• Ha llegado usted al paraíso: Asturias (España)

Actualidad

Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

Te llevaré a casa

Te llevaré a casa 150 150 Tino Quintana

Había habido tormenta y mucha lluvia. El camino estaba lleno de barro. Mi madre me dijo: «Dame la mano y luego pon los pies detrás de mí, donde pongo los míos». Muchos años después, vuelvo a caer en la cuenta de lo que significa sentir la confianza de ser guiado por alguien que te ofrece seguridad, cobijo y protección. Al mismo tiempo, las manos y los pies de mi madre me daban conocimiento, orientación y sentido. Me regalaban sabiduría.

Pedro Salinas lo dice así: «Qué alegría, vivir / sintiéndose vivido. / Rendirse / a la gran certidumbre, oscuramente, / de que otro ser, fuera de mí, muy lejos, / me está viviendo… Que hay otro ser por el que miro el mundo / porque me está queriendo con sus ojos / … que este vivir mío no era sólo / mi vivir: era el nuestro…».

Vivimos días de incertidumbre y desorientación y, a la vez, experimentamos la necesidad del conocimiento y de la sabiduría para encontrar direcciones. Me viene aquí a la memoria la canción El camino a casa (The road home), con música de Stephen Paulus y letra de Michael Dennis Browne. Hay una excelente interpretación en VOCES8.

A mi modo de ver, todos, de una u otra manera, como en esa canción, estamos buscando caminos que hemos abandonado o perdido hace tiempo y que nos podrían llevar a casa. Hemos soportado vientos, lluvias, hemos tenido sueños de los que nos hemos despertado al amanecer, hemos oído llamadas para mostrarnos el camino. Quizá lo realmente decisivo sea encontrar a alguien o ser capaces de decir a alguien, como en la canción, «Levántate, sígueme / Ven, es la llamada … / Te llevaré a casa [I will lead you home]».

También es cada vez más frecuente la convicción de quienes creen que somos los actores de un teatro global. La obra que se representa es una tragedia sobre las grandes contradicciones de la existencia: sonrisas y lágrimas, presencia y ausencia, sociabilidad y confinamiento, salud y enfermedad, vida y muerte. Sólo falta una pizca de sorna e ironía para hacer subir a los payasos al escenario. Al fin y al cabo, después de abrir las puertas y de buscar por todas partes, después de estar esperando y de pensar que queríamos las mismas cosas, resulta que vuelven los brotes del virus, se encienden las alarmas… volvemos a las andadas… Sólo nos falta decir, sin perder la compostura, pero con cierta guasa, algo de lo que cantaba Frank Sinatra: «Es que no te gusta la farsa? … / Pensé que querrías lo que yo quiero / Lo siento, cariño / Pero ¿dónde están los payasos? … / Envía adentro los payasos [Send in the clowns]» El asunto no es para tomárselo a broma, desde luego. Sin embargo, ¿estará sucediendo algo de esto hoy?

Uno de los personajes de la Eneida, llamado Métabo, padre de una niña de pocos días, ante el peligro que suponía atravesar con ella en brazos un ancho y peligroso río, la ató a una jabalina olímpica y la lanzó a la otra orilla. La niña se salvó. La pandemia es una especie de río caudaloso que debemos sortear. La riada ya ha arrastrado consigo a muchos. Demasiados. No sabemos con exactitud lo que hay al otro lado, aunque nos aseguran que el terreno no está anegado. Por mi parte, desearía que pudiéramos encontrar allí a alguien que nos ofrezca la mano y nos diga, como mi madre: «Pon tus pies donde yo voy pisando… te llevaré a casa». Ojalá sea así. Nunca lo olvidaré.

Metáforas

Metáforas 150 150 Tino Quintana

«¡El mar! ¡El mar!». Así gritaban los griegos cuando llegaron a la costa después de recorrer una enorme distancia desde tierras persas. El propio Jenofonte cuenta, en su Anábasis, que él mismo corría con sus compañeros hasta lo alto de la colina donde estaban los demás, «abrazados unos a otros, con lágrimas en los ojos», mientras gritaban «¡Thalassa! ¡Thalassa! ¡El mar! ¡El mar!». Habían vivido a la intemperie, expuestos a peligros, padeciendo carencias, confusos, desorientados, dispersados en una geografía hostil y ante gentes desconocidas. El mar era lo que esperaban ver. Estaban llegando a casa.

Aquella marcha de los griegos es una metáfora de lo que supone caminar en tiempos de pandemia a través de ciudades vacías, relaciones extrañas, ancianos aislados, conductas irresponsables, cifras terroríficas de muertos y contagiados… También constatamos necesidades básicas: el cuidado, las normas colectivas, la protección de los más débiles, la común fragilidad y vulnerabilidad, la interdependencia… Es una lección global de humildad. Una larga marcha donde hemos vivido la sensación de haber perdido el horizonte o de haberse empañado. Los griegos de entonces nos enseñaron la importancia de caminar juntos, incluso a la intemperie, y hacerlo con una finalidad. Si no hay rumbo nos perdemos, nos disgregamos.

Así mismo, su entusiasmo cuando llegaron al mar es otra metáfora de estos tiempos difíciles. Era insostenible caminar sin llegar a ninguna parte. Era agotador. Ahora se acercaban a casa y los acontecimientos comenzaban a encontrar su sitio. No podían seguir así. Volvían al centro desde el que se ordenan las cosas. Volvían a casa.

