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Autor es un término con el que designamos a una persona que inventa algo o es causa del algo. En el caso de la bioética designa a los autores que han contribuido al desarrollo de esa disciplina.

J. Gafo: Un pionero de la bioética

J. Gafo: Un pionero de la bioética 150 150 Tino Quintana

1. Algunos datos biográficos

Javier Gafo Fernández nació y murió en Madrid (1936-2001). Tras estudiar con los jesuitas de Chamartín, en Madrid, ingresa en la Compañía de Jesús en 1955, ordenándose sacerdote en 1968. Licenciado en Biología en la Facultad de Ciencias de la Universidad Complutense (con «Premio Extraordinario de Licenciatura»), continúa sus estudios y se licencia en Filosofía por la Universidad de Alcalá y en Teología en las Universidades de Innsbruck y Comillas en 1972. Se especializa en bioética a partir de su tesis doctoral en Teología Moral, defendida en la Universidad Gregoriana de Roma, sobre «El aborto y el comienzo de la vida humana».

Comenzó siendo Profesor de la Universidad Complutense de Madrid, pero su verdadera actividad docente la inició en 1976 como profesor de Teología Moral. Ha terminado siendo más conocido por la cátedra de Bioética de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Comillas, cátedra que él mismo impulsó y creó en 1987. Desde allí creó también, en 1997, uno de los primeros Máster en Bioética, así como un Seminario permanente de investigación sobre un amplio abanico de temas bioéticos, dando así lugar a numerosas publicaciones que luego citaremos. Todo ello le convirtió en uno de los pioneros de la bioética en España y Latinoamérica.

Fue miembro de la Comisión Teológica de la Comisión Episcopal de la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española (1987-2000) y experto de la Comisión del Congreso de los Diputados para el «Estudio de la Fecundación in vitro y la Inseminación Artificial» (1985). Coordinador del Comité de Ética Asistencial de los Centros de la Provincia de Castilla de la Orden Hospitalaria desde 1994. Formó parte, entre otras, de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida (1997), del Comité de Expertos en Bioética y Clonación (1998) y del Comité para el Estudio del Estatuto del Embrión Humano del Instituto de Bioética de la Fundación de Ciencias de la Salud (2000). Desde 1997 fue miembro de numerosas Comisiones, asociaciones y comités sobre temas de Bioética. Vicepresidente de la Fundación PROMI, desde 1998. Asimismo, fue director del Colegio Mayor Nuestra Señora de África de la Universidad Complutense durante más de una década. Miembro de la Comisión Científica de la Asociación Española de Derecho Sanitario. Fue también Párroco de la Parroquia de S. Francisco de Borja, Madrid, entre 1984 y 1993.

2. La obra de Javier Gafo

Ha estudiado, enseñado y publicado sobre un amplio espectro de temas, centrándose tanto en los problemas derivados de la investigación biomédica y de la asistencia sanitaria, como en los de la relación de los humanos con la naturaleza. Dicho muy resumidamente, el pensamiento de Javier Gafo ha ejercido de puente entre dos direcciones paralelas y complementarias: 1ª) entre la bioética católica y la secular, y 2ª) entre la bioética y las humanidades.

Para hacerse cargo de sus publicaciones, habría que dedicar muchos días a leer, por ejemplo, el casi centenar de artículos publicados en Razón y Fe, Sal Terrae, sobre todo, pero también en otras revistas como Communio, Theology Digest, Jano o Revista Latinoamericana de Bioética. Como Director de la Cátedra de Bioética, antes mencionada, ha impulsado y dirigido dos importantes colecciones de libros: Dilemas Éticos de la Medicina Actual (desde 1986) y Dilemas Éticos de la Deficiencia Mental (desde 1996). Para verlo con detalle se puede entrar en la web de Cátedra de Bioética de la Universidad de Comillas, donde figura su curriculum y sus publicaciones (lado derecho de la web). Ha pronunciado, así mismo, numerosas conferencias, tanto en España como en Latinoamérica. Aquí creo que es suficiente, ofrecer una relación de sus principales obras, las de carácter monográfico y las publicadas como editor, director o en colaboración con otros autores:

.- Nuevas Perspectivas en la Moral Médica, Ibérico Europea de Ediciones, Madrid 1978.
.- El aborto y el comienzo de la vida humana, UPCO, Madrid 1979.
.- Homosexualidad: ciencia y conciencia (colab.), Sal Terrae, Santander 1981.
.- El aborto ante la conciencia y la ley, PPC, Madrid 1983.
.- Conflicto entre vida y realización personal (colab.), Fundación SM, Madrid,1984.
.- La eutanasia y el derecho a morir con dignidad (colab.), Paulinas, Madrid 1984.
.- La eutanasia, BAC, Madrid 1984.
.- La fecundación artificial: ciencia y ética (colab.), PS, Madrid 1985.
.- Eugenesia una problemática moral reactualizada, UPCO, Madrid 1985.
.- Biología Desarrollo Científico y Ética (colab.), Fundación Valenciana de Estudios Avanzados, Valencia 1986.
.- Nuevas Técnicas de Reproducción Humana (ed.), UPCO, Madrid 1986.
.- Dilemas Éticos de la Medicina Actual (ed.), UPCO, Madrid 1986.
.- ¿Hacia un mundo feliz? Problemas éticos de las Nuevas Técnicas de Reproducción Humana, Atenas, Madrid 1987.
.- Fundamentación de la Bioética y Manipulación Genética (ed.), UPCO, Madrid 1988.
.- ¿Ciencia sin conciencia? (colab.), Universidad de Valencia, 1988.
.- La Eutanasia y el derecho a una muerte humana, Temas de Hoy, Madrid 1989.
.- El SIDA: un reto a la sanidad, la sociedad y la ética (ed.), UPCO, Madrid 1989.
.- La Eutanasia y el Arte de Morir (ed.), UPCO, Madrid 1990.
.- La Eutanasia, Temas de Hoy, Madrid 1990.
.- Ética y Ecología (ed.), Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1991.
.- La Deficiencia Mental: Aspectos médicos, humanos, legales y éticos (ed.), UPCO, Madrid 1992.
.- Problemas Éticos de la Manipulación Genética, Paulinas, Madrid 1992.
.- Ética y Biotecnología (ed.), UPCO, Madrid 1993.
.- Consejo Genético: aspectos biomédicos e implicaciones éticas (ed.), UPCO, Madrid 1994.
.- Ética y legislación en enfermería, Universitas, Madrid 1994.
.- Conferencia Internacional de El Cairo sobre población y desarrollo, PPC, Madrid 1995.
.- Trasplantes de órganos: problemas técnicos, éticos y legales (ed.), UPCO, Madrid 1996.
.- La Ética ante el trabajo del deficiente mental (ed.), UPCO / PROMI, Madrid 1996.
.- Ética y Ancianidad (ed.), UPCO, Madrid 1997.
.- Matrimonio y Deficiencia Mental (ed.), UPCO/PROMI, Madrid 1997.
.- La Homosexualidad: un debate abierto (ed.), Desclée de Brouwer, Bilbao 1997.
.- Diez Palabras Clave en Bioética (3ª edición actualizada), Verbo Divino, Estella 1997.
.- Procreación Humana Asistida: aspectos técnicos, éticos y legales (ed.), UPCO, Madrid 1998.
.- Sida y Tercer mundo: una llamada a la ética y a la solidaridad (colab.), PPC, Madrid 1998.
.- El derecho a la asistencia sanitaria y la distribución de recursos (ed.), UPCO, Madrid 1999.
.- Deficiencia Mental y comienzo de la vida humana (ed.), UPCO/PROMI, Madrid 1999.
.- 10 Palabras clave en Ecología (dir.), Verbo Divino, Estella 1999.
.- Eutanasia y ayuda al suicidio, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999.
.- Deficiencia Mental y final de la vida humana (ed.), UPCO / PROMI, Madrid 2000.
.- Bioética y Religiones: el final de la vida (ed.), UPCO, Madrid 2000.
.- Deficiencia mental y familia (ed.), UPCO/PROMI, Madrid 2001.
.- Aspectos científicos, jurídicos y éticos de los transgénicos (ed.), UPCO, Madrid 2001.

3. Una vida por la ética de la vida

Me apetece reproducir a continuación un breve artículo que publiqué con motivo de su muerte (5 de marzo de 2001). Se puede resumir en el epígrafe que se acaba de exponer («una vida por la ética de la vida») y decía lo siguiente:

«Transcurrió la mayor parte de sus apretados sesenta y un años entre alumnos y aulas, bibliotecas y libros, artículos, conferencias y congresos. Fue una autoridad de reconocido prestigio internacional en el campo de la Bioética y una de las personas que más contribuyeron a difundirla en España. Su nombre seguirá siendo cita obligada cada vez que se hable o se escriba sobre temas tan complejos como el aborto, la reproducción asistida, la genética, la biotecnología, la eutanasia, el SIDA, la ecología y la deficiencia mental, por citar algunos de los que estudió con mayor intensidad. El rigor intelectual, el conocimiento científico, y la prudencia de sus consideraciones, recorren de una a otra parte las obra que nos ha dejado, pero lo hizo todo en medio de un elocuente silencio, rodeado de la misma sencillez y modestia con que discurre el río Gafo entre las colinas que rodean el sureste de la ciudad de Oviedo» (Asturias).

Al margen de sus méritos científicos, Javier nos regaló una trayectoria vital profundamente humana, que podría servir de modelo a creyentes y agnósticos, profesores y estudiantes, investigadores y ciudadanos en general. Sobresale ante todo la firmeza con que asumió las convicciones que dieron sentido a su vida: ser cristiano y sacerdote jesuita, sintiéndose además muy feliz como cura de una parroquia madrileña.

Destacó también por su fidelidad a la propia conciencia y a la doctrina de la Iglesia, aun cuando se movía de manera permanente en terrenos intelectualmente movedizos y espinosos. La delicadeza de sus juicios morales, que en ocasiones le trajeron sufrimiento, revisados y repasados constantemente en el fondo de su corazón, son un ejemplo de equilibrio y ponderación en tiempos donde cualquier opinión sienta cátedra, crea escuela o se pone de moda por intereses inconfesables.

