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Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

Lacrimosa

Lacrimosa 150 150 Tino Quintana

Viena, 4 de diciembre de 1791

Wolfgang Amadeus Mozart, muy enfermo, tiene ante sí la partitura del Requiem que le viene obsesionando durante las últimas semanas. Escribe para coro y orquesta en la tonalidad de re menor. Le invaden las emociones y la conciencia se debilita.

«Esta enfermedad me consume y me agota. No tengo miedo, pero ya no puedo más», dice a su esposa, Constanza, que llora sin consuelo junto a su lecho.

En una parte de la obra, en la que los violines hacen dúos de corcheas para imitar el sollozo humano, Mozart ya había escrito las primeras notas sobre un texto latino del siglo XIII:

«Lacrimosa dies illa»

«Días de lágrimas aquellos»

Viene, después, una escala prodigiosa de dieciséis sílabas, que ascienden hasta el cielo con otras tantas notas y elevando poco a poco la intensidad de la música:

«Qua resurget ex favilla
Iudicandus homo reus». 

«En el que se levanta de sus cenizas
el ser humano, como reo, para ser juzgado».

Consiguió escribir la melodía de cuatro palabras más con una profunda petición:

«Huic ergo, parce Deus».

«Así pues, Dios, perdónalo».

Alguien dijo que aún tuvo tiempo para susurrar algo. Quizá haya sido esto:

«Pie Jesu, Domine,
Dona eis requiem.
Amen».

«Piadoso Jesús, Señor,
dales el descanso eterno.
Amén».

Luego, silencio. Pentagramas vacíos. Mozart ha muerto. Son las 12:55 horas. Tiene 35 años.

Su discípulo, Franz Xaver Süssmayr, finalizó la obra desarrollando la fuerza cautivadora que transmitía la música de aquel silencio impactante.

Hay algo grande y misterioso en el ser humano, cuando, en su trance final, puede decir: «¡Perdón, Dios mío! ¡Piadoso Jesús, dame el descanso eterno! Amén».

Entre los poemas de Rosamaría Alberdi, que me han regalado hace pocas horas, se encuentran estos versos:

«La calle
era estrecha
y oscura,
pero allá
en el fondo
esperaba la luna».

¿Sed de qué?

¿Sed de qué? 150 150 Tino Quintana

La sed es gana y necesidad de beber. También significa apetito o deseo ardiente de algo para suavizar la aridez de la vida diaria. Pero, sed, ¿de qué?

¿De llegar a otros planetas? No tengo esa necesidad. ¿De poder? No siento esa sed. ¿De riqueza? Para qué ¿De ser inmortal? Debe ser muy aburrido.

¿De paz? La siento de veras y lamento que no estemos de acuerdo en lo que significa. Me gusta, sobre todo, la paz interior. Ya tuve suficientes jaleos.

¿De justicia? Mucha sed, pero soy incapaz de saciarla. La sequía agrieta mi lengua. Soy parte de la lógica mercantilista que aumenta cada día las víctimas de la injusticia.

¿De felicidad? En abstracto es un mito. Tengo muchos momentos felices con mi nieto.

¿De saber? Tengo sed permanente para degustar lo que sé y lo que aprendo, imitando aquello de Tomás de Aquino: «se habla de la sabiduría como de una ciencia sabrosa» («Dicitur sapientia quasi sapida scientia», II-II, q.45, a.2). El saber (sapere) contiene sabor (sapor). Para mí, leer un libro, escuchar música, sentarse a ver el mar o contemplar los valles, montañas y bosques de Asturias, por ejemplo, es como beber néctar de dioses.

¿De amor? Claro que sí, pero sin adjetivos, para no estropearlo. Quien se interesa por mí o me envía un emoticono para que sonría; quien después de haber tenido un día horrible dedica unos minutos a escucharme; quien tiene la confianza de preguntarme: «¿qué te ocurre?, ¿estás triste?»; quien ve lo que me pasa solo con mirarme a los ojos y dice: «¿cómo puedo ayudarte?» … esa persona me quiere y yo a ella.

A mí todavía me apacienta la mirada de mi madre. Es una sed especial, insaciable.

El barquero

El barquero 150 150 Tino Quintana

Dice Miguel Ángel Asturias, en Hombres de maíz, que «hay tristezas que abrigan». Es cierto: producen calor y bienestar. En cambio, las alegrías fortalecen y refuerzan.

En ocasiones me imagino que soy Amiclas, aquel pobre barquero a cuya desvencijada cabaña llamó una noche oscura César, a quien no conoció, que le pedía pasar a la otra orilla del mar en medio de una gran tormenta (Lucano, Farsalia). Lo sensato era renunciar al viaje y volver atrás, pero creyó en la confianza que transmitía aquel desconocido.