La casa física es mucho más que una construcción y varios tabiques. Lo hemos comprobado en el confinamiento. Representa un centro que no es geométrico ni geográfico ni político, es un centro existencial: reúne y orienta. Lo dice muy bien Josep Maria Esquirol, en su libro La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad. La imagen de las manos juntas y abiertas hacia abajo simbolizan el tejado de la casa, y las manos hacia arriba representan la petición, la hospitalidad y el don. Igual que la vida diaria. Las manos, puestas así, sugieren que la existencia adquiere sentido desde la casa que es el otro. Son los otros quienes nos ponen a cubierto y a quienes acudimos pidiendo ayuda porque son el hogar originario. Pedro Salinas lo describe así: «Las manos son muy grandes y se puede / dejar a un ser entero en unas manos».

Pero hay otra metáfora que puede ser útil para entender el tiempo actual. Es la de Ítaca, la isla griega, patria de Ulises, cuyo largo regreso de veinte años, después de la guerra de Troya, narra Homero en la Odisea. Estamos aquí ante un viaje que es más importante que la llegada, un viaje protagonizado por cada uno de nosotros.

Todos tenemos una Ítaca. Lo importante del viaje es la experiencia de afrontar juntos las dificultades, vencer a cíclopes, lestrigones y a nuestros demonios particulares que entorpecen los pasos y nublan la mente. Lo más valioso es aprender, hacernos sabios mientras caminamos. No hay por qué acelerarse. Ítaca no es la meta, es el motivo y el inicio de un viaje inacabable. Así lo ha contado Constantino Cavafis en versos magistrales:

«Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.

»No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.

»Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.

»Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.

»Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.

»Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Ítaca te enriquezca.

»Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas».

Profesores y poetas

Profesores y poetas 150 150 Tino Quintana

Hace varias semanas que dos antiguos compañeros y queridos amigos me enviaron dos vídeos que no tienen desperdicio. Uno es de un profesor de literatura y otro de un poeta. Por eso estas líneas llevan el título “Entre profesores y poetas”.

Nuccio Ordine, profesor de Literatura Italiana en la Universidad de Calabria, Italia, pone el foco, como suele decirse hoy, en diversas cuestiones de actualidad:

«El contacto con los alumnos en el aula es lo único que puede dar sentido a la enseñanza y a la propia vida del docente. ¿Cómo podré leer un texto clásico sin mirar a los ojos de los estudiantes, sin reconocer en sus rostros los gestos de desaprobación o de complicidad?

»Las aulas, sin la presencia de los alumnos y de los enseñantes, se volverían espacios vacíos, privados del soplo vital. Los estudiantes no son recipientes para ser llenados de nociones. Son seres humanos que necesitan, igual que los profesores, dialogar, reconocerse en la experiencia vital de estar juntos para aprender.

»A los jóvenes, hoy, no se les pide que estudien para mejorar, para hacer del conocimiento un instrumento de libertad, de crítica, de compromiso civil. No. No. A los jóvenes se les pide que estudien para aprender un oficio y ganar dinero.

»Se está perdiendo la idea de la escuela y de la universidad como una comunidad donde se forman los futuros ciudadanos, que podrán ejercer su profesión con una fuerte convicción ética y un profundo sentido de la solidaridad humana.

»En estos meses de confinamiento, estamos dándonos cuenta de que las relaciones humanas, no las virtuales, están transformándose cada vez más en un artículo de lujo … Estamos olvidando que sin la vida comunitaria, sin los rituales que regulan los encuentros entre profesores y alumnos, en las aulas, no puede haber ni transmisión del saber ni formación auténtica.

»Ninguna plataforma digital, ninguna, puede cambiar la vida de un estudiante. Sólo los buenos profesores pueden hacerlo.»

Léopold Sédar Senghor (1906-2001), fue un poeta senegalés que llegó a la Jefatura del Estado de Senegal, además de ser catedrático de gramática, ensayista y miembro de la Academia francesa. Uno de sus poemas dice así:

«Querido hermano blanco,
cuando yo nací, era negro,
cuando crecí, era negro,
cuando estoy al sol, soy negro,
cuando estoy enfermo, soy negro,
cuando muera, seré negro.

En tanto que tú, hombre blanco
cuando tú naciste, eras rosa,
cuando creciste, eras blanco,
cuando te pones al sol, eres rojo
cuando tienes frío, eres azul
cuando tienes miedo, te pones verde,
cuando estás enfermo, eres amarillo,
cuando mueras, serás gris.

Así pues, de nosotros dos,
¿Quién es el hombre de color?».

