a la búsqueda de una nueva cultura basada en la libertad, la justicia y la igualdad. Son los años de los movimientos pacifistas, de liberación del Tercer Mundo, de las protestas estudiantiles presentes también en Europa con el famoso «mayo del 68». Pero influyó sobre todo el hecho de que en los Estados Unidos brotaran con mucha fuerza las reivindicaciones sociales articuladas en el más puro lenguaje de la tradición liberal, con su especial énfasis en la autonomía y los derechos humanos. La rápida y profunda introducción de los derechos humanos en las relaciones médico-enfermo y la progresiva «entronización» de la autonomía personal, marcan sin duda alguna los primeros años de la bioética y dejan una huella imborrable. De hecho, la primera «carta de derechos de los pacientes» (1973) nace y se explica desde ese contexto.
En el seno de esos profundos cambios hay que dejar constancia, también, del impacto producido por los abusos de la investigación científica desde principios del siglo XX. Los primeros y más horrorosos fueron los experimentos de la época nazi que llevaron a incluir en el artículo 1 del Código de Nüremberg 1946 una tajante y radical afirmación que va ser un verdadero punto de inflexión en la ética médica: «el consentimiento voluntario del sujeto humano es absolutamente indispensable». Vendrían luego otros abusos, conocidos del lector en la publicación del New England Journal of Medicine (1966), entre los que aparecía la inoculación del virus de la hepatitis a niños afectados por deficiencia mental en Willowbrook o el que años más tarde tuvo lugar en Tuskegee (Alabama) en que se negó el tratamiento con antibióticos a individuos de raza negra afectados por la sífilis para poder estudiar el curso de esa enfermedad… Sirvan esos ejemplos.
En el contexto anterior, tan someramente descrito, surgió una nueva sensibilidad y una nueva toma de conciencia. Ello dio lugar a un creciente interés por la ética aplicada a las situaciones concretas de la vida, dando origen al primer comité de ética que tendría una influencia decisiva en la futura bioética, como se verá seguidamente.
3. LOS PRINCIPIOS DE LA BIOÉTICA
Los abusos reseñados anteriormente causaron un fuerte impacto en la opinión pública. Todo ello, junto al resto de profundos cambios antes comentados, impulsó al gobierno norteamericano a convocar la llamada National Commission (1974-1978) con el fin de establecer las directrices que deberían presidir la experimentación en seres humanos, con especial énfasis en los grupos más vulnerables. El resultado principal fue la publicación, en 1979, del famoso Informe Belmont, en el que se identificaban tres principios fundamentales que luego tuvieron una enorme fortuna en el campo de la bioética: 1) respeto por las personas, 2) beneficencia y 3) justicia.
En ese mismo año, dos destacados miembros de la National Commission, T.L. Beauchamps y F. Childress, inspirándose en el Informe Belmont publicaron Principles of Biomedical Ethics (hay traducción española en editorial Salvat, 1999) ampliando el campo de acción de los principios a toda la actividad biomédica y otorgándoles se denominación casi definitiva hasta la actualidad. En síntesis dicen lo siguiente: 1) autonomía, cuya primera concreción es el «consentimiento informado», 2) no maleficencia, cuyo ascendiente es el primum non nocere del Juramento hipocrático, 3) beneficencia, santo y seña de la medicina universal y presente también en el Juramento hipocrático, concretado en la realización de actos positivos en favor de la vida y la salud del paciente, y 4) justicia, entendida preferentemente como distributiva o equitativa de los derechos, beneficios, responsabilidades y cargas entre los miembros de la sociedad.
La aplicación de estos principios, matizados, ampliados o reducidos, según los distintos autores, han estado desde sus orígenes encaminados a tomar decisiones correctas en el ámbito sanitario y, simultáneamente, a elaborar diversos métodos de toma de decisiones, poniendo de ese modo el énfasis en el lado práctico de la biomedicina. Véase «El principialismo y la bioética«
A este tipo o modelo de bioética se le ha puesto (con bastante acierto) el nombre de «standar» o «convencional», en el sentido de que es la referencia que más se ha difundido prácticamente por todo el planeta, aunque esos principios «convencionales» harían una lectura de la realidad bien diferente en África que en Europa, pongamos por caso. Y, si no fuera así, caeríamos en la tentación de colonizar de nuevo a los pobres con planteamientos bioéticos de los ricos: de nada vale hablar de «autonomía» en África si, antes, mucho antes, no se habla y se practica la justicia. Lo contrario sería poner en práctica una bioética indecente y bizca por naturaleza.
4. DEFINICIÓN DE BIOÉTICA
.- Es una nueva disciplina que combina el conocimiento de las ciencias biológicas con el conocimiento de los sistemas de valores humanos (V.R.Potter, 1971).
