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octubre 2016

Bob Dylan

Bob Dylan 150 150 Tino Quintana

Es muy probable que el lector se pregunte a qué viene relacionar la bioética con Bob Dylan. Le falta a esto una lógica evidente…aunque también hay “lógicas borrosas”. También puede suceder que el mismo Bob Dylan apenas conozca el término “bioética” y, desde luego, nada conocemos de su obra artística que mencione el asunto central de este blog: la bioética clínica.

Estoy convencido, sin embargo, de que el nuevo Nobel de Literatura, lleva muy pegado al ilustre premio un profundo mensaje acerca de la calidad del vivir humano y de la indiscutible necesidad de tratarla con la máxima dignidad y respeto, como corresponde tratar a su protagonista, es decir, como se debe tratar a todos y cada uno de los seres humanos, sin olvidarnos por ello de la intrincada y compleja red de la vida en nuestro planeta.

UN PREMIO NOBEL UNIVERSAL

Por primera vez en la historia del Nobel de Literatura, la gente no correrá a las librerías sino a las tiendas de discos. «Cuando la secretaria de la Academia Sueca ha pronunciado el nombre, han retumbado todos los cimientos». Así lo comenta Fernando Navarro. Es el reconocimiento a una contribución artística y cultural que no conoce tiempos ni fronteras geográficas, ni culturales, ni genéricas. Este Nobel de Literatura es un acto también de valentía ante las miradas reduccionistas y puristas de aquellas voces que se erigen en faro de valoración y análisis, en la redundante élite elitista del saber.

La obra de Bob Dylan, llamado en realidad Robert Allen Zimmerman, contiene suficientes valores para ser acreedor de ese premio. El objetivo de su música, de su escritura, de su poesía y, sobre todo, de su actitud, ha trascendido espacios, lenguas y límites, y aunque algunos aspectos de tal actitud han sido y siguen siendo polémicos, su obra se ha caracterizado por huir de los espacios de confort, de lo previsible, manteniendo un listón de autoexigencia no siempre entendido ni siquiera por sus propios incondicionales. Así lo asegura Esteban Linés.

Sin embargo, el nuevo Nobel de Literatura 2016 va mucho más allá de lo que no estaba previsto y de la conmoción de los cimientos mundiales de quienes presumen de ser muy sabedores de cosas. Tan es así el asunto, que el nuevo Nobel nos hace revisar a fondo la educación que necesitamos y la importancia de intensificar las humanidades, en lugar de solaparlas, rehuirlas y hasta abandonarlas, incluida la bioética, por supuesto.

UN NOBEL PARA OTRA EDUCACIÓN

Rafael Díaz Salazar dice que la educación es mucho más que aprendizaje de destrezas para ejercer una profesión. La obsesión por orientar la enseñanza desde las necesidades del mercado laboral y el dominio de las nuevas tecnologías conlleva una amputación fortísima del derecho de aprender a cultivar todas las dimensiones del ser humano desde la infancia. Ha terminado triunfando, en general, un modelo de enseñanza sin educación. Seguimos sin reconocer la crítica de Herbert Marcuse al hombre unidimensional, que el modelo dominante de enseñanza está contribuyendo a reproducir: la tecnología desvinculada de la sabiduría humanista es una nueva forma de alienación.

La formación de la personalidad de niños, adolescentes y jóvenes es el gran fin de la educación, continúa diciendo Salazar. En El laberinto de la soledad, Octavio Paz afirmó que “toda educación entraña una imagen del mundo y reclama un programa de vida”, es decir, conduce al desarrollo de la personalidad única de cada ser humano. Una personalidad que nunca se posee, como si fuese un producto de consumo. La personalidad se conquista, se renueva a diario y se pone a prueba con la experiencia vital de cada uno. Necesitamos brújulas educativas para conseguirlo. ¿Dónde podemos encontrarlas?

Bob Dylan seguro que no pensó nunca ser ninguna de esas brújulas, pero su música y su letra muestran convicciones que compartimos muchos: que la tecnología y la ciencia operan en el terreno de los medios, no en el de los fines; que no bastan para aprender a vivir; que podemos tener un curriculum académico eminente o mostrar un poderío industrial espectacular y, al mismo tiempo, llevar una vida poco sabia, vivir entre un inmenso raquitismo espiritual o padecer una anemia existencial por falta de nutrientes, o sea, de sabidurías.

Lo que más necesitamos es encontrar un fin compartido que dé sentido a nuestra actividad y contribuya a aprender lo que otorga más humanidad: adquirir una conciencia moral, pensar sobre el sentido de la vida, conocerse a sí mismo, desarrollar el gusto estético, saber utilizar el tiempo para la realización personal y comunitaria, comprometerse en los proyectos de mejoras colectivas y de acabar con la lacerante injusticia del norte y el sur, de los ricos y los pobres, de las guerras pagadas por los ricos y, en fin, de todo lo que deteriora y precariza la vida. En definitiva, lograr el buen-vivir frente al bien-estar y realizar la transición del tener al ser propuesta por Erich Fromm.