 

Eran sólo 1,20 euros

Eran sólo 1,20 euros 150 150 Tino Quintana

Esta misma mañana, mientras iba en el autobús municipal, ese donde me ceden el asiento y veo el panorama de otro modo, subió una chica con su hijo pequeño. Eran latinoamericanos. La madre no disponía de la cantidad exacta de dinero para el billete. Preguntó en alta voz si alguien disponía de cambio. Yo me levanté para abonarles el viaje con mi tarjeta de bonobús con tan mala fortuna de que cuando la pasé por la pantalla de los tiques dio señal de haber gastado el último viaje. Tampoco tenía dinero suelto para darle la cantidad exacta: 1,20 euros. El niño no pagaba. Me acerqué al conductor y me repitió que no tenía cambio. Entonces, la chica elevó de nuevo su voz: ¿Alguien tiene cambio de 10 euros? ¿Alguno de ustedes puede cambiarme el billete? El conductor guardaba silencio. El reloj parecía haberse detenido. Me levanté a mirar. Seríamos unos treinta pasajeros. Nadie dijo nada, y nadie miraba a la chica de frente. Todo el mundo se hacía el despistado. El niño preguntó: ¿qué pasa, mami? ¿Nadie nos ayuda? La chica, entonces, tomó al niño de la mano y se bajaron del autobús. Se sentaron en el asiento de la parada y comenzaron a llorar. Sólo eran 1,20 euros.

Hice lo que estaba en mi mano por ayudar, pero cuando me puse en pie tampoco dije nada. El silencio puede ser también una manera de ocultar las propias vergüenzas y, en el fondo, los prejuicios sociales. Hacer simplemente lo correcto equivale, en estas ocasiones, a mostrar lo groseramente incorrecto. Así nos luce el pelo a los listillos de Occidente que, con la mayor corrección, callamos ante el hecho de que el 90% de los recursos sanitarios se dedican a investigar las enfermedades que afectan al 10% de la población mundial, la del “Primer Mundo”, mientras que sólo un 10% de esos recursos se dedican a investigar las enfermedades que afectan al 90% de la población que está en el “Tercer Mundo” o, mejor dicho, en el «Último Mundo». Los recursos no dan para tanto en tiempos de pandemia, pero sí para comprar casi todo el stock mundial de remdesivir por lo que pueda pasar (¡¡!!).

Socialmente, como colectivo, no hemos cambiado prácticamente nada. Seguimos teniendo los mismos problemas y dilemas éticos de los hombres de Altamira, aunque, en mi tierra, es mejor decir los de Tito Bustillo, en Ribadesella, para que ustedes vengan a verlo. Aquello de que somos gente solidaria, capaz de cuidar de nosotros mismos y de los más vulnerables, se parece a la historia de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, donde la realidad se confunde con la fantasía. El virus nos ha hecho caer a todos por un inmenso agujero hasta un lugar donde nos hemos observado fascinados por la sonrisa y la exigencia de ser buenos ciudadanos. Parecía incluso que iba a surgir una nueva sociedad y que volveríamos a ser todos mejores. ¡Mentira podrida! ¡Falso!

Lo voy a decir de otra manera para quedar a gusto conmigo mismo. Sigo manteniendo la convicción de que es necesario mantener la confianza en el ser humano. Si no fuera así, habría que cerrar el negocio, y tendría razón el Libro de miseria de omne, de finales del siglo XIII, para quien todo era degradación y desastre. De haber sido así, nada hubiera merecido la pena, nada tendría valor ahora ni mañana. Pero sabemos por experiencia que no es todo así, ni mucho menos. El enorme esfuerzo intelectual, emocional, técnico y moral, que se ha derrochado en esta pandemia, demuestra justo lo contrario.

Hoy disponemos de una enorme cantidad de información en red. Nunca había sucedido nada igual. Pero tener mucha información no equivale matemáticamente a tener conocimiento y sabiduría. Si el crecimiento exponencial de la ciencia y de la técnica no va parejo al crecimiento en actitudes, al desarrollo de la razón cordial, al movimiento del corazón, es decir, si el tratamiento de la información no es proporcional al conocimiento ético, a la disposición proactiva de mejorar las relaciones humanas, de cultivar la fortaleza, la firmeza y la generosidad que reclamaba Baruch Espinosa para vivir éticamente, si no es así, estamos haciendo una farsa. El papel soial que desempeñamos correctamente esconde lo que somos. Basta una madre y su niño en un autobús cualquiera para desenmascararnos.

En el fondo todos somos humanos, pero no acabamos de agarrar lo humano con las manos. No llegamos a Lo humano, demasiado humano, de Friedrich Nietzsche. Me resulta engorroso citar a este hombre, pero decía verdades como puños. Tiene que llegar el momento de superar la ética del statu quo, la ética de un confortable bienestar, de regodearse en el sufrimiento, de instalarse bajo la compasión, de no mover un dedo para cambiar de posición, de pensar siempre como los que mandan porque se les concede la razón sin discutir, de tranquilizar la conciencia por estar suscritos a una ONG, de edulcorar la soledad de nuestros muertos ante el peligro de contagio, de aplaudir a los sanitarios por las ventanas y acordarse de su familia pasado mañana mientras se olvida su protección y su mejora laboral, etc., etc.

Presumimos de una ética centrada en la gratitud, la reciprocidad, la solidaridad y el respeto, mientras pasamos la vida produciendo ingratitud, partidismos, insolidaridad y desprecio. ¡Y continuamos tropezando en la misma piedra! Tenemos una doble moral institucionalizada, pacíficamente socializada, una moral en la que estamos “tan agustito”, o sea, tan ricamente.

Y sólo eran 1,20 euros. Mientras tanto, la madre y el niño lloraban. Era suficiente con verlos llorar. Era tremendo. Era un grito sin palabras. Eran tan sólo 1,20 euros.