Fue asimismo un convencido practicante del diálogo interdisciplinar. La Bioética no era para él una actividad individualista, ni menos aún un ejercicio de francotirador, sino un espacio en el que se situaba como uno más entre los otros ante quienes argumentaba razonadamente sus posiciones personales. Se dedicó a congregar en torno a una misma mesa a diversos especialistas con el fin de que dialogaran y buscaran puntos de encuentro en torno a cuestiones de la mayor actualidad. Defendió, así, una sociedad pluralista en la que es posible caminar juntos en orden al bien común utilizando la fuerza de la razón y nunca la razón de la fuerza.

Fue sobre todo un sabio bondadoso, humilde, y un trabajador infatigable, además de un excelente comunicador y conversador. Y no digo eso por incurrir en el tópico de hablar bien de los que ya no están entre nosotros. Me consta que le salían los colores cuando exponían su brillante currículo académico antes de una simple conferencia, por ejemplo, y que sentía mucha vergüenza cuando algún amigo lo presentaba como “una buena persona” en vez de comentar sus méritos profesionales. Es ésta otra significativa lección ahora en que el acopio de títulos otorga la fama a figuras tan fulgurantes como efímeras, ficticias y vacías de contenido.

Por eso Javier Gafo perdurará como un esforzado trabajador, riguroso, prudente, competente, equilibrado y profundamente bueno. En resumidas cuentas, vivió para que la vida fuese cada vez más humana, es decir, para que la ética de la vida no sea monopolio de nadie sino responsabilidad compartida por parte de todos sin excepción».

4. Javier Gafo, diez años después

Voy a finalizar esta página tomando el epígrafe y parte del texto que escribió Juan Masiá Clavel en su blog, el pasado 5 de marzo de 2011, titulado «Javier Gafo, diez años después». Juan Masiá, Profesor de Ética en la Universidad de Tokio y ex-director de la Cátedra de Bioética de Comillas, también ha publicado Bioética y antropología (Comillas, 1998) y La gratitud responsable. Vida, sabiduría y ética (Comillas, 2005)

Según Masiá, Javier Gafo fue un pionero de la bioética como «punto de encuentro» de ciencias, ética y creencias. Aclarar, conversar, interpretar y meditar: con ese enfoque interdisciplinar organizó la Cátedra de Bioética de la Universidad, los Seminarios interdisciplinares que dieron lugar a las citadas colecciones de dilemas éticos de la medicina actual y de la deficiencia mental, así como su larga serie de cursos y conferencias. Con su método de diálogo, interpretación y espiritualidad, su bioética es educadora, fronteriza, global y profunda.

Su trabajo vino a corroborar que la Medicina y la Ética, son inseparables. Mala medicina y mala ética se asemejan: recetar sin diagnosticar o calmar síntomas sin averiguar causas es tan malo terapéuticamente como son en ética las prohibiciones que absolutizan normas e ignoran valores y circunstancias. Mala medicina si no diagnostica y peor ética si no se practica la deliberación ni se hace discernimiento. Por eso los médicos y científicos amigos de Gafo reiteran que «ni buena ética sin buenos datos, ni ciencia sin conciencia«.

En su obra póstuma, Bioética teológica (Universidad de Comillas, Madrid, 2003), vemos una ética de la vida apoyada en una fundamentación razonada; con doble vertiente secular y religiosa; criterios bíblicos; participación en el debate bioético; con interpretación correcta, respetuosa y crítica, pero libre y creativa, de las directivas del magisterio eclesiástico.

Desde que, en 1979, publicó su tesis doctoral sobre el aborto y el comienzo de la vida, hasta su obra póstuma, Gafo fue coherente: tomando como punto de partida el estado científico de la cuestión; cerciorándose de los datos y pensándolos antes de las conclusiones éticas; trabajando con la ciencia, pero no sólo con ella, sino con una reflexión capaz de ser compartida en los planos interdisciplinar e intercultural; y remitiéndose a la teología como inspiración y orientación. Hoy interesa prolongar la reflexión de Gafo, su método de trabajo y, sobre todo, el tipo de persona que nos reveló a lo largo de su vida invita a establecer dos prioridades: 1ª) recuperar la implicación “propositiva” (nunca impositiva) de cualquier razonamiento en la encrucijada del debate interdisciplinar, y 2ª) tomar en serio el reto de las ciencias biológicas y biomédicas. De esta mutua interacción seguirá surgiendo una transformación mutua, crítica y creativa.

Estoy completamente de acuerdo con las últimas palabras de Juan Masiá, cuando afirma que la ideologización de los debates científico-religiosos es un obstáculo en los debates de cuestiones bioéticas controvertidas. Por una parte, tomas de posición que exageran «identidades confesionales»; por otra, beligerancias «anti-confesionales». Frente a estos atolladeros, el puente bioético deberá mediar, como en la propuesta de Gafo, sin encastillarse en dogmatismos estériles, ni en cientificismos anacrónicos.

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A. Cortina: persona y bioética

A. Cortina: persona y bioética 150 150 Tino Quintana

Estamos ante una de las personalidades más destacadas de la filosofía española contemporánea. Nació en Valencia, en 1947. Es Catedrática de Filosofía del Derecho, Moral y Política en la Universidad de Valencia, Directora de la Fundación ÉTNOR para la ética de los negocios y las organizaciones y Directora del curso de Postgrado «Educación en valores» en la misma Universidad.

Estudió filosofía y letras en la Universidad de Valencia y en 1976 defendió su tesis doctoral, sobre Dios en la filosofía trascendental kantiana. Durante algún tiempo ejerció la docencia en institutos de enseñanza media. Más tarde obtuvo una beca de investigación que le permitió asistir a la Universidad de Múnich, donde entra en contacto con diversas corrientes filosóficas como el racionalismo crítico, el pragmatismo, y la ética marxista. Pero la mayor y decisiva influencia la recibió de la filosofía de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas (este último ha sido, precisamente, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2003). Al reintegrarse a la actividad académica en España, orientó sus intereses intelectuales y docentes hacia la ética. En 1981 ingresó en el departamento de filosofía práctica de la Universidad de Valencia. En 1986 obtuvo la Cátedra de Filosofía anteriormente citada.

Es miembro de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida y Vocal del Comité Asesor de Ética de la Investigación Científica y Tecnológica. Es también miembro del Comité Ético de la Universidad de Valencia desde su creación (septiembre de 2004) y del Comité Ético Asistencial del Hospital Clínico Universitario de Valencia, además de otras múltiples distinciones y reconocimientos.

Entre los reconocimientos más recientes a su labor se encuentran el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2007 con su obra «Ética de la razón cordial», el nombramiento como Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (diciembre de 2008), siendo la primera mujer que entra a formar parte de esta institución, y la investidura como Doctora Honoris Causa por la Universitat Jaime I de Castellón (enero de 2009). Sus trabajos en el ámbito de la fundamentación de la moral y en la ética aplicada, enfocados preferentemente desde la ética del discurso (debido a la influencia de sus maestros, Apel y Habermas), disfrutan de un merecido reconocimiento nacional e internacional.

Publicaciones en formato papel:

Ética mínima: Introducción a la filosofía práctica (Tecnos, Madrid, 1986); Ética sin moral, (Tecnos, Madrid, 1990; La moral del camaleón (Espasa-Calpe, Madrid, 1991); Ética aplicada y democracia radical (Tecnos, Madrid, 1993); Crítica y utopía: la escuela de Frankfurt (Ediciones Pedagógicas, Madrid, 1994); Ética de la empresa: claves para una nueva cultura empresarial (Trotta, Madrid, 1994); Ética civil y religión, (PPC, Madrid, 1995); Ética, (colaboración con E. Martínez) (Akal, Madrid, 1996); Ética y legislación en enfermería (colaboración con Pilar Arroyo) (McGraw-Hill/Interamericana de España, Aravaca, 1996); Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía (Alianza Editorial, Madrid, 1997); 10 palabras clave en filosofía política (colaboración con Á. Castiñeira y otros) (Verbo Divino, Estella,1998); Hasta un pueblo de demonios. Ética Pública y Sociedad (Taurus, Madrid,1998); Los ciudadanos como protagonistas (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1999); 10 palabras clave en la ética de las profesiones (Verbo Divino, Estella, 2000); La empresa ante la crisis del estado de bienestar: una perspectiva ética (colaboración) (Miraguano, Madrid, 2000); Alianza y Contrato: Política, Ética y Religión (Trotta, Madrid, 2001); Por una ética del consumo(Taurus, Madrid, 2002); Razón pública y éticas aplicadas: los caminos de la razón práctica en una sociedad pluralista (colaboración) (Tecnos, Madrid, 2003); Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía del siglo XXI (Ediciones Nobel, Oviedo, 2007); Pobreza y libertad. Erradicar la pobreza desde el enfoque de Amartya Sen (Tecnos, Madrid, 2009); Las fronteras de la persona. El valor de los animales, la dignidad de los humanos (Taurus, Madrid, 2009); Neuroética y neuropolítica, sugerencias para la educación moral (Tecnos, Madrid, 2011); ¿Para qué sirve realmente… la ética? (Paidós, Barcelona, 2013); Aporofobia: el rechazo del pobre (Paidós, Barcelona, 2017)

Como se puede observar, son numerosas y diferentes las áreas de intervención de Adela Cortina. No le conozco ninguna monografía específicamente dedicada a la bioética, pero hace alusión a ella en varias publicaciones. «Un concepto «transformado» de persona para la bioética», publicado en Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid, 1993, año en el que también apareció un poco más ampliado dentro de una obra editada por F. Abel y C. Cañón, La mediación de la filosofía en la construcción de la bioética, Universidad de Comillas, Madrid); y «Problemas éticos de la información disponible, desde la ética del discurso», en Lydia Feito (ed.), Estudios de bioética, Dykinson, Madrid, 1997, 43-55.

1. La bioética como ética aplicada

A la filosofía moral o ética filosófica no sólo le incumben las funciones de aclarar qué es lo moral y de fundamentarlo racionalmente, sino aplicar sus descubrimientos en los diferentes ámbitos de la vida social: economía, política, empresa, periodismo, ecología, medicina, etc. Cuando se habla de ética aplicada no se está diciendo nada de los contenidos morales o «lo que debemos hacer en concreto». Sólo se refiere al marco argumentativo para justificar el «por qué» debemos actuar de esta o de la otra manera concreta, moralmente hablando.