Es absurdo, por inhumano e inmoral, continuar manteniendo la ceguera ética ya no sólo de ver, sino de “mirar” a tantas y tantas víctimas de las catástrofes sociales, bélicas, sanitarias y ecológicas. Todo eso tira por tierra el discurso de la “sostenibilidad”. Y termina diciendo Salazar así: “necesitamos proyectos educativos que abran los ojos y vinculen el conocimiento con el cese del dolor que asola al mundo”.

UN NOBEL POR LAS HUMANIDADES

No debería expedirse una titulación escolar sin formación humanística, que no es sólo el conocimiento de la antigüedad greco-romana, sino el estudio riguroso de la filosofía, la filología (lingüística, literatura, etc.), la historia, la geografía, el derecho, la antropología, la psicología, la sociología, los estudios de artes (plásticas, escénicas, música, estética, arte, etc.), las ciencias de la comunicación (periodismo, publicidad, biblioteconomía, etc.) incluso el conocimiento de las religiones como crisol de significados y de culturas, no como masas de sectarios . La situación, sin embargo, es la opuesta. Así lo afirma, por ejemplo, José Manuel Escourido a propósito de una especie de faena solapadora de las Humanidades en la Universidad de la Coruña.

Por mi parte afirmo, a ciencia cierta, que las humanidades están pasando al cuarto de los trastos oscuros desde hace muchos años. Para los ilustres representantes del saber académico es probable que sigan siendo eficaces, pero de ningún modo son eficientes. Esa es la clave del asunto. Y afirmar estas cosas nada tiene que ver con la acusación de intelectualismo, machismo, eurocentrismo u obsolescencia de que han venido siendo objeto las Humanidades. Eso no es ir de “progres”. Es pura ignorancia. Así de claro.

En su libro Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita las Humanidades, Martha Nussbaum argumenta que las crisis más urgentes son la medioambiental y la educativa, pero le preocupa especialmente la segunda, puesto que mientras los efectos del cambio climático saltan a la vista y existe un frente global de oposición, la desaparición de la formación humanística erosiona de manera silenciosa y paulatina los fundamentos de la sociedad. La elección a la que nos enfrenta la crisis de las Humanidades, añade Nussbaum, es entre una educación para la sociedad o una preparación para la rentabilidad.

De todos modos, si queremos abordar la crisis señalada por Nussbaum, la formación humanística debería ser obligatoria en todas las etapas escolares y en la formación continuada a lo largo de la vida. Actualmente, los grados universitarios, por ejemplo, preparan para ejercer una profesión y eso es comprensible: nadie desea contratar un arquitecto que no sepa de arquitectura.

Pero eso no debería ser todo. La preparación para ejercer una profesión debe ir acompañada de una formación para la ciudadanía democrática y de una formación esencial en la historia de la expresión humana y de lo que significa ser humano. Las escuelas, todas ellas, deberían cultivar las facultades de pensamiento, crítica e imaginación que nos hacen humanos y que hacen que nuestras relaciones sean relaciones humanizadoras, y no meramente de uso y manipulación de los otros. Viene a cuento recordar una de las canciones de Bob Dylan (Blowin’ in the Wind, 1962):

«Cuántos caminos debe recorrer un hombre,
antes de que le llames ‘hombre’ (…).
Cuántos años pueden vivir algunos,
antes de que se les permita ser libres.
Cuántas veces puede un hombre girar la cabeza,
y fingir que simplemente no lo ha visto (…).”
Cuántas orejas debe tener un hombre,
antes de poder oír a la gente llorar.
Cuántas muertes serán necesarias,
antes de que él se de cuenta,
de que ha muerto demasiada gente.
La respuesta, amigo mío, está flotando en el viento.
La respuesta está flotando en el viento».

“La respuesta está flotando en el viento (is blowin’ in the wind)”. Hay que bajarla, aterrizarla, porque en ello nos jugamos mucho, termina diciendo Escourido: “escoger entre educar para la democracia o para la rentabilidad; entre una educación que cultive y prepare futuros ciudadanos” o unos colegios, institutos y universidades que produzcan empleados. Deberíamos comprometernos colectivamente a preguntarnos “si nos sentimos responsables de asegurar que la educación que reciben nuestros hijos sirve a los propósitos y la naturaleza de nuestra sociedad y a su formación como individuos con criterio y capacidad expresiva, o si preferimos que nuestros hijos sirvan para aumentar la plusvalía de alguna empresa. La prevalencia de una u otra opción definirá el tipo de ser humano, de ciudadano y de sociedad”.