El tiempo, la vida y Adriano

El tiempo, la vida y Adriano 150 150 Tino Quintana

Estos meses de pandemia, alarma, confinamiento e infomedia, se están haciendo largos y, a la vez, corren como el viento. Hace poco estábamos en invierno y, de repente, nos encontramos a las puertas del verano. Han sido días diferentes de los de otras épocas de la vida, días “raros”, pero están pasando a toda velocidad. Parecen un suspiro.

Recuerdo, al respecto, el modo de vivir la duración del tiempo durante la infancia. Parecía, entonces, que el tiempo estaba suspendido, detenido, como si el reloj estuviese parado o los días casi no se contaran. En mi caso, además, me dedicaba a subir y bajar en coche el puerto de Pajares desde la cocina de mi casa, me empeñaba en clavar puntas de acero en el suelo de madera de mi propia habitación y rompía a llorar como un perdido cuando escuchaba cantar a mis padres. Años después, levantar el suelo de mi habitación resultó ser toda una proeza, pude subir y bajar realmente el Pajares y el riego de lágrimas ante mis padres me llevó casi a ser músico.

Luego, en la adolescencia y la juventud, los minutos pueden convertirse en horas y las horas adoptar la rapidez de los segundos. A ello hay que añadir que en esa etapa de la vida tenemos la sensación de poder con el mundo entero y de que hasta lo podemos llevar a cuestas. Y, de ahí en adelante, los meses y los años van pasando a una velocidad de vértigo. He vivido con frecuencia la sensación de que los días tenían menos de veinticuatro horas. Siempre faltaba tiempo para hacer cosas. Tenía razón Goethe cuando hacía decir a su Fausto que «al principio era la acción». La vida es acción constante, puro movimiento. 

Con el paso de los años he utilizado la reflexión interior, la presencia de los demás, los libros y la música, como referencias para evaluar mi vida. Ustedes tendrán esas u otras, pero siempre hay alguna. Son decisivas para sostener las emociones, los sentimientos, los conceptos y las ideas que dan un sentido a la vida. Adriano ya utilizaba esos criterios, según lo plasmó la exquisita pluma de Marguerite Yourcenar en sus Memorias de Adriano. A la sombra de su gran figura me atrevo a decir que he dedicado mucho tiempo a «buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes» de mis ideas y de mis actos, y esto aún no se ha acabado. Es difícil resumir la vida en una frase. Decía Adriano, «lo que no fui es quizá lo que más ajustadamente define» la vida.

Aquel ilustre romano, probablemente oriundo de la Itálica española, estaba convencido de que la tríada «Humanidad, Felicidad y Libertad» eran mucho más que palabras inscritas en las monedas de su imperio. A mi juicio, cualquier forma de inhumanidad, infelicidad y esclavitud, devalúa por completo el valor de aquellas monedas de Adriano y desprecia al ser humano concreto, el «de carne y hueso … el que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano», tal como decía Miguel de Unamuno.

El Macbeth de William Shakespeare decía que «La vida es una sombra, un histrión que pasa por el teatro y que se olvida después, la vana y ruidosa fábula de un necio». Pedro Calderón de la Barca, en La vida es sueño, dejó escrito: «¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño: / que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son». También Juan Ramón Jiménez, en Eternidades, dice algo parecido: «Soy como un niño distraído / Que arrastran de la mano / Por la fiesta del mundo. / Los ojos se me cuelgan tristes / De las cosas… / ¡Y qué dolor cuando me tiran de ellos!».

Son versos tan reales como tristes. ¿Hemos nacido sólo para corretear entre títeres? ¿Somos actores de una fábula de cínicos? ¿Tanto nos duelen los ojos por mirar las cosas de la vida? ¿Para qué comprometerse por la justicia? ¿De qué han servido hasta ahora los muertos? Son temas «humanos», como los de Sócrates, y dan qué pensar.

Yo prefiero hacer otra propuesta parafraseando de nuevo palabras de Adriano: «en medio de tantas máscaras, en el seno de tantos prestigios, no puedo olvidarme de la persona humana», es decir, no puedo caer en el error fatal de olvidarme de mi mismo: del joven, del adulto, del “mayor” que ve ahora el panorama desde el asiento del bus municipal, como decía aquí mismo hace unos días, y también de aquel niño que subía montañas desde la cocina de su casa, clavaba como una fiera docenas de puntas cada semana y lloraba a moco tendido cuando se ponían sus padres a cantar. La música, los libros, la presencia de los demás y la reflexión interior han sido hasta hoy las referencias para evaluar el tiempo de mi vida. En mi caso funcionan ¿Cuáles son las de ustedes?

Siéntese, por favor

Siéntese, por favor 150 150 Tino Quintana

Ya no recuerdo cuándo dejaron de llamarme “niño” o “guaje” o “guajín”, como decimos en Asturias. La primera vez que me llamaron “caballero”, en lugar de “chico” o “chaval”, pillé un mosqueo considerable. La siguiente vez que me dijeron “señor”, en lugar de “caballero”, el tema se volvió complicado. Pero el día en que me cedieron el asiento del autobús, diciendo “siéntese, por favor”, la cosa se puso muy seria. Así que niño, chico, caballero, señor, “siéntese” …

Sin embargo, antes de ir sentado en el autobús municipal, dediqué muchas energías a la investigación. Aprendí a ser “ratón de biblioteca”, una expresión que hizo popular a mediados del siglo XIX Carl Spitzweg en su obra Der Bücherwurm (Ratón de biblioteca). Fue una verdadera gozada. No me había dado cuenta de que sabía tan pocas cosas, ni de que apenas se puede decir casi nada nuevo. Además, en caso de decir algo, dependes por completo de lo que ya han dicho otros. Para pensar hay que dialogar.

