Cuando se publicó finales de 2005 el Libro Verde salud mental_UE se afirmaba: 1º) que uno de cada cuatro ciudadanos padece alguna enfermedad mental que puede conducir al suicidio, fuente de un número excesivamente elevado de muertes; 2º) que las enfermedades mentales causan importantes pérdidas y cargas a los sistemas económicos, sociales, educativos, penales y judiciales; y 3º) que persisten la estigmatización, la discriminación y la falta de respeto por los derechos humanos y la dignidad de las personas con alteraciones o discapacidades psíquicas, lo cual pone en entredicho valores europeos fundamentales.
Y se afirmaba, además, que sin salud mental no hay salud para los ciudadanos ni para las comunidades:
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Para los ciudadanos constituye el recurso que les permite desarrollar su potencial intelectual y emocional, así como encontrar y desempeñar su papel en la sociedad, la escuela y el trabajo.
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Para las sociedades, la salud mental de sus ciudadanos contribuye a la prosperidad, la solidaridad y la justicia social. En cambio, las enfermedades mentales conllevan costes, pérdidas y cargas de diversa índole tanto para los ciudadanos como para los sistemas sociales.
En un taller temático sobre Derechos Humanos y Salud Mental, que tuvo lugar en Bilbao, durante los días 17 y 18 de noviembre de 2010, se afirmó que “alrededor de 450 millones de personas en todo el mundo sufren trastornos mentales, según datos de la Organización Mundial de la Salud, y se espera que este número se incremente de forma global, a consecuencia de problemas sociales y económicos tales como el desempleo, el crimen, la pobreza, la intolerancia racial, el abuso de sustancias, la situación de las personas sin hogar, y los abusos en general”.
Aun siendo conscientes de tal situación, parece que sigue siendo mucho mayor la atención dispensada a la enfermedad física que a la psíquica, continúa teniendo un impacto social mucho más fuerte la enfermedad mental que la enfermedad física, tampoco tenemos socialmente la misma actitud ante un médico de atención primaria que ante un psiquiatra, por ejemplo, y, por lo que se refiere a nuestro tema, continúa estando relegado a niveles de tratamiento bastante somero y marginal el binomio “bioética y salud mental” (o Psicoética o Neuroética…), aunque es abundante en la bibliografía norteamericana. Las líneas que siguen pretenden mostrar que las cosas están comenzando a cambiar también en los ámbitos de lengua española.
INTRODUCCIÓN GENERAL
Una manera de comenzar es reproducir lo que ha dicho el citado Libro Verde salud mental de la Unión Europea:
1º. La OMS describe la salud mental como un estado de bienestar en el que el individuo es consciente de sus capacidades, puede enfrentarse a las exigencias normales de la vida y trabajar de forma productiva y fructífera, y es capaz de contribuir a su comunidad.
2º. Se consideran enfermedades mentales los problemas psíquicos y la tensión emocional, las disfunciones asociadas con los síntomas de angustia y los trastornos psíquicos diagnosticables, como la esquizofrenia y la depresión.
3º. La salud mental está condicionada por múltiples factores, entre ellos los de carácter biológico (por ejemplo, factores genéticos o en función del sexo), individual (experiencias personales), familiar y social (el hecho de contar con apoyo social) o económico y medioambiental (la categoría social y las condiciones de vida).
En la revista World Psychiatry 10-2; 2012: 93-109, publicada por la Asociación Mundial de Psiquiatría, hay una sección dedicada al análisis de la “Salud mental positiva: modelos y repercusiones críticas”.
1. CRITERIOS ÉTICOS DE REFERENCIA
El espacio y el tiempo donde nace y se desarrolla la ética médica es la relación entre el médico y su paciente. Esa relación es clave, nuclear, central, es la raíz de la ética médica. La vulnerabilidad y la fragilidad, el dolor y el sufrimiento, el grado de discapacidad o de problema mental del paciente es el origen de las obligaciones éticas del médico.