.- Es el estudio sistemático de la conducta humana en el área de las ciencias de la vida y de la salud, examinando esta conducta a la luz de los valores y principios morales (W.T. Reich)
.- La bioética es la rama de la ética que se dedica a proveer los principios para la correcta conducta humana respecto a la vida, tanto de la vida humana como de la vida no humana (animal y vegetal), así como del ambiente en el que pueden darse condiciones aceptables para la vida, siendo su criterio ético fundamental respeto al ser humano, a sus derechos inalienables, a su bien verdadero e integral: la dignidad de la persona (Wikipedia).
.- La bioética designa un conjunto de investigaciones, discursos y prácticas, generalmente pluridisciplinares, que tienen por objeto clarificar o resolver las cuestiones éticas suscitadas por el avance y la aplicación de las tecnociencias biomédicas (G. Hottois).
.- Hay una web, entre otras muchas, que ofrece una visión general de la bioética: bioeticawiki
Como se puede observar, más que hablar de bioética en singular, es necesario hablar de bioéticas en plural, puesto que son diferentes los planteamientos de fondo, los campos que abarca y las metodologías que se utilizan. Basta con recordar, para ello, la coexistencia de otros modelos de argumentación en bioética, actualmente vigentes, como el sistema casuístico (A.R. Jonsen, M. Siegler y W. Windslade, 1998), la teoría ética de las virtudes (E. Pellegrino y D.C. Thomasma, 1993), la bioética del “permiso” de H.T. Engelhardt, 1996), la ética médica “comunitarista” (E. J. Emanuel, 1992), la relación entre bioética, feminismo y ética del cuidado (N. Noddings, 1984), la bioética utilitarista (P. Singer), el pragmatismo clínico norteamericano o, en fin, el paradigma de la llamada “moralidad común” (B. Gert, C.M. Culver y K.D. Clouser, 1997), sin olvidarnos de la bioética católica con doctrina, reflexión y centros de estudio repartidos por todo el mundo. Reúne también un gran interés, tanto por su sentido crítico como por sus novedosos contenidos y conocimientos enciclopédicos, la contribución de G. Bueno al respecto.
En cualquier caso, quiero dejar bien claro que mi dedicación ha sido y seguirá siendo, principalmente, la bioética del ámbito sanitario o bioética de las profesiones sanitarias o ética de la biomedicina. Mi objetivo está claro, pero ya se ve que incluso en ese campo hay denominaciones diversas que quieren decir lo mismo.
Hay voces autorizadas para las que la bioética no es propiamente ni una disciplina ni una ética nueva, sencillamente porque es muy reciente y, sobre todo, porque tiene una ubicación marcadamente «intersticial» o de cruce entre diversas tecnociencias (biotecnología, biomedicina, biología molecular) y múltiples ciencias o saberes de espectro muy diferente (sociología, psicología, politología… derecho, filosofía, teología).
Yo estimo, sin embargo, que se trata de una nueva disciplina al menos por dos razones que se pueden constatar: 1ª) utiliza el discurso racional en monografías, tesis, libros, artículos, obras colectivas, bibliotecas específicas, cursos reglados de formación tanto presenciales como on-line, etc., 2ª) rea y utiliza nuevos organismos y funciones como es el caso de comités o comisiones de distinto rango (regional, nacional, internacional), centros de estudio e investigación, tanto públicos como privados, así como la figura de especialista o experto/a en bioética (que se ha dado en llamar muy a la americana…»bioeticista»).
Al mismo tiempo, la bioética posee una triple complejidad: 1ª) está en el cruce de un buen número de disciplinas como ya se dijo antes (tecnología, medicina, filosofía, derecho…), 2ª) es el espacio de encuentro, más o menos conflictivo, de ideologías, morales, religiones y filosofías, y 3ª) es un lugar donde entran en juego multitud de grupos de interés y de poder de la sociedad civil como asociaciones de pacientes, profesiones sanitarias, colegios profesionales, defensores de los animales, asociaciones paramédicas, grupos ecologistas, industrias farmacéuticas, tecnológicas, biomédicas y biotecnológicas…
Precisamente por esas últimas complejidades que la distinguen, se puede decir que la bioética se caracteriza sobre todo por ser interdisciplinar, lo que requiere otras dos características para que sea realmente práctica: se basa en el diálogo y en la deliberación. ¿Por qué? Porque al fin y al cabo la vida es cosa de todos, nos incumbe a todos, es responsabilidad de todos… debe ser una «pre-ocupación» colectiva, parafraseando a Heidegger. Y, si para ello, no se pone en práctica el diálogo y la deliberación colectiva, en un clima multidisciplinar, es muy probable que la bioética se convierta en un discurso vacío y, lo que es peor, que la misma vida se ponga al servicio de intereses inconfesables.
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