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A. Cortina: persona y bioética

A. Cortina: persona y bioética

A. Cortina: persona y bioética 150 150 Tino Quintana

Estamos ante una de las personalidades más destacadas de la filosofía española contemporánea. Nació en Valencia, en 1947. Es Catedrática de Filosofía del Derecho, Moral y Política en la Universidad de Valencia, Directora de la Fundación ÉTNOR para la ética de los negocios y las organizaciones y Directora del curso de Postgrado «Educación en valores» en la misma Universidad.

Estudió filosofía y letras en la Universidad de Valencia y en 1976 defendió su tesis doctoral, sobre Dios en la filosofía trascendental kantiana. Durante algún tiempo ejerció la docencia en institutos de enseñanza media. Más tarde obtuvo una beca de investigación que le permitió asistir a la Universidad de Múnich, donde entra en contacto con diversas corrientes filosóficas como el racionalismo crítico, el pragmatismo, y la ética marxista. Pero la mayor y decisiva influencia la recibió de la filosofía de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas (este último ha sido, precisamente, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2003). Al reintegrarse a la actividad académica en España, orientó sus intereses intelectuales y docentes hacia la ética. En 1981 ingresó en el departamento de filosofía práctica de la Universidad de Valencia. En 1986 obtuvo la Cátedra de Filosofía anteriormente citada.

Es miembro de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida y Vocal del Comité Asesor de Ética de la Investigación Científica y Tecnológica. Es también miembro del Comité Ético de la Universidad de Valencia desde su creación (septiembre de 2004) y del Comité Ético Asistencial del Hospital Clínico Universitario de Valencia, además de otras múltiples distinciones y reconocimientos.

Entre los reconocimientos más recientes a su labor se encuentran el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2007 con su obra «Ética de la razón cordial», el nombramiento como Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (diciembre de 2008), siendo la primera mujer que entra a formar parte de esta institución, y la investidura como Doctora Honoris Causa por la Universitat Jaime I de Castellón (enero de 2009). Sus trabajos en el ámbito de la fundamentación de la moral y en la ética aplicada, enfocados preferentemente desde la ética del discurso (debido a la influencia de sus maestros, Apel y Habermas), disfrutan de un merecido reconocimiento nacional e internacional.

Publicaciones en formato papel:

Ética mínima: Introducción a la filosofía práctica (Tecnos, Madrid, 1986); Ética sin moral, (Tecnos, Madrid, 1990; La moral del camaleón (Espasa-Calpe, Madrid, 1991); Ética aplicada y democracia radical (Tecnos, Madrid, 1993); Crítica y utopía: la escuela de Frankfurt (Ediciones Pedagógicas, Madrid, 1994); Ética de la empresa: claves para una nueva cultura empresarial (Trotta, Madrid, 1994); Ética civil y religión, (PPC, Madrid, 1995); Ética, (colaboración con E. Martínez) (Akal, Madrid, 1996); Ética y legislación en enfermería (colaboración con Pilar Arroyo) (McGraw-Hill/Interamericana de España, Aravaca, 1996); Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía (Alianza Editorial, Madrid, 1997); 10 palabras clave en filosofía política (colaboración con Á. Castiñeira y otros) (Verbo Divino, Estella,1998); Hasta un pueblo de demonios. Ética Pública y Sociedad (Taurus, Madrid,1998); Los ciudadanos como protagonistas (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1999); 10 palabras clave en la ética de las profesiones (Verbo Divino, Estella, 2000); La empresa ante la crisis del estado de bienestar: una perspectiva ética (colaboración) (Miraguano, Madrid, 2000); Alianza y Contrato: Política, Ética y Religión (Trotta, Madrid, 2001); Por una ética del consumo(Taurus, Madrid, 2002); Razón pública y éticas aplicadas: los caminos de la razón práctica en una sociedad pluralista (colaboración) (Tecnos, Madrid, 2003); Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía del siglo XXI (Ediciones Nobel, Oviedo, 2007); Pobreza y libertad. Erradicar la pobreza desde el enfoque de Amartya Sen (Tecnos, Madrid, 2009); Las fronteras de la persona. El valor de los animales, la dignidad de los humanos (Taurus, Madrid, 2009); Neuroética y neuropolítica, sugerencias para la educación moral (Tecnos, Madrid, 2011); ¿Para qué sirve realmente… la ética? (Paidós, Barcelona, 2013); Aporofobia: el rechazo del pobre (Paidós, Barcelona, 2017)