Viví entonces entregado a descifrar una serie de temas relacionados con “la lucha por la vida” en un determinado período histórico y con unos resultados que aquí no procede exponer. Me llamó, entonces, la atención el hecho de que, con ese mismo título, había publicado Pio Baroja una famosa trilogía suya (La busca, Mala hierba y Aurora roja), cuyo personaje principal, Manuel, pasa la vida luchando por vivir con un sentido que no consigue alcanzar. Hay varios comentarios suyos que jamás olvidaré: «siempre habrá momentos malos que lleguen a tu vida, los buenos tendrás que ir a buscarlos … para llegar lejos en la vida no es necesario correr, lo importante es no detenerse nunca». 

Pero hubo algo más hondo que confirmó intuiciones anteriores. Al margen de su composición genética o química, la vida es la vida de cada ser vivo singular. Y la vida humana es la vida de cada ser humano con nombre propio, pero no porque posea nombre sino porque es irrepetible. La vida humana, además, está a la intemperie. Por eso es vulnerable e interdependiente. Esto es un hecho empírico. Covid-19 lo está demostrando hasta la saciedad.

Con el paso de los años fui identificándome con versos de Pablo Neruda: «Me gusta cuando callas porque estás como ausente… / Y me oyes desde lejos y mi voz no te alcanza: / Déjame que me calle con el silencio tuyo… / Una palabra entonces, una sonrisa bastan…»

Volviendo al principio. La verdad es que desde el asiento del autobús municipal se ve el panorama de otra manera. Aquel “siéntese, por favor”, fue decisivo. Hay cosas que antes parecían insignificantes y ahora adquieren valor, como la palabra, el silencio, la sonrisa, la mirada. Hacen el mundo más humano, un término éste nada fácil de definir, por cierto, pero nos entendemos ¿verdad que sí?

 

Recuerdos del futuro

Recuerdos del futuro 150 150 Tino Quintana

Antes de arropar y de apagar la luz a mis hijos por las noches, cuando eran todavía unos niños, me decían: «te quiero, te cariño y te beso», «te quiero muchísimo del amor». Son palabras que hoy siguen narrando un mundo tan real como mágico, una época pasada que perdura aquí y ahora, porque la sigo llevando en las alforjas de mi vida. Es un lenguaje que me trae el recuerdo de la riqueza de los gestos humanos, el que se utiliza en esa especie de tiempos sin tiempo, cuando «las cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo», como se dice en las primeras líneas de Cien años de soledad.

Conozco dos novelas que llevan el título de Recuerdos del futuro. Una es del suizo Erich Von Däniken y la otra de Siri Hustvedt, Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2019. Me interesa esta última, que nos habla de cómo nuestro pasado moldea de algún modo lo que somos y seremos. A lo largo de estos días de confinamiento he dedicado tiempo a revivir el pasado, igual que habrá hecho usted que ahora está leyendo estas líneas.

Cuando era niño, hace muchos años, me llevaba mi madre café en un vaso de latón al despertarme por la mañana. Después salía para la escuela. Entonces se iba a la escuela, no al “cole”. Es lo mismo, pero tampoco es lo mismo, aunque esa explicación tenga algo de la “lógica borrosa” o difusa de Lotfi Asker Zadeh. Pude conservar aquel vaso durante un tiempo, pero lo perdí. Algo parecido sucede a cualquiera que guarde una antigua foto, un libro dedicado, una firma, un anillo. Quizá no sea verdad del todo eso de que las palabras las lleva el viento. Los símbolos hablan. Por cierto, los virus también tienen su lenguaje, vienen del pasado, fastidian el presente y condicionan el futuro de todos.

Me han venido también a la memoria figuras tan ilustres como Abelardo, Averroes, Maimónides, perseguidos por sus ideas. Un cristiano, un árabe y un judío, que hablan de la tolerancia activa, del respeto a todos los dioses, de la fuerza de la razón y de la cordialidad de la justicia. La Córdoba medieval, por ejemplo, era toda una demostración de la convivencia pacífica entre diferentes. De nuevo el pasado ilumina la actualidad. Las palabras sabias y sinceras siempre superan el aparente triunfo del silencio provocado por la represión; siempre pasan por encima de la engañosa victoria de las hogueras que pretenden silenciar con fuego a los herejes de turno.

Y todo lo anterior me trae la imagen inolvidable de Eneas, llevando a su padre Anquises a cuestas, camino del destierro. Se puede ver al final del segundo libro de La Eneida, de Virgilio. Es una imagen intemporal, enternecedora, profundamente humana y completamente actual. Vamos juntos hacia el mañana. Nos acompañan certezas, incertidumbres y elevadas dosis de “lógica difusa”. Pero procuramos llevar a cuestas a cuantos no son capaces de continuar caminando por sí mismos. La vida no se entiende sin sentir su peso sobre las propias espaldas.