Nunca podemos olvidar que a la consulta médica llega siempre un paciente con toda su vida, entra una persona entera con una posible patología, pero jamás entra la patología caminando a solas por la consulta. Cuando el rostro del paciente, símbolo vivo de su unidad psicosomática (biopsicosocial), pide ayuda a un profesional sanitario, estableciéndose de ese modo una relación específica entre ambos, entonces es cuando comienza el ejercicio de la medicina y la ética médica.
El desarrollo de la misma praxis médica ha ido generando sus propios criterios éticos de actuación desde Hipócrates, unos como normas o reglas más concretas (“no daré fármacos letales…no proporcionaré a mujer alguna pesarios abortivos…”) y otros como principios más generales o formales (“haré uso del régimen en beneficio de los enfermos…no les haré daño ni injusticia”). Estamos ante dos niveles diferentes de razonamiento ético y, por tanto, ante dos niveles de criterios de éticos de referencia. Tanto la distinción de niveles como el movimiento entre ellos es puramente mental, pero necesario y útil.
1.1. El nivel de las normas o reglas
Es un hecho evidente que los individuos, los grupos humanos, las instituciones civiles y religiosas… y todas las profesiones, disponen de sus propias directivas o reglas morales, es decir, “normalizan” costumbres o hábitos identificativos y los convierten en obligaciones… en “deberes” morales. Junto a esas normas o reglas hay también un conjunto de razones y argumentos básicos que justifican la bondad o maldad de ciertos actos. Las reglas y razones morales que se aplican en el tratamiento de personas con problemas de salud mental proceden de fuentes autorizadas, como sucede en el caso de sus propias asociaciones profesionales o de otros organismos institucionales:
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Asociaciones Profesionales de rango internacional
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Organización de Naciones Unidas
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Organización Mundial de la Salud
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Unión Europea
1.2. El nivel de los principios
Las reglas o normas del nivel anterior pueden solventar juicios morales o dar respuesta a situaciones dudosas, pero suelen variar en claridad, flexibilidad, duración y orden. No suministran respuestas finales y pueden dar lugar a nuevas preguntas éticas. Es necesario dar un paso más e ir más allá para buscar criterios éticos más altos y menos cuestionables. Estamos refiriéndonos al nivel formal, como terreno propio de los principios de conducta que son más abstractos y menos específicos, más universales y menos concretos que las normas o reglas del nivel anterior. Eso sí, los principios ofrecen criterios para probar las reglas concretas y justificarlas razonadamente. Una lista de principios, según J. Drane («una ética de la psiquiatría: presente y futuro», en L. Feito, D. Gracia, M. Sánchez, eds., Bioética: el estado de la cuestión, Triacastela, Madrid, 2011, 219-237), es la siguiente: vida, justicia, amor, respeto, igualdad, racionalidad, lealtad, autonomía, verdad, cuidado, fidelidad, beneficencia, no maleficencia, confianza, prudencia.
Este nivel formal permite caer en la cuenta de que hay diversos modelos de atención en salud mental sostenidos por una determinada serie de principios. El Plan Salud Mental 2015-2020, por ejemplo, ha optado por un modelo que reconoce al enfermo mental todos sus derechos y responsabilidades de ciudadano, con actuaciones dirigidas a la normalización e integración plena en la sociedad, evitando su exclusión. Este modelo está basado, a su vez, en los principios que inspiran la Estrategia de Salud Mental del Sistema Nacional de Salud:
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Autonomía: Capacidad para respetar y promover la independencia y la autosuficiencia de las personas.
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Continuidad: Capacidad de la red asistencial para proporcionar tratamiento, rehabilitación, cuidados y apoyo ininterrumpidamente a lo largo de la vida (continuidad longitudinal) y entre los servicios que la componen (continuidad transversal).
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Accesibilidad: Capacidad para prestar asistencia al paciente y sus familias cuando y donde la necesiten.
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Comprensividad: Reconocimiento y realización del derecho a recibir asistencia en todo el abanico de necesidades causadas por el trastorno mental.
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Equidad: distribución adecuada en calidad y proporcionada en cantidad a las necesidades de la población de los recursos sanitarios y sociales.