Siempre me ha fascinado el oficio de barquero: una buena metáfora de la vida.

Hay alegrías íntimas, rodeadas de estremecimientos y escalofríos, que, aun así, reclaman eternidad: «Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría / no podrá morir nunca», ha dicho José Hierro. «Llegué por el dolor a la alegría», dijo en otro lugar.

He sentido con frecuencia ese tipo de alegría temblorosa. Desearía haberla prolongado como si no tuviera fin. Es una experiencia que nos hilvana a unos con otros, deja rastros a quienes nos siguen, reconforta, consuela y da calor: abriga.

A lo único que tengo miedo es que un día alguien me diga «te quiero» y yo solo pueda responder con los versos del citado Premio Cervantes 1998 (Cuaderno de Nueva York):

«Yo sé que te he querido mucho,
pero no recuerdo quién eres».

Me queda la esperanza de que, en ese momento, alguien me diga: «Te quiero, aunque no sepas quién soy», y añada a continuación, igual que César a Amiclas: «Ten confianza en mí». Así se lo dije algunas veces a mi hermano. Todos los barqueros lo merecen.

Flores en las grietas

Flores en las grietas 150 150 Tino Quintana

En tiempos de vértigo y turbulencias, «la verdad es que / grietas / no faltan», decía Mario Benedetti. Pero en ellas, a veces, brota vida. Sucede también en mi sencillo jardín.

Mi nieto ha desarrollado las técnicas del escondite. Ahora se pone detrás de una puerta de cristal y, mirando para otro lado, dice: «¡marché!». Y, cuando su abuela y yo interpretamos la pena de no encontrarlo, grita desde su cristalino rincón: «¡estoy aquí!».

Al margen de esa logística de última generación, llama cuando me necesita: «¡Abu, ven! ¡Abu, ven!». Y yo lo tomo en mi regazo, o de la mano, o pintamos con colores, o hablamos con los animales de una granja que estamos formando, o vemos cuentos o hacemos el ruido de las motocicletas, o se sube al triciclo y salimos a ver el mundo… o dormimos.

Y, al contar estas cosas, me pregunto, como Hölderlin, «¿Para qué poetas en tiempos de penuria?». Creo que para seguir encontrando sentidos a la vida, por ejemplo, que no es poco. Voy a decírselo a ustedes de otra manera con unos versos de Teresa Garbí:

«Tres flores han brotado en una grieta
de mi casa.
Las riego: son mi jardín.
Tres flores perseveran para salvar
al mundo».

En mi caso, valen una vida, desde luego: mi pequeña vida.

Faetón

Faetón 150 150 Tino Quintana

Faetón era un joven dios, bastante pijo, acostumbrado a tener cuanto quería. En una de sus juergas olímpicas, sus colegas empezaron a vacilarle sobre su condición divina diciéndole que su padre, Helios —el Sol— no era en realidad su padre. Y él, avergonzado, le pidió que le dejara conducir el carro del sol para fardar ante la corte celestial.

Helios comenzó a sudar en frío y a ponérsele la corona del revés, porque no veía a su adorable hijo preparado para tal cosa, pero tal fue la paliza que le dio que se lo terminó concediendo, mientras los de la parranda gritaban: «¡ahora sí, ahora sí!». Y bajaron todos a la tierra a manifestarse por los derechos divinos.

El chaval despegó a toda pastilla y pronto los caballos entraron en pánico: subía tan alto que se helaba la tierra o descendía tanto que provocaba incendios y sequías. Total, que Helios, harto de tanta tontería, le lanzó un rayo con tan mala suerte que el divino hijo se cayó a un río y se ahogó. Tal fue el disgusto, que sus amigos se transformaron en cisnes y sus hermanas en lágrimas de ámbar. ¡No iba a ser todo contaminación!

El mito griego demuestra, entre otras cosas, que no se deben tomar decisiones apresuradas, ni, menos aún, ceder ante cualquier capricho. La gestión de las emociones y los asuntos serios no pueden dejarse en manos inexpertas o en personas engreídas.

Y, dada la costumbre de señalar con el dedo al Faetón de turno, conviene mirar antes cada uno para sí mismo, por si acaso.

La magia de los Magos

La magia de los Magos 150 150 Tino Quintana

Aquella noche, tapado hasta los ojos bajo la manta y casi sin respirar, para no dar señales de estar despierto, oía en la cocina de mi casa hablar con voz grave y solemne, hacer ruido de papel, abrir y cerrar puertas, chocar con los muebles… «¡Ya llegaron! !Ya están ahí!».