Haríamos el más completo ridículo si creyéramos que el futuro es únicamente cosa de los vivos o de los que nos consideramos, equivocadamente, útiles y “normales”. En el abultado fardo de la experiencia llevamos, además, el recuerdo de nuestros propios muertos, incluidos los millares de la pandemia de quienes hacemos memoria estos días. Los muertos son el humus de la historia. Tejen el tiempo con sus cenizas, nos dan los mimbres para seguir construyendo la vida y confirman la experiencia de que el amor es más fuerte que la muerte.

El paso del tiempo, ese aliado de las arrugas y del cronómetro, es imparable, inexorable. Igual que mis coetáneos, yo he sido testigo de acontecimientos únicos: la revolución de Cuba, la llegada del hombre a la luna, el concilio Vaticano II, el mayo del 68 francés, la marcha de los derechos civiles en Washington, la llegada de la democracia española, la revuelta de Tiananmen, la caída del muro de Berlín, la desintegración de la URSS, las olimpiadas de Barcelona, la elección de Mandela como presidente de Sudáfrica, la revolución informática, la pandemia de Covid-19, y, por desgracia, mucho terrorismo, mucha guerra y mucha violencia. Hago mías las palabras de Julio Anguita: «Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen».

«Te quiero, te cariño y te beso», «te quiero muchísimo del amor». ¡Qué bien siguen sonando! ¡Cuántas cosas evocan! ¿Sentimentalismo o romanticismo? Vale. Son mis recuerdos del futuro. Hay cosas mucho más valiosas en la vida que virus contagiosos.

 

 

«La peste»

«La peste» 150 150 Tino Quintana

Ya no aplaudimos o, al menos, no aplaudimos como antes. Últimamente hay quienes se dedican más a golpear cazos y sartenes, pero tiene que haber de todo en el mundo, como decía mi padre. Desconocemos el grado de impacto social que tendrá en fechas próximas ese tipo de cacofonía. Siempre hubo gente a quien le gusta ese tipo de percusión, aunque no vaya al ritmo de la orquesta. A mí no me gusta. Prefiero hacerlo escribiendo lo que siento y lo que pienso, por ejemplo. La cuestión no reside en dar fuerte el siguiente sartenazo, sino en argumentar con modestia lo que se dice.

Repasando estos días lecturas antiguas me detuve en La peste de Albert Camus. Escéptico, descreído y hasta mordaz o agresivo con la vida, el Nobel de Literatura de 1957 describe la pandemia como una metáfora de la actualidad. La figura más luminosa es Rieux, el médico, una figura con luz propia como hoy la vemos en todos los profesionales sanitarios. A su lado había otros personajes más complejos: un activista (Tarrou), un delincuente (Cottard), un funcionario (Grand), un juez (Othon) o un sacerdote católico (Paneloux).

Cada uno de ellos opta también por poner su vida en peligro para luchar contra la enfermedad. Tenían diversos motivos: morales, familiares, religiosos e incluso inexistentes o difíciles de entender. La buena voluntad y el buen corazón los unía ante la verdadera epidemia, que no era la procedente de un bacilo o de un virus, sino la que «cada uno lleva en sí» y de la que «nadie está indemne»: la fragilidad, la vulnerabilidad, el paso irremediable del tiempo, la finitud y la limitación, la muerte… y la continuidad de la vida.

Lo que a mi juicio no debemos hacer es prenderle fuego a todo para incendiarlo, entre otras razones porque es bastante suicida y no hay por qué ponerse así. Quizá alguna vez, llevados por alguna ofuscación, desearíamos hacer como La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, Lisbeth Salander, la protagonista de la novela de Stieg Larsson, para quien la vida era como una serie de capítulos que se iniciaban con una ecuación matemática.

Hoy ocurre algo parecido: estamos ante una serie sucesiva de problemas que necesitan solución. Y deberíamos hacerlo juntos. Tan absurdo sería echar una cerilla a la gasolina como rechazar a un infectado dándole en la cabeza con La consolación de la filosofía de Boecio, por ejemplo. Tan absurdo es querer quemarlo todo como resolver problemas acudiendo a discursos metafísicos sin contar de hecho con los demás.

Es probable que hayan acabado los aplausos (tampoco sería especialmente grave), pero podemos hacer mucho más que lamentarnos. Recuerdo a ese respecto una ocurrencia de Mafalda cuando pasaba a su lado un señor mayor, con traje y corbata, que se estaba cruzando con un chico tatuado, con barbas, sandalias, pantalones a rayas y largas extensiones de pelo: «¡¡Esto es el acabóse!!» decía el señor, mientras miraba huraño al joven, a lo que Mafalda respondió: «No exagere, hombre. Esto es el continuose del empezóse de ustedes». Nos incumbe también a todos hacer aportaciones para salir de esta situación. Cada uno desde su lugar.

Lo que no parece de recibo es ignorar cosas que debemos saber. Eso sería lo mismo que incurrir en La conjura de los necios, de J.K. Toole, porque la actitud de hacerse los despistados, con la que está cayendo, es propia de necios, más frecuente de lo que parece.