Respecto a los ámbitos de la vida social en los que se aplica la ética hay que entenderlos como actividades cooperativas (en el sentido que McIntyre dio al concepto de «práctica» (Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 2001, pág. 233) que adquieren su sentido en la medida en que consiguen alcanzar los bienes internos que las definen, lo que exige también asumir determinados valores y practicar ciertos hábitos o virtudes que harán posible la consecución de ese bien interno. La medicina tiene un bien interno que la define (el bien del paciente), unos valores que se deben asumir (dignidad de la persona, la vida humana, confianza, diálogo, confidencialidad…) y unas virtudes que ayudan a conseguir el bien interno (prudencia, lealtad, fidelidad, abnegación, humildad…).

Pues bien, la bioética es la ética aplicada en el ámbito de la medicina, dándose en ella le peculiaridad, además, de haberse dotado de una serie de principios éticos que sirven de orientación en su propio ámbito moral, como son los de respeto a las personas o autonomía, beneficencia y justicia, al menos desde el conocido Informe Belmont de 1978, porque el de beneficencia procede ya de tiempos de Hipócrates. Pero a la ética no le corresponde decir cuáles son los contenidos morales en ese ámbito, lo que se debe hacer, sino ofrecer una justificación racionalmente fundada acerca de por qué se debe actuar así o de otra manera según los principios antes citados.

En cualquier caso, es imprescindible dejar claro que, en bioética, el punto de vista obligado y fundamental, es la vida humana concreta de cada individuo, es decir, de cada persona.

2. El discurso sobre la dignidad de la persona

1. Es de todos sabido que el término de persona procede del mundo griego (el famoso «prósopon» o máscara de los actores de teatro que simbolizaba el «papel» de cada uno en el teatro de la vida). Sin embargo, la conceptualización que hizo fortuna, en medio de un riguroso debate teológico medieval, fue la que nos transmitió Boecio definiendo la noción de persona así: «persona est naturae rationalis individua substantia» (persona es substancia individual de naturaleza racional).

Posteriormente ha experimentado sucesivos cambios llegando a convertirse, incluso, en un potente movimiento filosófico con el nombre de personalismo. Recomiendo el librito de A. Domingo Moratalla, Un humanismo del siglo XX: el personalismo, Ediciones Pedagógicas, Madrid, 1994). A ese tipo de ser racional es al que por unanimidad se le ha ido reconociendo y otorgando «dignidad», una por la que su vida adquiere un rango también cualitativamente superior al de cualquier otro ser vivo en la Tierra.

2. Ahora bien, sucede que la dignidad es una cualidad transitiva, o sea, expresa que alguien es merecedor de algo, pero no explica ni concreta de qué es merecedor ni por qué lo es. Es por tanto necesario averiguar cuál es la razón por la que le asignamos o reconocemos esa dignidad y a qué nos obliga o, dicho de otro modo, hay que indagar si la persona humana reúne alguna condición específica y exclusiva por la que sea digna de recibir un determinado tratamiento.

La respuesta no ha sido única a lo largo de la historia. La teología católica, por ejemplo, no duda en afirmar la dignidad de la persona por el hecho de haber sido creada a imagen y semejanza de Dios. Pero también ha habido respuestas pretendidamente filosóficas, aceptables por cualquier ser humano, tenga o no una profesión religiosa, de tal modo que quien negara la dignidad de una, muchas o todas las personas estaría en ese mismo momento actuando de manera completamente irracional, porque estaría negándose a sí mismo. En ese sentido resulta pionera la afirmación kantiana de la dignidad personal.

3. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Espasa, Madrid, 1990), Kant ofrece un marco racional para fundamentar la idea de dignidad personal que se ha conservado hasta nuestros días: «En el reino de los fines ─dice I. Kant─ todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad… aquello que constituye la condición para que algo sea un fin en sí mismo no tiene un valor meramente relativo o precio, sino que tiene un valor interno, es decir, dignidad» (p. 112).

Y en otro lugar dice lo siguiente: «Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad sino en la naturaleza tienen, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como simples medios, y por eso se llaman «cosas». En cambio, los seres racionales se llaman personas porque su naturaleza los distingue como fines en sí mismos, o sea, como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por tanto, limita todo tipo de capricho en este sentido y es, en definitiva, objeto de respeto» (p. 103).

Ese valor en sí o interno por que el su portador carece de equivalente y no es, por tanto, intercambiable como una mercancía o como una cosa que tiene valor externo o para, sólo puede reconocerse en la persona, que, en consecuencia, es un fin en sí misma y por eso goza de dignidad… y es objeto de respeto.

4. Por otra parte, el filósofo alemán encuentra el fundamento del valor interno de la persona, como fin en sí misma, en el hecho de que sea el único ser capaz de darse leyes a sí mismo, es decir, el único capaz de autonomía. Así lo dice Kant: «La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional... La autonomía de la voluntad es el estado por el cual ésta es una ley para sí misma… En este sentido, el principio de autonomía no es más que elegir de tal manera que las máximas de la elección del querer mismo sean incluidas al mismo tiempo como leyes universales» Y, más adelante, añade lo siguiente: «…el citado principio de autonomía es el único principio de la moral» (p. 114-120).

En resumen, la fundamentación kantiana de la dignidad humana está referida simultánea e inseparablemente a dos capacidades: 1ª) la de darse leyes a sí mismo o, mejor dicho, la capacidad de autodeterminarse a actuar; y 2ª) la capacidad universalizadora del ser humano, es decir, la de actuar sabiendo que las leyes que se da a sí mismo pueden ser admitidas racionalmente por los demás seres racionales en las mismas circunstancias.

5. La propuesta kantiana ha sido y sigue siendo objeto de críticas entre las que destaca principalmente la de quienes preguntan qué sucede con las personas incapaces de autonomía por diversas causas (congénitas, adquiridas, jurídicas). La respuesta tiene que venir dada en las soluciones adoptadas por la jurisprudencia, siempre y cuando se acepte la primera parte de la afirmación kantiana, a saber, que cada persona tiene un valor interno, es un fin en sí misma y nunca se puede instrumentalizar bajo ningún pretexto.

No obstante, la crítica más fuerte consiste en reconocer que el «yo» personal autónomo, propuesto por Kant, no atiende a la totalidad de la persona, comprendida como un todo psicosomático viviente. Es un modelo de yo autocentrado, introspectivo, ensimismado en su propia conciencia, en su racionalidad autónoma. Está cerrado.

3. La persona como «interlocutor válido»

1. A partir de la década de los 70 del siglo XX (cuando daba sus primeros pasos la bioética), comenzaba a elaborarse la filosofía de Apel y Habermas. Venía a ofrecer un fundamento de lo moral que transforma el principio kantiano de la autonomía en principio de la ética discursiva. Dicho con otras palabras, esa transformación nos hace pasar de un concepto de razón desarrollado en términos de reflexión a un concepto de razón desarrollado en términos de comunicación o, lo que es lo mismo, desde una razón centrada en el sujeto autónomo a la racionalidad de un «sujeto comunicativo», desde el paradigma del conocimiento del objeto al del entendimiento entre sujetos, capaces de actuar hablando, o sea, personas capaces de actuar comunicándose.

2. En esa transformación el sujeto no aparece como un observador, sino como un hablante que interactúa con un escuchante, es decir, aparece como interlocutor. Nos encontramos ante la apertura radical a la alteridad, porque nos identificamos como un alter ego de otros alter ego, de modo ahora hay que interpretar al sujeto personal no desde una conciencia moral autónoma, sino desde el reconocimiento recíproco de la autonomía que, además, es comunicativa.

Por lo tanto, cuando decimos «yo» estamos manifestando que no sólo podemos ser identificados en el espacio y en el tiempo por simple observación, sino que existe un mundo subjetivo o dimensión individual que es propio y exclusivo de cada cual y al que sólo cada uno tiene acceso privilegiado y, al mismo tiempo, existe un mundo social o dimensión personal al que todos pertenecemos porque es común y lo compartimos con los que nos rodean.

Esas son las dos dimensiones que constituyen al sujeto humano, a saber, la autonomía personal y la autorrealización individual, dimensiones que superan y transforman el planteamiento kantiano porque lo abren a la alteridad mediante el diálogo y la comunicación. Así es como se puede conjugar la idiosincrasia de los individuos (su idea del bien y de la felicidad) y su capacidad universalizadora (la idea intersubjetiva de lo correcto).

3. Por eso es necesario mantener la distinción entre éticas de mínimos universalizables, fundadas en la noción de autonomía, que defienden valores y principios compartidos intersubjetivamente (los derechos humanos, por ejemplo) y éticas consiliatorias de máximos, referidas a la particular idiosincrasia de los individuos y de los grupos morales (su idea del bien y la felicidad), que han de ser respetadas en la medida en que no violen los mínimos universalizables. Y, viceversa, la ética de mínimos exigirá respetar los ideales de autorrealización particular de individuos y grupos, siempre que éstos no atenten contra los ideales de autorrealización de los demás grupos e individuos. Y de ello son merecedores todos los seres humanos, no sólo por el hecho de ser personas y de reconocerles dignidad, sino porque esa dignidad personal se actúa en la comunicación y el diálogo y, en consecuencia, todos los seres humanos son dignos de ser tratados como interlocutores válidos.

4. Aquí es donde hay que tener bien presente el principio de la ética del discurso, que dice así: «sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en un discurso práctico». Así pues, para que la norma sea válida: 1º) tienen que haber participado en el diálogo todos los afectados por ella, y no sólo los representantes; 2º) el diálogo tiene que haberse realizado en condiciones de simetría; y 3º) la norma se tendrá por correcta sólo cuanto todos (no sólo los más poderosos, los más notables o la mayoría) la acepten porque satisface los interese de todos, o sea, porque es universalizable. Eso significa que el acuerdo sobre la validez moral de una norma no puede ser nunca un pacto de intereses individuales o grupales, fruto de una negociación, sino un acuerdo unánime, fruto de un diálogo sincero, en el que se busca satisfacer intereses universalizables.

5. Por último, para comprobar la corrección de una también es necesario someterla al principio dialógico de universalización: «Una norma será válida cuanto todos los afectados por ella puedan aceptar libremente las consecuencias y efectos secundarios que se seguirían, previsiblemente, de su cumplimiento general para la satisfacción de los intereses de cada uno». Este principio muestra que las normas que sólo satisfacen intereses de individuos o de grupos no son morales, y que el equilibrio que puede conseguirse entre ellas tras un diálogo puede ser una buena solución política, pero nunca una norma moral.

Véase la relación de este planteamiento con la llamada «ética cívica» o civil.