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Recuperación personal: la recuperación de un trastorno mental grave implica dos objetivos que requieren ser promovidos de manera específica: recuperar la salud y retomar el propio curso vital recuperando al máximo las propias capacidades como individuo y como ciudadano.
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Responsabilización: reconocimiento por parte de las instituciones sanitarias de su responsabilidad frente a los pacientes, las familias y la comunidad.
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Calidad: Aumentar continuamente la probabilidad de obtener los resultados que se desean utilizando procedimientos basados en pruebas.
1.3. El nivel de la propia cosmovisión
Ahora bien, necesitamos encontrar una última instancia para justificar nuestros proyectos vitales y la moralidad de nuestros actos cotidianos. A este nuevo nivel lo podemos calificar con el término de “visión” en el sentido de que las personas y los grupos humanos se diferencian por muchas cosas pero, sobre todo, se diferencian por las visiones (teorías, ideologías, creencias…), es decir, por “cosmovisiones” de acuerdo con las que cada cual percibe, conceptualiza, valora y, en consecuencia, elige “ver” el mundo.
Pues bien. Sucede que las sociedades democráticas son marcadamente pluralistas, porque en ellas coexisten diversos comportamientos éticos relacionados con esas creencias… con esa pluralidad de “cosmovisiones”. Y, en tal situación, no hay ninguna manera obvia de determinar cuál de los principios éticos debe predominar. La divergencia de filosofías, ideologías, creencias y religiones, es tan patente, que resulta difícil (algunos dicen que imposible) justificar una respuesta universalmente compartida.
Cae por su propio peso que cada persona o cada grupo de personas puede ordenar los principios éticos optando por una determinada cosmovisión filosófica o religiosa. Y es legítimo para “tal” persona y para “tal” grupo humano, pero no lo es para el resto de personas y de grupos que profesan filosofías o religiones diferentes y hasta contrapuestas.
Lo imprescindible y decisivo, por tanto, no es imponer a todos los demás la propia cosmovisión, ni abdicar de ella ni, tampoco, ocultarla como si fuera una vergüenza profesarla privada y públicamente. De ningún modo. Lo realmente decisivo e imprescindible es ponerse de acuerdo en una serie de puntos comunes o un marco común o un común denominador o unos mínimos comunes que, además, deben ser compartidos por todas las partes diferentes con el fin de convivir en paz y progresar en humanidad. Llámese a eso común y compartido “ética civil”, “moral común”, “moral natural”…, incluso a sabiendas de la polémica que subyace a esas expresiones, pero no cabe la menor duda de que es un cauce adecuado para crecer todos juntos y diferentes en humanidad.
Por eso creo que, a mi juicio, ese espacio de convergencia común puede ocuparlo la bioética siempre que se construya sobre el siguiente marco básico que ya he propuesto en otros lugares: 1º) Que el hombre sea humano, 2º) Que lo humano sea lo bueno y lo justo, 3º) Que lo bueno y lo justo gire siempre en torno a la órbita del respeto a la dignidad humana, y 4º) Que el respeto a la dignidad humana se verifique en el cumplimiento efectivo de los derechos humanos.
En ese marco de cuatro puntos de apoyo, antes expuestos, se encuentran los mínimos de una bioética que pretenda ser global para los tiempos que corren y, por supuesto, se encuentran también los mínimos para una bioética de la psicología y la psiquiatría dedicadas al tratamiento de personas con problemas de salud mental. En ese marco resultan muy esclarecedores e indicativos los principios generales que están en la base de la “Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad” (Nueva York, 2006), artículo 3:
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El respeto de la dignidad inherente, la autonomía individual, incluida la libertad de tomar las propias decisiones, y la independencia de las personas.
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La no discriminación.
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La participación e inclusión plenas y efectivas en la sociedad.
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El respeto por la diferencia y la aceptación de las personas con discapacidad como parte de la diversidad y la condición humanas.
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La igualdad de oportunidades.
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La accesibilidad.
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La igualdad entre el hombre y la mujer.
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El respeto a la evolución de las facultades de los niños con discapacidad y de su derecho a preservar su identidad.