Lo que sí es evidente, desde que ha llegado Covid-19, es que todos, sin excepción alguna, estamos siendo puestos a prueba en todos los aspectos: personal, familiar, sanitario, económico, social, político, local, regional, nacional, continental, global. Este gigantesco examen colectivo revela nuestro talante y nuestro talento y, sobre todo, otra actitud que quiero resaltar: la de no levantar la vista, no mirar a lo lejos, al horizonte o, dicho de otro modo, empeñarse tercamente en cultivar el provincianismo.

Eso sucede cuando vivimos tan apegados a la mentalidad y a las costumbres del entorno particular que no somos capaces de ver lo que hay más allá. Basta un mapamundi o un libro de historia o un Google Earth para caer en la cuenta de que no estamos solos, de que en este mundo hay otros, muchísimos otros. Y si al lector le cuesta trabajo admitirlo sería suficiente con que leyera Viajes con Heródoto de R. Kapuscinsky.

La peste de Albert Camus era un aviso contra el mal, pero, sobre todo, era saber que contra ese mal hay un antídoto. El antídoto es la propia humanidad, la bondad que hay en el fondo de cada ser humano, su acumulada sabiduría secular, su capacidad colectiva de reacción y de resistencia, de solidaridad, de altruismo, porque el mensaje final de Camus sigue estando vigente: «en los seres humanos hay más cosas dignas de admiración que de desprecio». Si algún día dejásemos de confiar en el ser humano habría triunfado definitivamente la peste. Estaríamos todos infectados y sin soluciones. Y no es así.

La ceguera blanca

La ceguera blanca 150 150 Tino Quintana

Ayer me ha salido un risotto con setas para quitarse la boina. Era como para ponerse de rodillas y llorar de alegría varios días seguidos. Y, mientras hacía esa joya culinaria, recordaba lo que está pasando alrededor, tal como hacía Laura Esquivel mientras enseñaba sus recetas (Como agua para chocolate). Hoy he podido ver en persona, por primera vez, a mi hija mayor: un lujo para el corazón y los sentidos. Fuera de ese círculo, hay demasiados muertos. Muchos miles. El mismo número de familias que sufren por la pérdida y cifras desorbitadas de contagiados que esperan la recuperación.

Estamos en medio de un paisaje lleno de niebla, como sucede en Asturias con frecuencia. Aún no sabemos a ciencia cierta ─nunca mejor dicho─ qué hay más lejos. La mayoría de nosotros experimentamos sensaciones desconocidas: recuerdos atrasados, amistades olvidadas, miedos, aprensiones y sospechas más o menos intuidas o escasamente razonadas. No parece lógico “echarse al monte” o subirse a los árboles y pasar allí el resto de la vida, como hizo El Barón rampante, de Italo Calvino, para rebelarse contra la tiranía reinante y contra todo. El argumento me parece buenísimo, pero es poco eficaz en la práctica.

Más bien somos protagonistas de una historia diferente, como la de aquel chico que se imaginaba estar en medio de un campo de centeno, guardando unos niños que andaban por todas partes y corrían el peligro de precipitarse por un abismo. El chico “guardián” siempre llegaba a tiempo para  evitar que se despeñaran. A nosotros nos sucede algo parecido: vemos el peligro y queremos acudir con rapidez para salvar a todos los que podamos recoger con nuestros brazos, igual que en El guardián entre el centeno de Jerome D. Salinger. A veces no llegamos.

También hacemos cuentas del trayecto que hemos recorrido hasta aquí y quizá, sobre todo, satisfechos de vivir en un mundo tan científico, tecnificado y eficiente, pero frío y cruel, mientras caemos en la cuenta de que en ese tipo de mundo sigue siendo muy valioso poder decir a alguien, “nunca te abandonaré”, y que yo pueda a su vez decir: “Nunca me abandones” (Kazuo Ishiguro). Será casi imposible decir eso en África, por ejemplo, donde hay menos de 5.000 camas UCI en todo el continente, o sea, alrededor de 5 camas por cada millón de habitantes. Parece ser que en Europa hay 4.000 por millón de personas, aunque luego sean notables las diferencias entre los propios países europeos.

Cuentan que, en una ciudad cualquiera de cualquier parte del mundo, un señor cualquiera se volvió ciego repentinamente con «una blancura que se le agarraba a los ojos» (José Saramago, Ensayo sobre la ceguera). La epidemia contagió a todo el país. Ese mundo de ciegos nos representa a todos cada vez que pasamos al lado de los nuestros y no los vemos o vivimos con los demás y no los comprendemos, dando lugar así a un gigantesco colectivo de «ciegos que, viendo, no ven» o, mejor dicho, una sociedad en la que quizá nos vemos, pero nunca nos miramos. ¿Habrá una “ceguera blanca” paralela al Covid-19?

Había una mujer vidente que servía de lazarillo a los de la ceguera blanca. Una mujer lúcida. Pero sucedió que, en otra ciudad, donde los ciudadanos decidieron votar en blanco (y de ese modo volvieron tarumbas a sus gobernantes) la autoridad de turno, cabreada, creyó que estaba ante otra nueva epidemia, aisló a los contagiados por esa “lucidez” e incluso terminó liquidando de un tiro a la mujer lúcida (José Saramago, Ensayo sobre la lucidez). En estos tiempos de inclemencia es una barbaridad andar “depurando” personas lúcidas, pero creo que nos falta lucidez para ir más allá del debate y las decisiones políticas.