4. Aplicación al ámbito de la bioética

1. El nuevo concepto de persona, en primer lugar, llena de sentido la idea de dignidad del paciente mostrando que, como interlocutor válido, tiene derecho no sólo a que se le haga el bien, sino a ser escuchado en la toma de decisiones que le afectan.

Asimismo, el personal sanitario tiene el deber de respetar esas decisiones, ofreciendo previamente la información necesaria, salvo en los casos en que el grado de autonomía del paciente no sea suficiente como para dejar la solución en sus manos. Precisamente por ello el consentimiento informado se ha convertido en la expresión del principio de autonomía, un consentimiento entendido como un proceso dialógico cuyo punto final es el requisito legal de firmarlo de manera consciente y libre.

Autonomía significa, en este caso, «madurez psicológica y ausencia de presiones externas (sociales) o internas (el dolor mismo), suficiente como para decidir de acuerdo consigo mismo», una decisión, por cierto que es única e irrepetible. Por eso la autonomía, en el ámbito sanitario, es una conjugación de las dos dimensiones del sujeto personal expuestas anteriormente: la autonomía personal y la autorrealización individual. Lo universalizable es el derecho del paciente a tomar decisiones porque tiene acceso privilegiado a su subjetividad, a sus propios ideales de autorrealización. Y tiene derecho a ello porque desde una autonomía dialógica, el paciente «es digno de» o tiene derecho a ser tratado como un interlocutor válido.

Ante tal modo de entender las cosas, el paternalismo médico queda abolido y, en su lugar, entra como principio la relación dialógica entre sujetos autónomos. Relación que nada tiene que ver con implantar un despotismo del paciente (o de sus familiares) o caer en la «medicina a la carta». Médico y paciente son sujetos autónomos y, por ser dialógica su relación, le corresponde al médico el deber de informar y asesorar, y le corresponde al paciente el derecho de decidir sobre su propia concepción del bien en cuanto beneficiario del acto médico.

Las reflexiones de Adela Cortina han estado de algún modo inspirando buena parte de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica.

2. El concepto de persona propuesto por la ética del discurso también puede tener una gran aplicación en los comités de ética para la atención sanitaria, en los comités de ética de investigación clínica o biotecnológica, y en cualquier otro comité o comisión de bioética sea cual sea el rango de su institucionalización. Estos organismos pueden demostrar con su funcionamiento que las decisiones acerca de qué normas satisfacen intereses universalizables no deberían ser tomadas sólo por los expertos, sino por los mismos afectados. Deberían de ser éstos, junto a la información y el asesoramiento de los expertos, quienes decidieran qué tienen o no por universalizable, moralmente hablando.

Es bien cierto que todo esto no puede caer en el despotismo social por el que se llega a confundir, lamentablemente, la moda social con la norma moral. Pero no es menos cierto que la participación ciudadana es la clave para tomar decisiones que les afectan. Los principios de la ética discursiva, expuestos más arriba, pueden contribuir a la creación de una cultura basada en la igualdad comunicativa, en la que ninguna persona puede ser excluida a priori de la argumentación cuando ésta trata de cuestiones que la afectan. Pero, sobre todo, tendrá una influencia transformadora la convicción de que cada persona es un interlocutor válido que debe ser reconocido como tal por cuantos pertenecen a la misma comunidad de hablantes. Los comités y comisiones de bioética tienen en sus manos la oportunidad de demostrar la efectividad de estas reflexiones.

3. Y, finalmente, el concepto de persona, expuesto al hilo de las reflexiones de Adela Cortina, conlleva también implicaciones de relieve en la interpretación y la puesta en práctica del principio de justicia. En el ámbito de la sanidad, donde la distribución de recursos es un problema directamente relacionado con la justicia moral (no sólo con la jurídica, como así debe ser también, por cierto), suele también estar en manos de los expertos o de los políticos de turno. Pero no es menos cierto que, según lo exigido por la ética del discurso, junto a los expertos de oficio o de turno, se debería reconocer que los interlocutores potenciales, que son de hecho todos los ciudadanos que participan en la «cosa pública», han de ser tenidos en cuenta a la hora de decidir. Y eso no sólo porque les afectan directa o indirectamente los temas de salud y enfermedad, sino porque lo pagan desde sus propios bolsillos.

La decisión de «contar con» todos los interlocutores afectados no puede obedecer sólo a las votaciones democráticas, ni reducirse al descontento o a la indignación lógica de unos cuantos, por muchos que sean. Contar con las personas afectadas como interlocutores válidos, en cuestiones de justicia sanitaria, lleva consigo institucionalizar la participación ciudadana a niveles en los que venían siendo excluidos.

Decía Marco Aurelio (siglo I d. C.):«Siempre tienes que ser capaz de dos cosas: la primera, hacer exclusivamente lo que según tu razón beneficia a los hombres; la otra, cambiar cuando alguien te corrija o te convenza. Hazlo siempre movido por la justicia y el bien común, y no por lo que parezca agradable y popular». (Meditaciones, Barcelona, 1998, 67)

E. Pellegrino: La virtud en la ética médica

E. Pellegrino: La virtud en la ética médica 150 150 Tino Quintana

Edmund Pellegrino (Newark, Nueva Jersey, 1920-2013) fue un médico y profesor universitario norteamericano, especialista en ética médica y bioética. Estudió primero con los jesuitas en Chelsea (Manhatan). Su formación universitaria tuvo lugar en la Universidad St. Jonhn’s, donde se graduó como Bachiller de Ciencias obteniendo la calificación Summa cum Laude, y finalizó sus estudios de Medicina en la Universidad de Nueva York donde obtuvo el Doctorado. Fue profesor emérito de Medicina y Ética Médica y Profesor Adjunto de Filosofía en la Universidad de Georgetown, alternado esa actividad con los servicios clínicos regulares.

Ha sido en  más de cuarenta ocasiones doctor Honoris Causa por centros académicos de prestigio internacional. Ha sido director de numerosas instituciones relacionadas con las ciencias de la salud, ha recibido también numerosos premios y colaborador de renombradas asociaciones científicas. Entre sus responsabilidades hay que resaltar la de director del Kennedy Institute of Ethics (1983-1989) y la de haber sido presidente de la Comisión de Bioética adjunta al Presidente de los Estados Unidos (The Presidential Commission for the Study of Biomedical Issues).

Solamente conozco un par de obras suyas traducidas al español, Las virtudes en la práctica médica, (The virtues in medical practice, Oxford University Press1993, Editorial Triacastela, Madrid, 2009) y Las virtudes cristianas en la práctica médica (The Christian virtues in medical practice), Georgetown University Press, 1999, y Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 2008). Ambos trabajos están publicados en colaboración con otro prestigioso bioeticista norteamericano, David C. Thomasma (fallecido en el año 2002), profesor de Ética Médica y Director del Programa de Humanidades Médicas en la Universidad Loyola de Chicago. Con este mismo autor había publicado con anterioridad dos obras dedicadas a la filosofía de la medicina, la primera en 1981 (A Philosophical Basis of Medical Practice: Toward a Philosophy of the Healing Professions) y la segunda en 1988 (For the Patient’s Good: The Restoration of Beneficence in Health Care). Estas dos últimas constituyen el trasfondo sobre el que elaboran su teoría de las virtudes ética en medicina.

1. Los antecedentes

A lo largo de esta página seguiré muy de cerca el espléndido resumen de J.J. Ferrer y J.C. Álvarez, Para fundamentar la bioética. Teorías y paradigmas teóricos en la bioética contemporánea, Universidad de Comillas, Madrid, 2003, 183-204.

El concepto de «virtud» (areté) procede de la filosofía griega: Sócrates, Platón y Aristóteles. Y, como es sabido, las virtudes ocuparon un lugar destacado en la filosofía moral clásica y cristiana. Tanto la ética aristotélica como la tomista, concretamente, son éticas de la virtud, pero no del deber ni de los mandamientos como sucede en las éticas modernas. Sin embargo, la idea de virtud identificada con la síntesis aristotélico-tomista sufrió un eclipse primero en la época renacentista y, luego, en la época moderna, especialmente por obra de N. Maquiavelo y Th. Hobbes.

Habrá que llegar hasta las últimas décadas de siglo XX para asistir a la recuperación de la ética de las virtudes, que tiene en Alasdair MacIntyre uno de sus autores más destacados e influyentes, como ha sucedido con su obra Tras la virtud (Editorial Crítica, Barcelona, 2001) publicada en 1981 (After Virtue. A Study in Moral Theory, University of Notre Dame Press). El objetivo de MacIntyre se concentró en la recuperación de la tradición aristotélico-tomista . Ahí es donde se inscribe la contribución de Pellegrino y Thomasma, debido a sus propias raíces cristiano-católicas y no sólo a la influencia de la obra de MacIntyre.

2. Las bases de su propuesta

El punto de partida de nuestros dos autores se concentra en reconocer la realidad de una naturaleza humana común, como fundamento que hace posible el diálogo, la argumentación racional y la comunicación entre las diversas tradiciones morales existentes. Esa naturaleza común también impulsa a los seres humanos a la búsqueda y consecución de su propio fin (telos) que es el bien y la vida buena. En la ciudad griega y en la cristiandad medieval se podía desarrollar una ética de las virtudes «robusta», es decir, firmemente asentada en una sola cosmovisión y, por tanto, en una sola concepción del bien o de la vida buena para todos. Eso ya no sucede en la sociedad actual, compuesta por diversas comunidades morales, cada una con su propia e inseparable idea del bien y de la vida buena. Pero eso puede alcanzar en el ámbito profesional, al menos en algunas de las más arraigadas (sacerdotes, jueces, docentes, médicos), porque son de hecho comunidades morales dentro de la sociedad pluralista contemporánea.

Y ahí es precisamente donde engarza la contribución de Pellegrino y Thomasma, convencidos de que la ética de las virtudes se puede alcanzar en el ámbito de las profesiones, porque cada una de ellas es una comunidad moral que se identifica por el acuerdo acerca del bien o de la finalidad que persigue.