Cuando me levanté al día siguiente, bien temprano, después de quitar la cuerda imaginaria que ponía alrededor de mi cama para que no me llevaran los ladrones, encontré un paquete envuelto con papel de estrellas, una cajita con una vela, que alguien había encendido antes, y otra cajita donde había una palabra escrita: «¡Sueña!».

Abrí con nervios el paquete: ¡Un camión de Juguetes Rico de tres ejes! Tenía la cabina azul, conductor con visera y caja-volquete, de color amarillo, que se movía con una palanca.

Fui a buscar hilo bramante y até, primero, las dos cajitas entre sí haciéndoles un pequeño agujero; luego, puse otro trozo en la parte delantera del camión para llevarlo rodando; enrollé el resto en un alambre con asa que introduje en un pequeño bote redondo, imitando así un cilindro para arrastrar cosas haciéndolo girar con la mano, y salí a la calle.

Cerca de casa, até las dos cajitas al hilo del cilindro que salía del bote, como si fueran dos vagones; lo coloqué encima de una pequeña cuesta y, después, comencé a subir y bajar tierra en ellas, igual que subían y bajaban las vagonetas de carbón por los planos de las montañas del valle donde vivía. Quería llevarla en el camión a la obra de un nuevo edificio.

Nunca les conté a los Magos lo que sentí aquella noche. No. Nunca se lo dije.

Porque ellos no se hubieran creído que mis padres, en realidad, existían.

Tono y Tani

Tono y Tani 150 150 Tino Quintana

El niño salió a dar un paseo por los alrededores de su casa con su pequeña bicicleta, de esas que no tienen pedales y se impulsan con los pies. Pasó junto a un prado, donde había un caballo pastando, y se acercó. El caballo hizo lo mismo y ambos quedaron mirándose.

—¡Hola caballo! ¿Cómo te llamas?

—¡Hola, niño! Me llamo Tani. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Tono y he salido a dar una vuelta. Nunca te había visto.

Tani era de color marrón claro, tenía una mancha blanca en la testuz y le bajaba una raya del mismo color hasta el morro. Se acercó a Tono con las orejas erguidas, levantó el belfo superior para olerle y le acarició la mejilla con el hocico. En ese momento le cayeron varios goterones de sus grandes ojos y Tono le preguntó:

—¿Estás llorando? ¿Qué te pasa?

—Lloro porque te vas a marchar.

Y continuaron hablando de sus cosas, pero utilizaban un lenguaje cifrado difícil de comprender. Al final, Tani movió la cabeza varias veces y resopló salpicando al niño.

—Ahora estás contento, ¿eh? ¿Por qué? —preguntó Tono, mientras se limpiaba.

—Porque tengo la esperanza de que vuelvas —respondió Tani.

El niño era mi nieto y no se llama Tono. Tampoco se llama Tani el caballo que pastaba cerca de su casa, pero ambos me hicieron recordar la novela de Nicholas Evans (1995) y la película protagonizada por Robert Redford (1998): El hombre que susurraba a los caballos.

La relación con los demás vivientes enseña a crear lazos y a estar en compañía, a sosegar y amaestrar: a domesticar. Así le sucedió al Principito, a quien le dijeron una vez: «Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante».

Las palabras y la poesía, solas, no cambian el mundo, pero ayudan a verlo de otra manera.

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La caja de Pandora

La caja de Pandora 150 150 Tino Quintana

Creerse en posesión de la verdad; convertir mentiras en verdades; denigrar al adversario con acusaciones falsas e insultos; condenar taxativamente determinadas adscripciones ideológicas; tener certezas erróneas y no cambiar pese a las evidencias; asegurar que los equivocados son siempre los demás; dividir el mundo en buenos y malos; aprovecharse de las reglas de juego para burlarse luego de ellas; fomentar rencor y odio…

Se ha desatado el odre de los vientos y Ulises ya no puede volver a su amada Ítaca.

Sin embargo, también sirve la historia de Pandora, la esposa de Epimeteo, a quien los dioses regalaron una caja sellada que debía guardar en lugar seguro y no abrir por ningún motivo. Su esposo también le pidió que no la tocara, pero ella rompió el sello y, de su interior, salió un enjambre de horribles criaturas que trajeron incontables desgracias a los humanos.

Lo que casi nunca se dice es que, en último lugar, salió de la caja una criatura luminosa, llamada Esperanza, que hacía posible evitar la desesperación y confiar en el futuro.

Mantener un solo punto de vista muestra una mentalidad incapaz de asumir que el extremo del propio hilo, el de cada uno, puede anudarse con el extremo que tiene el de enfrente, hacerlo así más fuerte y buscar juntos mejores resultados.

Las cosas que se ven pueden cambiar si se cambia la forma de ver las cosas.