Habría que ir hacia un mundo donde nunca sea un milagro seguir viviendo; donde cuidemos siempre el frágil equilibrio de la vida; donde jamás seamos indiferentes ante el “todo vale”; donde miremos de frente a los ojos de los demás sin avergonzarnos y donde reconozcamos que el presente sin futuro no sirve de nada, porque «la ceguera es vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza». Merece la pena recordar que «dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos»

Estemos abandonando un modo de vivir en el que nos encontrábamos viviendo confortablemente y aguardamos, expectantes, un cambio más o menos radical de destino por un gesto tan simple como encender una luz (J. Saramago, La caverna). Eso es lo decisivo. Luz para ver que el mañana no es imposible ni está lejos. Sólo está a metro y medio, por ahora. ¡Qué bien lo explicó Platón!

«La hoja roja»

«La hoja roja» 150 150 Tino Quintana

Al viejo don Eloy le salió una tarde “la hoja roja” en el librito de papel de fumar en la que se le advertía: «Quedan cinco hojas». Y él se hizo a la idea de que le faltaban sólo cinco días. «Es un aviso», decía a sus conocidos. Comenzó a sentirse poco a poco como un estorbo y a ser tratado como «abuelito», a temer la soledad de su habitación y a ser ignorado por su familia, a caer en la cuenta de que «la vida es una sala de espera» y, sobre todo, a sentir cada vez más «un frío impreciso que le hacía estremecer». El viejo don Eloy comprendió, entonces, que los seres humanos necesitan calor y que por esa razón domesticaron el fuego a cuyo alrededor apareció la intimidad y la comunidad.

La visión positiva o negativa de la ancianidad ya viene de lejos y con nombres ilustres como Platón, Aristóteles, Cicerón… o, más recientemente, Simone de Beauvoir, Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway. Pero ninguno me ha impactado tanto como Miguel Delibes en La hoja roja, cuyo don Eloy representa a todos los ancianos del mundo: a los que han querido vivir solos o con su pareja, a los de las residencias sociosanitarias, a los que han muerto por Covid-19 y a los que aún están enfermos o sufren sus consecuencias.

Suele decirse que hay etapas diferenciadas en la ancianidad, caracterizadas por distintos grados de limitación y dependencia. Lo que voy a añadir se puede apreciar, por cualquier observador, a lo largo de una o varias de esas etapas que recorren los ancianos. Emplearé para ello palabras de Miguel Pastorino, profesor de filosofía en Uruguay.

Pero antes de seguir quiero curarme en salud. Tengo la impresión de que me falta un trecho, pero ya veo a lo lejos la bocana del puerto. Veo aparecer algunos nubarrones en el horizonte, aunque no llegan las tormentas de momento. Necesito mencionar aquí la ancianidad de mis padres y, en particular, la de mi madre, la sabia que no pudo ir a la escuela por las difíciles circunstancias que le tocó vivir. Al recordarlos comprendo que los años proporcionan una sabiduría diferente, nada especial ni exclusiva, pero es algo que no soy capaz de explicar cabalmente. Sé que es así, sin más, y se puede comprobar.

Los ancianos trasmiten una vitalidad, un sentido de la libertad y una paz interior que nunca aportarán la ciencia, ni la técnica, ni internet, ni las redes sociales. Tienen talentos especiales que solo los da el tiempo, no los títulos universitarios. Disponen de sabiduría para mirar e interpretar los acontecimientos; paciencia para saber esperar; fortaleza, aunque sean tan débiles, para sostener a quienes no soportan la frustración; tacto para escuchar; visión amplia y desafectada para hacer frente a las urgencias diarias.

Los ancianos traen calma y aceptación para las heridas, nos regalan otro modo de vivir el tiempo y la gratuidad. Nos enseñan a enfrentarnos con la verdad de la vida de manera realista y nos ayudan a distinguir entre lo superfluo y lo valioso, entre lo importante y lo urgente. Nos hacen comprender nuestra propia vulnerabilidad, es decir, aceptar nuestros límites, amar nuestra verdad, no querer ser lo que no somos y reconocer que no se puede hacer todo. Tienen un tesoro de experiencia acumulada que ninguna sociedad debería permitirse el lujo de desperdiciar. Son los que se han gastado el cobre para dejarnos la sociedad que tenemos, para paliar el paro de sus hijos o cuidar a sus nietos. Ahora mismo sufren por no poder hacerlo, por no poder darse.

A veces me veo con ganas de salir corriendo a ver el mundo, como en la novela de Jonas Jonasson (El abuelo que saltó por la ventana y se largó). Otras veces siento el temor de no llegar a reconocer con el tiempo a mis seres más queridos, tal como le sucedía a la protagonista de El cuaderno de Noah, de Nicholas Sparks o al inolvidable “Emilio” del cómic y la película Arrugas de Paco Roca.

Pero siempre desearé que alguien me dé un beso en la frente antes de que me llegue la “hoja roja” de las cinco últimas páginas. ¡Qué menos! Por eso dice el propio Delibes que el ser humano ha venido al mundo para remediar la soledad de otro ser humano.

TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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