La medicina es, indudablemente, y desde sus mismos orígenes hipocráticos, una comunidad moral identificada con el bien o el fin que define la actuación de sus profesionales. En ese sentido, hay tres factores propios de la medicina que impone responsabilidades morales a quienes la practican por el mero hecho de formar parte de una misma comunidad moral. Esos factores son los siguientes:

a) La naturaleza de la enfermedad

El hecho universal de la enfermedad, como fenómeno humano, sitúa a la persona enferma en un contexto de vulnerabilidad y dependencia y, además, la introduce tarde o temprano en el ámbito de los profesionales de la salud, es decir, en una comunidad definida por exigencias morales específicas que giran todas ellas en torno a un solo y único fin: el bien de la persona enferma o, lo que es lo mismo, recuperar la salud y, si esto no fuera posible, encontrar alivio, cuidados y consuelo.

b) El carácter social de los conocimientos médicos

Los conocimientos médicos, adquiridos a través de la formación, la experiencia clínica y la investigación, son un verdadero privilegio que se debe poner al servicio de los enfermos, de la sociedad y del progreso biomédico. No son propiedad privada ni deberían ser utilizados jamás para obtener lucro personal, prestigio o poder. Forman parte del patrimonio de la humanidad.

c) El acto “jurado” de profesar la medicina

En las universidades norteamericanas suele recitarse el Juramento Hipocrático durante la ceremonia de graduación de los nuevos médicos. Pellegrino y Thomasma están convencidos de que es ese juramento o promesa solemne, y no el título académico, lo que simboliza el ingreso formal en la profesión médica y, por ello, en la comunidad moral de los médicos. Se hace promesa pública de poner la competencia profesional al servicio del bien de los enfermos, iniciando así un proceso de encuentros sucesivos con los pacientes donde se establece una alianza de mutua confianza médico-enfermo que impone obligaciones morales específicas al profesional sanitario.

Esos tres factores son constitutivos del acto médico y lo definen como una acción orientada a un fin (telos) claro y preciso, porque obligan moralmente al profesional a poner sus conocimientos y habilidades al servicio de cada persona enferma, o sea, a buscar no sólo su bien terapéutico sino su bien integral. Por eso se puede defender una ética médica cuyo principio básico es la obligación de hacer objetivamente el bien al enfermo, la beneficencia terapéutica, sin necesidad alguna de ejercer el paternalismo. De hecho, la autonomía de la persona enferma hay que respetarla porque forma parte inseparable del bien integral de esa persona. Así pues, Pellegrino y Thomasma proponen un modelo de ética médica que llaman «beneficence in trust» (beneficencia fiducial o en la confianza), un modelo que exige al médico ser una persona virtuosa, digno de la confianza del paciente, y dispuesto poner sus conocimientos científico-técnicos al servicio del bien de cada paciente.

Teniendo en cuenta las reflexiones anteriores, la virtud, en general, es «un rasgo de carácter que dispone habitualmente a la persona que lo posee a la excelencia, tanto en la intención como en la ejecución, en relación con el fin (telos) propio de una actividad humana». Así definía la virtud E. Pellegrino en un artículo que publicó en Kennedy Institute of Ethics Journal, 5 (1995) 268. En medicina, esa actividad es la curación, es sanar, y cuando eso no sea posible, siempre se podrá cuidar o, dicho en otros términos, poner los propios conocimientos y habilidades médicas al servicio del bien integral de cada persona enferma

3. Tabla de las virtudes médicas

.- Fidelidad a la promesa. Viene exigida por la relación de confianza médico-enfermo y tiene que ver con la lealtad que el médico debe, ante todo, a la persona enferma. Traicionar esa confianza, y esa lealtad, es una grave falta de moral profesional.

.- Benevolencia. Querer que todos los actos médicos sirvan al bien del enfermo Adviértase que se trata de una inclinación a querer el bien (bene-volere), no un mandamiento de hacer el bien (bene-facere).

.- Abnegación. Subordinar los intereses individuales (lucro, prestigio, éxito, poder…) estén subordinados al bien del enfermo que es el fin propio de la medicina..

.- Compasión. Capacita para sintonizar con el enfermo y sentir algo de su experiencia de dolor, sufrimiento y debilidad, puesto que significa literalmente «sufrir con» o «sufrir juntos». Es imprescindible para adaptarse a la situación concreta de «tal» enfermo…

.- Humildad intelectual. Saber cuándo se debe decir «no lo sé» y tener el coraje de hacerlo es una virtud que permite reconocer los propios límites y admitir la ignorancia cuando no se sabe. Además sabia es una actitud virtuosa.

.- Justicia. Se pone de relieve es la «justicia conmutativa», exigida por la relación terapéutica de confianza entre médico y enfermo, pues el médico está obligado a dar a cada paciente lo que le es debido (lo suyo, su derecho), así como dar igual trato a los casos iguales, aunque las necesidades específicas de cada paciente podrían obligar a excederse en lo que es debido en sentido estricto. En cuanto a la «justicia distributiva», que se ocupa de lo que es debido a otros, es una obligación que queda en segundo plano, alejada del médico, porque no está vinculado con ellos por una relación terapéutica directa, es decir, porque la asistencia médica se hace a una persona identificable, no a la sociedad en general.

.- Prudencia. Se trata de la recta razón para deliberar y actuar (la «phrónesis» de Aristóteles y la «recta ratio agibilium» de Tomás de Aquino. Es la virtud del discernimiento y la deliberación moral que dispone a elegir de manera razonable y ponderada, en situaciones complejas, entre diversas alternativas de diagnóstico y tratamiento. No garantiza certezas, ni nos hace infalibles, pero dispone a elegir los medios más eficaces para alcanzar el fin de la praxis médica: el bien integral del enfermo.

4. Insuficiencia de las virtudes por sí solas

Nuestros autores admiten sin dudarlo que las virtudes, por sí solas, no bastan para elaborar una teoría ética suficientemente fundada y abarcadora. Es imprescindible incluir, junto a la virtud, otros conceptos como los de principios, normas o reglas, valores, deberes…y establecer con claridad las relaciones entre ellos. Esta autocrítica de Pellegrino y Thomasma es acertada, y lo es porque incurre en un argumento circular que se expresa del siguiente modo: el acto moralmente bueno es aquel que está en conformidad con la virtud, realizado por una persona virtuosa…y ¿Qué es la persona virtuosa?, es aquella que realiza acciones conforme a la virtud. De ese modo nunca se sale del mismo círculo argumentativo. La única manera de romper esa circularidad (dicen con buen criterio J.J. Ferrer y J.C. Álvarez a quienes estamos siguiendo) es aceptar que existen unos principios éticos comúnmente compartidos con los que se debe conformar también la acción humana para comprobar si es auténticamente virtuosa. Esos principios pueden ser los de la bioética convencional o estándar (no maleficencia, justicia, autonomía y beneficencia).

Así todo, es necesario admitir que la ética de los principios, aislada o desconectada de las virtudes, se reduciría a un puro formalismo abstracto, al criticado «principialismo», que serviría para determinar la corrección de los actos, pero que prescindiría de la formación del carácter de las personas, o sea, de la virtud ética. Es de suyo evidente que ésta debe orientarse no sólo a la búsqueda de criterios que juzguen la rectitud de las acciones, sino también a promover la bondad de las personas. Podríamos decir, en resumen, que las virtudes éticas son los principios personalizados, convertidos en realidades vivientes. Por eso, utilizando palabras de Pellegrino y Thomasma, es imprescindible unir la ética de los principios con la ética de las virtudes.

Se podrían añadir otras valoraciones críticas sobre ciertos aspectos o temas de la propuesta de Pellegrino y Thomasma, pero creo que no es éste el lugar. A quien le interese leerlo puede acudir a las páginas 201-204 del libro de Ferrer y Álvarez, que he citado al inicio de esta página.

5. ¿Merece la pena la propuesta de Pellegrino y Thomasma?

Me parece que la pregunta recién planteada es lógica y actual. Es difícil negar que entre los profesionales de la medicina se está imponiendo la tendencia a ser cada vez menos profesionales libres y cada vez más empresarios, gestores o simples asalariados. Del mismo modo, hay una tendencia generalizada a convertir el enfermo en cliente o consumidor de salud como un producto más de una sociedad mercantilizada (medicalizada económicamente, en este caso). En ese contexto ¿Puede sobrevivir el ideal médico de Pellegrino y Thomasma?.

Ambos son bien conscientes de esta dificultad, pero su respuesta es bien clara: sólo la preservación del ideal de la medicina como profesión dedicada al bien de cada persona enferma puede salvaguardar con fuerza los intereses de la sociedad, o sea, los intereses de cada uno de nosotros, porque nadie podrá evitar la enfermedad y la situación de vulnerabilidad que nos lleva a pedir ayuda a quienes tienen en sus manos la responsabilidad profesional (y moral) de concedérnosla. Si eso es así, y lo será irremediablemente en alguna fase de nuestra vida, entonces, el acto clínico conllevará siempre la virtuosidad moral de los profesionales sanitarios. Habrá que admitir por parte de todos que el ideal de la medicina como una profesión que encuentra su razón de ser en el servicio virtuoso a los enfermos es una propuesta por la que merece la pena seguir apostando. Sin lugar a dudas.

Sugiero la lectura del valioso trabajo de F. Torralba, Filosofía de la Medicina. En torno a la obra de E.D. Pellegrino, Instituto Borja de Bioética y Fundación Mapfre Medicina, Madrid, 2001. También se puede ver lo que hemos desarrollado en este mismo blog: «El legado de E. Pellegrino (I)» y «El legado de E. Pellegrino (y II)«

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H. Jonas: el principio de responsabilidad

H. Jonas: el principio de responsabilidad 150 150 Tino Quintana

La obra de Hans Jonas es, hoy por hoy, uno de los referentes con mayor influencia en el ámbito de lo que habitualmente se llaman las éticas aplicadas con repercusión en los campos de la bioética, la tecnoética y la ética ecológica. Aunque tiene algunas páginas dedicadas a la ética médica, vista siempre desde su estrecha relación con la técnica, no ha dedicado páginas específicas a la bioética. Sin embargo, su obra sobre el «principio de responsabilidad» ha penetrado con fuerza en todos los campos de la bioética actual. Max Weber ya había puesto de relieve, en su obra El político y el científico (Alianza Editorial, Madrid, 1967), la diferencia entre «ética de la convicción» y «ética de la responsabilidad», pero será Hans Jonas quien le otorgue un enfoque diferente al situarlo como motor de la ética para una civilización tecnológica y, sobre todo, para las futuras generaciones y la biosfera en su conjunto.

Hans Jonas (1903 -1993) fue un filósofo alemán de origen judío. Estudió filosofía y teología en Friburgo, donde fue discípulo de Edmund Husserl y de Martin Heidegger. También estudió en Berlín y Heidelberg, y finalmente obtuvo el doctorado en Marburg, donde fue discípulo de Rudolf Bultmann. Ahí conoció a Hannah Arendt que también estaba haciendo el doctorado, comenzando una amistad que duraría el resto de sus vidas. El pensamiento filosófico de Jonas también estuvo muy influenciado por la obra del filósofo Alfred North Whitehead.