Es necesario mirar el espejo retrovisor, pero concentrarse en el parabrisas delantero, especialmente en momentos donde creíamos tener todas las respuestas y, de repente, nos cambian las preguntas. Quizá no hay que poner el acento tanto en lo que nos va a pasar, sino en lo que vamos a hacer.

En estos tiempos en los que el juego se embarra y es necesario echar el balón al suelo, y bajar el ritmo del partido para ver el campo con más calma, merece la pena recordar estos versos de la sudafricana Lebo Mashile:

«¿Cuando el hilo se rompe
juntas sus piezas?
¿O luchas contra el cambio
y permaneces igual?»

Cerrar la caja de Pandora impide salir a la esperanza.

Salvarnos del caos

Salvarnos del caos 150 150 Tino Quintana

Cuando hay trozos de cielo que se derrumban sobre Gaza, o sobre Ucrania y Rusia, o sobre Siria, Sudán o Etiopía… o sobre las chabolas y los inmigrantes, viene bien recordar que, con tantos escombros, parece cumplirse lo que dijo Sartre: «El infierno son los otros».

Cuenta Albert Camus en su Calígula, que aquel omnipotente emperador creía ser el único hombre libre del Imperio, porque disponía de la lógica implacable de eliminar a quien quería y cuando quería. «Lo que más admiro es mi insensibilidad» —solía decir—, y añadía: «Mátale lentamente para que se sienta morir».

La experiencia demuestra que cuanto más se rebaje al ser humano al plano de las cosas de uso, más se convierte en objeto de desprecio hasta llegar al genocidio. Hablar de ética mientras el hambre, los misiles y la muerte campan a sus anchas es repugnante.

¿Cómo es posible mirar a los ojos de nuestros hijos para explicarles que hay que matar para ser libres? ¿Cómo nos resulta soportable la visión cotidiana del sufrimiento de los demás, mientras seguimos adelante, como si nada? ¿Cómo podemos fiarnos de una ética que actúa como disfraz de dudosos intereses y conculca los derechos humanos?

«A los niños lo que hay que legarles no es dinero, sino un gran sentido del respeto», dice Platón en Las Leyes (V, 729a).

Pero ahí está el hombre que cuida su jardín, como decía Voltaire; el médico que cura a un enfermo; la enfermera que lava a un anciano encamado; la madre que da luz a un niño; el maestro que enseña a sus alumnos; la hija que protege a su padre inválido; el amigo que escucha al amigo; los enamorados que sueñan con el infinito; los que prefieren padecer injusticia antes que cometerla, como hizo Sócrates; los que piensan que es imposible vivir sin música; las personas que se alegran de que los otros tengan razón…, y tantos más que hacen bien lo que saben hacer sin darse importancia.

«Esas personas, que se ignoran, están salvando al mundo» (Jorge Luis Borges)

Señalan una dirección y nos salvan del caos. Yo apuesto por ellas. ¿Y ustedes?

Cándido

Cándido 150 150 Tino Quintana

La candidez de Cándido, el de la novela de Voltaire, le llevó a creer que todo estaba bien y que el mundo era perfecto: «el mejor de los mundos posibles», como decía Leibniz.

Pero en el transcurso de los años, experimentó tantos sinsabores y disgustos, tantos golpes y contrariedades, tantas ruinas, destrozos y fracasos, que, al final de sus días, Cándido rebajó su obcecado optimismo y pronunció una frase que se hizo célebre: «Hay que cultivar nuestro jardín (Il faut cultiver notre jardin)».

Puede ser también una metáfora de lo que hay en nuestro interior.

Cuenta Petrarca en una de sus cartas que subió un día con su hermano pequeño a lo más alto del monte Ventoso y, una vez allí, contempló el magnífico panorama de los Alpes, la provincia de Lyon, el curso del Ródano y el golfo de Marsella. Después, se sentó y abrió al azar el libro de las Confesiones de San Agustín, que llevaba siempre consigo, donde dice:

«Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos, ni se admiran de que todas estas cosas, que al nombrarlas no las veo con los ojos, no podría nombrarlas si interiormente no viese en mi memoria los montes, y las olas, y los ríos, y los astros…, y el océano…, con dimensiones tan grandes como si las viese fuera».

Y Petrarca, aplicándose la lectura a sí mismo, cerró el libro, enfadado por haberse dedicado a contemplar la belleza de las cosas exteriores, olvidándose de admirar las maravillas de su alma, y bajó del monte sin hablar con su hermano.

«¡Qué difícil es ser consecuente y no ver sino lo visible!», dijo Fernando Pessoa.

Cándido tenía razón: «Hay que cultivar nuestro jardín».

TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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