LA BIOÉTICA EN EL PENTAGRAMA DE BOB DYLAN

En los años 80 se hizo famoso un artículo de S. Toulmin, titulado “Cómo la medicina salvó a la ética”, entendiendo que la eclosión de la bioética fue una gran bocanada de aire fresco para revitalizar a la misma ética. Los pentagramas escritos por Bob Dylan muestran grandes dosis de sensibilidad para cambiar el modo de mirar lo que hacemos, estimula a cambiar muchas de nuestras actitudes, pone el acento en lo que sucede a las personas, o sea, acentúa la vertiente humanizadora de las cosas del vivir cotidiano, y, de algún modo, sin ser ninguna celebridad científica, señala direcciones para pensar de otra manera con el fin de ser más “sabios” y más “humanos”. En esas está la bioética.

1. Cambiar el modo de mirar lo que se hace

Implica cambiar la mirada o, mejor dicho, cambiar el ángulo de visión o la perspectiva desde la que se mira lo que se hace y cómo se hace. La bioética ofrece un marco basado en la reflexión, la deliberación y el diálogo. Ofrece, en definitiva, una nueva perspectiva para mirar con otros ojos, los ojos de la ética, lo mismo que ya se está haciendo a diario en la clínica. Ese nuevo ángulo de visión es, en el fondo, una experiencia, que suele producir una verdadera catarsis, o sea, un efecto purificador, liberador y transformador cuando, al examinar con esa nueva mirada la actividad cotidiana, se toma conciencia de la fuerza que tiene potenciar el sentido ético que ya tiene en sí misma la medicina. He comprobado, en bastantes ocasiones, cómo ese ejercicio mental y dialógico tiene efectos catárticos en los profesionales sanitarios. Esta sensibilización de la mirada proviene de entornos como los que proporciona la bioética.

2. Cambiar de actitudes

En el ámbito de la ética, la actitud es una disposición o estado de ánimo que se adquiere a base de repetir muchas veces los mismos actos. Dicho con otras palabras, la actitud es un hábito adquirido como respuesta positiva o negativa ante los valores éticos. El hábito positivo es “virtuoso” y el negativo “vicioso”, decía ya Aristóteles. Además de los valores base, como la salud y la vida, hay en medicina todo un elenco de valores, cruciales en la relación médico-paciente, que exigen un constante cambio de actitudes. Ello exige estar preparados para revisar los modelos de relación y comunicación, como cauce idóneo para gestionar los valores de los pacientes e implementar los propios valores profesionales. Habilidades importantes a tal efecto son la escucha, la comprensión, la acogida, la reciprocidad y el diálogo, basadas en la palabra oral y gestual que tanto ha valorado la práctica médica desde sus orígenes. Así todo, la actitud más básica que es necesario cambiar consiste en transformar el interés por la tecnología médica en un servicio por el bien de las personas enfermas.

3. Incrementar conocimientos

Esto implica, primero, evitar entender la bioética como una aplicación automática de cuatro principios, o sea, esforzarse en no reducir la bioética al “principialismo”. Al contrario, insertar la bioética en los procesos de atención sanitaria incrementa el conocimiento de los mismos profesionales, porque exige compartir una transmisión jerarquizada de valores, así como una determinada concepción del ser humano y de la sociedad, de la salud, de la vida, del dolor, del sufrimiento y de la muerte. Y, dado que esto no es siempre posible, dada la pluralidad de concepciones éticas, es imprescindible incrementar el conocimiento de los mínimos éticos comunes sobre la base de los derechos humanos. En esa línea de actuación, la bioética debería ser el espacio común donde los intereses y el bienestar de las personas siempre tienen prioridad respecto al interés exclusivo de la ciencia o la sociedad. Es por eso que, poner las tecnologías médicas al servicio de las personas, genera conocimientos humanistas y humanizadores.

4. Mejorar las estrategias de pensamiento

Se trata de que la bioética no sea algo exterior o superficial, sino que forme parte nuclear de todos los procesos sanitarios. De ese modo, la bioética se convertirá en una forma de hacer, una manera de entender y de practicar la atención sanitaria. Todo esto me lleva a recordar el lúcido y crítico pensamiento de K. Popper, cuando decía: “Si yo puedo aprender de ti y quiero aprender en beneficio de la búsqueda de la verdad, entonces no sólo te he de tolerar, sino también te he de reconocer como mi igual en potencia; la potencial unidad e igualdad de derechos de todas las personas son un requisito de nuestra disposición a discutir racionalmente (…) El viejo imperativo para los intelectuales es ¡Sé una autoridad! ¡Eres el que sabe más en tu campo! (…). No hace falta demostrar que esta antigua ética es intolerante. Y también intelectualmente desleal pues lleva a encubrir el error a favor de la autoridad, especialmente en Medicina”.

Ni qué decir tiene que el aumento del conocimiento es proporcional a las estrategias de pensamiento, al cambio de actitudes y al modo de mirar la vida. La bioética siempre tiene en cuenta la eficiencia, pero contribuye sobre todo a la eficacia. Es un marco idóneo para hacernos más sabios y, sobre todo, más humanos. Y Bob Dylan ha contribuido a ello. Sin duda alguna.

TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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