Cuando en 1933 Heidegger se unió al Partido Nazi, Hans Jonas quedó profundamente afectado, por su origen judío y mentalidad sionista, y le hizo dudar del valor de la filosofía que había estudiado. Marchó a Inglaterra ese mismo año y, desde ahí, viajó a Palestina en 1934, donde conoció a Lore Weiner que luego sería su esposa. En 1940 regresó a Europa para unirse al Ejército Británico, durante la II Guerra Mundial, alistándose en una brigada especial de judíos alemanes contra el nazismo. Inmediatamente tras la guerra volvió a su ciudad natal, Mönchengladbach, para buscar a su madre, pero descubrió que había sido enviada a Auschwitz. Esto le convenció para abandonar definitivamente Alemania.

Volvió a Palestina y tomó parte en la Guerra árabe-israelí de 1948. Sin embargo, sintió que su destino no era ser un sionista, sino enseñar filosofía, encargándose brevemente de algunas clases en la Universidad Hebrea de Jerusalén antes de trasladarse a Norteamérica. En 1950 marchó a Canadá, enseñando en la Universidad de Carleton y desde ahí se trasladó a Nueva York en 1955 donde vivió el resto de sus días. Trabajó para la Nueva Escuela de Investigaciones Sociales entre 1955 y 1976. Murió a los 89 años de edad.

Es principalmente conocido por su influyente obra El principio de la responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica (publicado en alemán en 1979, su primera traducción española es del Círculo de Lectores, Barcelona 1994). Otras obras suyas también conocidas son Técnica, medicina y ética: sobre la práctica del principio de responsabilidad, (Ediciones Paidós, Madrid, 1997) y El principio de vida: hacia una biología filosófica (Ediciones Trotta, Madrid, 2000).

2. Origen y bases de su pensamiento

Es muy probable que en el origen de sus reflexiones sobre la responsabilidad estén presentes dos experiencias personales y simultáneas: la de saber que su madre murió en Auschwitz y la de su absoluta condena del nazismo. Por eso quizá haya mantenido siempre una sospecha permanente sobre la bondad del desarrollo científico-técnico y una duda inalterable acerca de sus posibles efectos negativos en la naturaleza, en la biosfera y en las futuras generaciones. El punto de partida es la existencia del mal objetivo, cumplido, demostrado en lugares tan siniestros como Auschwitz, y en otros similares, tanto en aquel tiempo como en los desastres ocurridos en otros lugares del planeta y ante nuestras propias narices.

La ética de Jonas arranca de un hecho: el hombre es el único ser conocido que tiene responsabilidad, y tiene responsabilidad porque tiene poder en el primer sentido literal del término, es decir, la facultad o potencia de hacer algo. Como él mismo dice: «la responsabilidad es un correlato del poder, de tal modo que la clase y la magnitud del poder determinan la clase y la magnitud de la responsabilidad». Sólo los humanos pueden (tienen el poder de) escoger consciente y deliberadamente entre alternativas de acción y esa elección tiene consecuencias, precisamente porque, en su sentido más originario, «poder significa liberar efectos en el mundo«. Lo primario, entonces, ya no es lo que el hombre debe ser y hacer, y luego puede o no puede hacerlo. No. Lo primario es lo que él hace de hecho, porque tiene la capacidad de causar o generar acciones y sus consecuencias, porque puede hacerlo, y el deber se sigue del hacer. Ya no hay que afirmar como Kant: puedes, puesto que debes. Nosotros tenemos que decir hoy al revés: «debes, puesto que haces, puesto que puedes, es decir, tu enorme poder está ya en acción».

3. La responsabilidad constitutiva

El carácter inédito del poder que el hombre ha adquirido por medio de la ciencia y la técnica ha ocasionado un gran vacío ético que no puede llenar la ética tradicional, porque, debido a su antropocentrismo y su orientación hacia las relaciones entre los seres humanos (relaciones cerradas al resto de la biosfera y los seres vivos), implica unos planteamientos que no responden a la gravedad y a la amplitud de los retos que plantean las nuevas tecnologías. Todo esto lleva a formular una noción de responsabilidad que, si bien es un concepto presente e hilvanado desde los clásicos hasta nuestros días, es necesario darle un sentido nuevo: el de ser una responsabilidad fundante porque constituye al ser humano en sujeto agente de sus actos y de sus consecuencias, no sólo en el ámbito de su mundo particular, sino en el de la sociedad, la biosfera y las generaciones futuras.

En consecuencia, Hans Jonas aborda un concepto de responsabilidad que concierne a toda la humanidad y a su habitat. Es una responsabilidad recíproca entre los seres humanos presentes en el planeta y, al mismo tiempo, es una responsabilidad no ya recíproca sino «por» los seres humanos del futuro que todavía no están. Estas futuras generaciones no tienen deberes respecto a nosotros, pero sí tendrán el derecho de hacernos responsables de la naturaleza y la calidad de vida que les leguemos. De ahí la responsabilidad de nuestro quehacer tecnológico en general. Hans Jonas presta una atención especial a la precariedad y a la fragilidad (a la vulnerabilidad) de los equilibrios naturales y biológicos que aseguran la existencia de la vida. Por todo ello, y por primera vez en la historia de la humanidad, la naturaleza como tal es objeto de una responsabilidad ética, cuyo fundamento se encuentra en el respeto por la humanidad y dignidad del ser humano, que está ligada y es dependientes e indisociable de sus relaciones con la biosfera y el cosmos. Todo eso implica la necesidad de desarrollar una responsabilidad ética que sea constitutiva del sujeto.

Ello significa que si bien es cierto que la vivencia y la experiencia de la ética nace en la relación con el otro, esta relación no es algo que se produce accidentalmente y a partir de sujetos ya constituidos, sino que es originaria, única e intransferible en cada ser humano, en el sentido de que cada ser humano se constituye responsable antes de que él lo pueda elegir libremente, es decir, antes de cualquier iniciativa personal. De hecho, nadie, absolutamente nadie es indiferente ante el rostro del otro. Por lo tanto, la responsabilidad no es un efecto o consecuencia de la libertad sino que la precede y la fundamenta. La propuesta de Han Jonas guarda una estrecha relación con el pensamiento de Emmanuel Lévinas y su formulación de una ética de la responsabilidad basada en esa relación originaria, creacional y fundante que tiene lugar cuando el «yo» se encuentra con el «Rostro del otro», que está ahí llamando, pidiendo, necesitando… Ese «otro» que no es cliente, ni extraño, ni competidor, ni siquiera vecino…es siempre, por lo menos, «interlocutor».

4. Los imperativos de la responsabilidad

Desde ese planteamiento básico, el prototipo de responsabilidad para Hans Jonas es la responsabilidad por el hombre. Se trata de un asunto de pura reciprocidad, dado que yo, que tengo responsabilidad por alguien, al vivir entre seres humanos estoy siempre en manos de la responsabilidad de alguien. Este prototipo de responsabilidad conlleva:

.- Un primer mandamiento o imperativo ético: que vivan los seres humanos y, junto a ese imperativo va otro que dice: que los seres humanos vivan bien. Estos primeros imperativos o mandamientos están contenidos implícitamente en todos los demás mandamientos o normas éticas como sanción suya y premisa común a todos.

.- A su vez, estos primeros imperativos incluyen un axioma ético: «nunca es lícito apostar, en las apuestas de la acción, la existencia o la esencia del hombre en su totalidad». Este principio ético prohíbe arriesgar la nada, esto es, permitir la posibilidad de la nada en las acciones en las que está implicada la humanidad y, sobre todo, obliga en razón del siguiente deber primario: «optar por el ser frente a la nada».

La responsabilidad emana o proviene de la libertad o, según sus propias palabras: «la responsabilidad es la carga de la libertad». Se trata, pues, de una exigencia moral, que hoy se ha vuelto más acuciante y urgente, porque en la sociedad actual la responsabilidad ha de estar a la altura de la omnipotencia científico-técnica que tiene el hombre sobre el presente y, en particular, sobre su futuro. Así pues, los imperativos éticos «jonasianos» hunden sus raíces en las nuevas condiciones de vida provocadas por la amenaza biotecnológica y tecnocientífica.

Para Jonas, la responsabilidad moral arranca de una triple constatación: 1ª) la vulnerabilidad de la naturaleza en la era de la técnica, 2ª) la convicción de que la responsabilidad es una función del poder, como poder de acción, de tal modo que quien no tiene esa clase de poder tampoco tiene responsabilidad, porque se es responsable sólo de lo que se puede hacer, y 3ª) una clara inversión del «a priori» kantiano de respeto a todas las formas de la vida, pero invirtiendo su formulación del siguiente modo: debes, puesto que haces, puesto que puedes responsabilizarte de la acciones y de sus consecuencias a favor de todo lo vivo, incluido el primero de los imperativos éticos: que el hombre viva… y que viva bien.

Por eso el principio de responsabilidad es el fundamento y, a la vez, el motor de la ética actual cuyo primer deber es tener en cuenta las condiciones globales de la vida humana y de la misma supervivencia del resto de las especies vivas. Las generaciones actuales tienen la obligación moral de hacer posible la continuidad de la vida y la supervivencia de las generaciones futuras. Ese deber se concentra en un nuevo imperativo categórico adecuado al nuevo tipo de acciones humanas en la era tecnológica.

Pero el imperativo ético que propone Jonas arranca del miedo, de la «heurística del temor». Es el miedo a las consecuencias irreversibles del progreso (contaminación masiva, manipulación genética, desigualdad en al distribución de alimentos y de recursos sanitarios, destrucción del habitat, etc.), lo que nos obliga a actuar imperativamente. El motor que nos impulsa a obrar es la amenaza que pende sobre la vida futura. Dicho imperativo ético como respuesta a la nueva civilización tecnológica adopta estas formulaciones:

.- «Obra de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica sobre la tierra».
.- Puede expresarse también negativamente: «Obra de tal manera que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esta vida».
.- O, más sencillamente, todavía: «No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la tierra».
.- También se puede formular positivamente así: «Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre».

Ante la posibilidad real de una destrucción universal de la vida, el deber o axioma básico de la responsabilidad comprende tres obligaciones: 1º) la existencia de un mundo habitable, pues no cualquier mundo puede ser un espacio de «habitación» humana auténtica; 2º) la existencia de la humanidad, porque un mundo sin seres humanos para Jonas equivale a la nada: sin humanidad desaparece el ser; y 3º) la existencia del «ser tal» de la humanidad: la humanidad auténtica no es cualquiera, sino una humanidad creadora. El ser del hombre crea valor y una humanidad no creadora no sería estrictamente humana.

A diferencia del imperativo categórico kantiano que se dirigía al comportamiento privado del individuo, el nuevo imperativo de la responsabilidad se dirige al comportamiento público y social, al poder político nacional e internacional. Y actualmente añadiríamos que se dirige también al poder del mercado, un poder que hace y deshace el mundo a su antojo, antojo que es interés, lucro, ganancia y éxito basado en el puro y simple consumo (el homo consumpter). Así pues, no se trata de buscar la concordancia del hombre consigo mismo, la coherencia personal del humano que quiere estar a la altura de su deber, como decía Kant, sino que se pone el acento en la dimensión de futuro que, al revés de lo que acontece con la utopía, no se ve como promesa sino como amenaza. Si la ética de Jonas se pretende con valor universal, no es porque todo el mundo hace lo mismo (cosa que no ocurre) sino porque, obrando así, defendemos la vida de todos incluida la de las futuras generaciones.

En resumen, el imperativo de la responsabilidad puede esquematizarse en tres puntos: 1º) una constatación: el planeta está en peligro y la causa de este peligro es el poder del hombre, poseedor de una técnica que ha llegado a ser anónima, autónoma y anómala; 2º) un axioma o imperativo: debemos actuar a partir del deber que es para todos los humanos la supervivencia de la humanidad; y 3º) una teoría y una práctica ética: basada en la heurística del temor.

5. La responsabilidad en la profesión sanitaria

Hay un apartado en el segundo epígrafe del capítulo IV en el que Hans Jonas se refiere, en mi opinión, a quienes tienen por delante, en el futuro próximo, temporalmente hablando, obligaciones que deben asumir por razón de su cargo, competencia o función. Son responsabilidades que aún no están realizadas o puestas en práctica y, además, son externas al sujeto agente pero están dentro de su área de competencia, cargo o función: «la responsabilidad por lo que se ha de hacer: el deber del poder». No hay alusión alguna a los profesionales sanitarios, pero se podrían incluir aquí junto a otros profesionales (jueces, sacerdotes, gobernantes). El paradigma de esta responsabilidad primordial es la figura de los padres, pues son ellos quienes encarnan y experimentan en sí mismos «la responsabilidad del hombre por el hombre«, que tiene como objeto general a todo lo vivo y, como objeto particular, la responsabilidad por otros iguales a ellos. Significa encargarse de o cuidar de alguien.

Se trata de un concepto de responsabilidad que no tiene nada que ver con el dar cuenta de lo que se ha hecho en el pasado o hacerse cargo de las consecuencias objetivadas de los actos realizados. Tiene que ver con la determinación de lo que se debe hacer, pero aún no está hecho. Según este nuevo concepto, dice Jonas, «yo me siento responsable primariamente no por mi comportamiento y sus consecuencias, sino por la «cosa» que exige mi acción». En esta nueva situación, «aquello «por lo» que soy responsable (la «cosa») está fuera de mí, pero se halla en el campo de mi poder de acción…». Esa «cosa» se remite a mí, me concierne a mí, me afecta a mí y depende de mí, porque está dentro del campo de acción de mi poder-hacer.

Hasta tal punto es así que lo que me concierne, me afecta y es dependiente de mí, termina mandándome, es decir, quien tiene el poder de hacer se siente obligado «por» la «cosa» que le concierne o le afecta. Es evidente que ese tipo de responsabilidad incumbe a los profesionales sanitarios por razones de su cargo o competencia, es decir, porque tienen conocimientos y habilidades específicos, propios de su cargo y, por tanto, tienen también el poder de hacer o capacidad de causar actos que provienen exclusivamente de su competencia o, lo que es lo mismo, de su responsabilidad profesional.

Considero, entonces, que no es ningún atrevimiento torticero identificar esa repetida «cosa»: 1º) con cualquier persona que acude solicitando ayuda, como paciente, al profesional sanitario que se dispone a recibirla y a escucharla; y 2º) con el tema, asunto o problema que esa persona trae entre manos ante el profesional sanitario, es decir, con su dolencia, padecimiento o enfermedad.

Pues bien, el poder-hacer del profesional sanitario se vuelve objetivamente responsable de lo que le ha sido encomendado (la «cosa»=la persona enferma) y, además, toma partido y se compromete con las acciones causadas por su poder científico-técnico, es decir, con el diagnóstico, el pronóstico, el tratamiento y el seguimiento. Y, todavía más, el sentimiento de responsabilidad del profesional sanitario tiene su origen no en la responsabilidad general que incumbe a todo ser humano-capaz, sino en «la bondad propia y conocida de la cosa», en la dignidad y el respeto que merece su paciente (diríamos nosotros), bondad, dignidad y respeto que afecta a la sensibilidad del profesional, le impide actuar por egoísmo y le impulsa a sanar.

Todo ello conduce a las siguientes conclusiones: 1ª) El objeto o «cosa» de la responsabilidad profesional (el paciente) debe-ser, o sea, existir, vivir, sanar, y 2ª) el sujeto agente, que tiene el poder-hacer (el profesional sanitario) está llamado u obligado a cuidar del objeto (auscultarlo, diagnosticarlo, tratarlo, seguirlo…sanarlo, si fuera posible…). Y, como añade Jonas, «si a ello se agrega el amor… a la responsabilidad le da entonces alas la entrega de la persona, que aprende a temblar por la suerte de lo que es digno de ser y es amado», es decir, la persona enferma con su situación y su destino.

A esa especie de responsabilidad y de sentimiento de responsabilidad es a la que nos referimos cuando hablamos de ética, una ética prospectiva, orientada al futuro, motor de los sistemas morales sean cuales sean los planteamientos ideológicos que los sostienen. Es precisamente en ese sentido en el que el principio de responsabilidad ocupa el centro en torno al que gira la interpretación del resto de principios de la bioética, por una parte, y, por otra parte, se sitúa en la base del diálogo y la deliberación en cuanto cualidades imprescindibles para tomar decisiones correctas y buenas en el ámbito sanitario. En fin, el principio de responsabilidad es el principio cardinal que mueve toda la bioética.

Quizá la mejor definición es la que da el mismo Hans Jonas, casi al final de su libro: «Responsabilidad es el cuidado, reconocido como deber, por otro ser, cuidado que, dada la amenaza de su vulnerabilidad, se convierte en “preocupación”».

6. Algunas cosas para el final

Obviamente, los imperativos éticos de Han Jonas arrancan de una opción por el hombre y por la continuidad de la vida en toda su extensión, teniendo bien presente que se encuentra en un cruce de caminos caracterizado por la emotividad, la prudencia y la deontología:

.- Es emotivista, porque su opción por el deber ecológico y biotecnológico arranca del sentimiento de superioridad de la vida.
.- Es prudencial, y en cierto modo aristotélica, porque defiende un criterio de moderación para la vida humana: no todo cuanto se puede hacer se debe hacer.
.- Es deontológica y postkantiana, porque asume la supervivencia de la vida (y no de «cualquier» tipo de vida, sino de la vida humana creadora) como exigencia imperativa y universal.

Por eso mismo, aunque la obra de Han Jonas está hoy en el centro del debate desde varios frentes, no pudo ser nunca comprendido por los marxistas, los utilitaristas y los existencialistas, puesto que éstos son producto de la sociedad industrial y él, en cambio, se siente fuera de esa tradición.

En la web Filosofía y Pensamiento se afirma que en la obra de Jonas se hallan cuatro elementos muy poco «modernos», pero que deberían ser pensados con imparcialidad y detenimiento porque influyen decisivamente en el modo de entender y practicar la bioética. Así, por ejemplo:

  • Da muy poca -o ninguna- importancia a la autonomía moral del individuo, que para él es un espejismo. El hombre es inseparable del colectivo y su autonomía siempre es parcial.
  • Recupera un elemento que en la modernidad parecía olvidado: el mal. Recordar su existencia tal vez sea de mal gusto pero, vista la historia reciente, es una obviedad.
  • Centra su ética en la abstención, cuando la tradición occidental piensa, en cambio, en la acción.
  • No acepta la idea de la reciprocidad entre deberes y derechos. Los humanos tienen deberes, especialmente con la supervivencia de la vida y con los no nacidos, más allá de la generación presente.

Jonas (contra Nietzsche y contra Bloch) nos obliga a pensar los límites de la voluntad de poder y la ingenuidad de una utopía que, tal vez, como el aprendiz de brujo, sepa como comienza el conjuro pero finalmente no sabe culminarlo y nos conduce a la catástrofe. O, por decirlo con Jonas, al «perverso fin».

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K. Popper y la ética médica

K. Popper y la ética médica 150 150 Tino Quintana

No tengo constancia de que K. Popper se haya dirigido explícitamente a los profesionales sanitarios o que haya escrito de manera expresa sobre la ética médica o la bioética, pero, como podremos comprobar, sus reflexiones son muy sugerentes para quienes andamos por estos terrenos.

Karl Raimund Popper (Viena 1902- Londres 1994) fue un filósofo, sociólogo y teórico de la ciencia nacido en Austria y posteriormente ciudadano británico.

Comenzó sus estudios universitarios en la década de 1920. En 1928 presentó una tesis doctoral, fuertemente matemática, dirigida por el psicólogo y lingüista Karl Bühler, que le permitió adquirir en 1929 la capacitación para dar lecciones universitarias de matemáticas y física. En estos años tomó contacto con el llamado «Círculo de Viena». En 1937, tras la toma del poder por los partidarios de Hitler, ante la amenazante situación política, se exilió en Nueva Zelanda tras intentar en vano emigrar a Estados Unidos y a Gran Bretaña. Tras la II Guerra Mundial, en1946, ingresó como profesor de filosofía en la London School of Economics and Political Science. El sociólogo y economista liberal Friedricht August von Hayek fue uno de sus principales valedores de para la concesión de esa plaza.

En 1969 se retiró de la vida académica activa, pasando a la categoría de profesor emérito, per continuó publicando hasta su muerte.

La obra de Karl Popper tuvo numerosos reconocimientos, nacionales e internacionales, como el de ser nombrado caballero del Reino Unido en 1993 o el premio Lippincott de la Asociación Norteamericana de Ciencias Políticas. Fue miembro de la Royal Society de Londres y de la Academia Internacional de la Ciencia. Algunos conocidos discípulos suyos fueron Hans Albert, Imre Lakatos y Paul Feyeraben.

Escribió más de una treintena de libros e impartió multitud de actos académicos. Algunas de sus obras más conocidas quizá sean La lógica de la investigación científica (1ª edición alemana de 1934: traducción española Tecnos 1973) y La sociedad abierta y sus enemigos (escrita durante la II Guerra Mundial: traducción española Paidós Ibérica 2006).

El 26 de mayo de 1981 K. Popper pronunció una conferencia, en la Universidad de Tubinga (Alemania), sobre «Tolerancia y Responsabilidad intelectual», que ha reproducido parcialmente Jordi Craven-Bartle en un artículo suyo publicado en la revista Bioètica & Debat, 34 (2003) 1-5, bajo el título «Contribución de Popper a la ética médica: cómo aprender de los errores». Esta es la fuente de donde he recogido el título de esta página junto a una serie de cuestiones para hacer pensar a los científicos en general, a los profesionales sanitarios y a los componentes de cualquier comisión de bioética.

Es bien sabido, y seguramente aceptado por la mayoría, que en el amplio campo del pensamiento, la argumentación y la toma de decisiones, nadie puede eludir ni escapar de la ignorancia y del error, salvo que nos comprendamos a nosotros mismos desde el más puro autoritarismo intelectual o el más claro egocentrismo reflexivo.

Y, a mayor abundancia, si nos centramos en el ámbito de la medicina y las comisiones de bioética, seguramente también estaremos de acuerdo en que todo lo relacionado con las decisiones ante casos conflictivos tiene que transcurrir por el camino de la responsabilidad, la deliberación y el diálogo. Precisamente a ese respecto, K. Popper propone un camino no sólo para reducir la ignorancia y el error, sino para aprovecharnos de manera proactiva, positiva y enriquecedora de nuestras ignorancias y errores, poniéndolos al servicio de la deliberación y el diálogo y, en consecuencia, con el objetivo de actuar responsablemente. Los principios que propone como base de cualquier discusión para deliberar y decidir son los siguientes:

1. Principio de falibilidad. Quizás yo no tengo razón y quizás tú sí la tienes. Pero, quizás también, estemos equivocados los dos.

2. Principio de discusión racional. Queremos ponderar de la manera más imparcial posible nuestras razones a favor y en contra de una determinada y criticable teoría.

3. Principio de aproximación a la verdad. Cuando discutimos de manera imparcial casi siempre nos aproximamos más a la verdad y llegamos a una mayor comprensión, incluso cuando no llegamos a un acuerdo.

Esos principios tienen una dimensión ética evidente, porque conllevan un modo de actuar que obliga a la duda, al diálogo, a la tolerancia y, en definitiva, a la deliberación compartida. Lo que sigue a continuación es necesario leerlo y pensarlo no sólo como científicos, sino como profesionales de la sanidad o como miembros de un comité de bioética (o como personas anónimas que pretenden vivir sensatamente su vida familiar, laboral, social…). K. Popper dice lo siguiente:

«Si yo puedo aprender de ti y quiero aprender en beneficio de la búsqueda de la verdad, entonces no sólo te he de tolerar, sino también te he de reconocer como mi igual en potencia; la potencial unidad e igualdad de derechos de todas las personas son un requisito de nuestra disposición a discutir racionalmente… El viejo imperativo para los intelectuales es ¡Sé una autoridad! ¡Eres el que sabe más en tu campo! Cuando seas reconocido como una autoridad, tu autoridad será aceptada por tus colegas y tú aceptarás la de ellos. La vieja ética prohibía cometer errores. No hace falta demostrar que esta antigua ética es intolerante. Y también intelectualmente desleal pues lleva al encubrimiento del error a favor de la autoridad, especialmente en Medicina«.

Y, a continuación, hace la propuesta de una nueva ética profesional fundamentada en los siguientes 12 principios:

1º. No hay ninguna autoridad a la hora de argumentar como seres humanos con otros seres humanos. Nuestro saber objetivo llega siempre más lejos del que una sola persona puede conocer, esto también es válido dentro de las especialidades.
2º. Es imposible evitar todo error. Todos los científicos (y personal sanitario y de los comités) cometen errores. La idea de que se pueden evitar los errores ha de ser revisada, porque es errónea.
3º. Debemos hacer todo lo posible para evitar lo errores y, precisamente por eso, hemos de recordar lo que cuesta evitarlos y que nadie lo consigue completamente.
4º. Nuestras teorías mejor corroboradas pueden tener errores y es trabajo de los científicos (y del personal sanitario y de los comités) buscarlos y exponerlos.
5º. Hemos de modificar nuestra postura ante los errores, reformando nuestra ética práctica, para reconocerlos. La antigua ética profesional tendía a esconderlos y a olvidarlos.
6º. Hemos a aprender de nuestros errores para tratar de evitarlos en lo posible. Esconder los errores es, por tanto, el mayor pecado intelectual.
7º. Hemos de buscar nuestros errores, para analizarlos hasta conocer su causa y grabarlos en la memoria.
8º. Tenemos el deber de ser autocríticos y sinceros con nuestros propios errores.
9º. Tenemos el deber de aprender de los errores y, por esos mismo, hemos de aprender a aceptar con agradecimiento que los demás nos hagan conscientes de ellos. Y cuando nosotros hacemos a los demás conscientes de sus errores deberemos recordar que nosotros también nos hemos equivocado antes. No quiero decir que todos los errores sean perdonables, pero sí que es humanamente inevitable cometer algún error.
10º. Necesitamos a los demás para descubrir y corregir nuestros propios errores, especialmente de personas que tienen otras ideas o vienen de otros ámbitos. También esto nos facilita la tolerancia y el diálogo multidisciplinar.
11º. Hemos de aprender que la autocrítica es mejor que la crítica, pero la crítica de los demás es una necesidad.
12º. La crítica racional ha de ser siempre específica, fundamentada, argumentada, para acercarse a una verdad objetivada”

Y añadía seguidamente Popper: «Les pido que consideren mis formulaciones como propuestas para demostrar que también en el campo de la ética las propuestas discutibles pueden ser mejorables«.

Quiero recordar aquí, resumidamente, algunas cosas expuestas en otro lugar: la identidad y la realización del ser humano no se encuentra en el repliegue solipsista del «yo» sobre «sí mismo», sino en el reconocimiento y la aceptación del «rostro» del «otro», es decir, en la relación de alteridad. Ese es el espacio fundacional de la ética, porque obliga a responder a la llamada de ese «rostro» ante quien es imposible pasar indiferente y sobre el que no se debe ejercer ninguna clase de poder: «Soy «con los otros» significa «soy por los otros»: responsable del otro». Hay que adoptar entonces «la dirección hacia el otro que no es solamente colaborador y vecino o cliente, sino interlocutor». En el reconocimiento del otro y en la obligación de responderle se manifiesta el grado de humanidad de cada uno y, en definitiva, el sentido de su proyecto ético, porque decir «Yo significa heme aquí, respondiendo de todo y de todos…constricción a dar a manos llenas».

El planteamiento de E. Lévinas, entre otros grandes pensadores, es el que está latiendo en el fondo de los principios de K. Popper si en realidad queremos hacerlos operativos. Cada uno de nosotros se juega el tipo, al menos éticamente hablando, en el modo y manera en que viva sus relaciones de alteridad. La mejor y más objetiva fotografía de nuestra estatura ética, de nuestra «catadura moral», pone de manifiesto el tipo de tratamiento objetivo que damos a las personas que se relacionan con nosotros, es decir, el modo con que nos relacionamos con los «otros»…siempre diferentes a mí mismo, pero imprescindibles e insustituibles para ser yo mismo. Si en mis relaciones de alteridad predomina el poder o dominio sobre el «otro» será imposible aceptar y reconocer mis propios errores. Triunfará siempre el autoritarismo y el dogmatismo gratuito. Al contrario, si mis relaciones de alteridad están presididas habitualmente por el encuentro y la acogida del «otro», por muy diferente que sea, estaré en condiciones de hacer una autocrítica de mí mismo, de aceptar la crítica de los demás, de argumentar razonadamente con los otros la búsqueda de la verdad y de tomar la decisión más correcta.

La propuesta de Popper invita a asumir la responsabilidad de facilitar el diálogo, la deliberación, la tolerancia y la honestidad intelectual, a los científicos en general y a los profesionales sanitarios en particular. Lo mismo cabe decir respecto a los juristas y legisladores tanto del ámbito nacional como internacional. No quiere decirse con esto que el resto de la sociedad pueda liberarse de la responsabilidad antes aludida. De hecho hay numerosos grupos organizados que mueven la conciencia social y actúan de manera crítica y constructiva ante los grandes retos sanitarios tanto en el plano «micro» u occidental como en el plano «macro» planetario y de los países más pobres.

La sociedad en general, además, decide con sus votos (donde esto sea una realidad) lo que quiere y como quiere que sea su futuro. Sin embargo, corresponde a la comunidad científica, a los colegios profesionales, a las sociedades científicas y, ¡cómo no!, a los organismos internacionales y a las grandes empresas multinacionales que asuman una ética que reduzca la ignorancia y el error mediante el diálogo y el trabajo en equipo.

La llamada de Popper no se puede confundir con la negligencia, ni con el simple permisivismo o con que todo sea admisible de manera acrítica. Nos obliga a reconocer la propia falibilidad y la presencia de compañeros (de los «otros»), aunque no sean de nuestro talante o ideología o creencia, para que nos ayudemos mutuamente a descubrir y corregir nuestros errores. Deberíamos aprender a tolerarlos a ellos y ellos a nosotros. En la medida en que avancemos por ese camino se acabará poco a poco el autoritarismo, porque va apareciendo la dirección de ir hacia el otro como interlocutor, no como extraño ni competidor, (hubiera dicho E. Lévinas), y porque así va creciendo el diálogo del que salen convicciones razonables y fundamentos sólidos y compartidos.

Hay un viejo dicho popular que asegura que «aprendemos mucho más de los propios errores que de los aciertos». Una gran verdad. Eso mismo es lo que en el fondo nos dice K.Popper para nuestras bioéticas. Yo añadiría que aprender de los errores es el camino de los sabios.

 

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TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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