Como se puede observar, son numerosas y diferentes las áreas de intervención de Adela Cortina. No le conozco ninguna monografía específicamente dedicada a la bioética, pero hace alusión a ella en varias publicaciones. «Un concepto «transformado» de persona para la bioética», publicado en Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid, 1993, año en el que también apareció un poco más ampliado dentro de una obra editada por F. Abel y C. Cañón, La mediación de la filosofía en la construcción de la bioética, Universidad de Comillas, Madrid); y «Problemas éticos de la información disponible, desde la ética del discurso», en Lydia Feito (ed.), Estudios de bioética, Dykinson, Madrid, 1997, 43-55.

1. La bioética como ética aplicada

A la filosofía moral o ética filosófica no sólo le incumben las funciones de aclarar qué es lo moral y de fundamentarlo racionalmente, sino aplicar sus descubrimientos en los diferentes ámbitos de la vida social: economía, política, empresa, periodismo, ecología, medicina, etc. Cuando se habla de ética aplicada no se está diciendo nada de los contenidos morales o «lo que debemos hacer en concreto». Sólo se refiere al marco argumentativo para justificar el «por qué» debemos actuar de esta o de la otra manera concreta, moralmente hablando.

Respecto a los ámbitos de la vida social en los que se aplica la ética hay que entenderlos como actividades cooperativas (en el sentido que McIntyre dio al concepto de «práctica» (Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 2001, pág. 233) que adquieren su sentido en la medida en que consiguen alcanzar los bienes internos que las definen, lo que exige también asumir determinados valores y practicar ciertos hábitos o virtudes que harán posible la consecución de ese bien interno. La medicina tiene un bien interno que la define (el bien del paciente), unos valores que se deben asumir (dignidad de la persona, la vida humana, confianza, diálogo, confidencialidad…) y unas virtudes que ayudan a conseguir el bien interno (prudencia, lealtad, fidelidad, abnegación, humildad…).

Pues bien, la bioética es la ética aplicada en el ámbito de la medicina, dándose en ella le peculiaridad, además, de haberse dotado de una serie de principios éticos que sirven de orientación en su propio ámbito moral, como son los de respeto a las personas o autonomía, beneficencia y justicia, al menos desde el conocido Informe Belmont de 1978, porque el de beneficencia procede ya de tiempos de Hipócrates. Pero a la ética no le corresponde decir cuáles son los contenidos morales en ese ámbito, lo que se debe hacer, sino ofrecer una justificación racionalmente fundada acerca de por qué se debe actuar así o de otra manera según los principios antes citados.

En cualquier caso, es imprescindible dejar claro que, en bioética, el punto de vista obligado y fundamental, es la vida humana concreta de cada individuo, es decir, de cada persona.

2. El discurso sobre la dignidad de la persona

1. Es de todos sabido que el término de persona procede del mundo griego (el famoso «prósopon» o máscara de los actores de teatro que simbolizaba el «papel» de cada uno en el teatro de la vida). Sin embargo, la conceptualización que hizo fortuna, en medio de un riguroso debate teológico medieval, fue la que nos transmitió Boecio definiendo la noción de persona así: «persona est naturae rationalis individua substantia» (persona es substancia individual de naturaleza racional).

Posteriormente ha experimentado sucesivos cambios llegando a convertirse, incluso, en un potente movimiento filosófico con el nombre de personalismo. Recomiendo el librito de A. Domingo Moratalla, Un humanismo del siglo XX: el personalismo, Ediciones Pedagógicas, Madrid, 1994). A ese tipo de ser racional es al que por unanimidad se le ha ido reconociendo y otorgando «dignidad», una por la que su vida adquiere un rango también cualitativamente superior al de cualquier otro ser vivo en la Tierra.

2. Ahora bien, sucede que la dignidad es una cualidad transitiva, o sea, expresa que alguien es merecedor de algo, pero no explica ni concreta de qué es merecedor ni por qué lo es. Es por tanto necesario averiguar cuál es la razón por la que le asignamos o reconocemos esa dignidad y a qué nos obliga o, dicho de otro modo, hay que indagar si la persona humana reúne alguna condición específica y exclusiva por la que sea digna de recibir un determinado tratamiento.

La respuesta no ha sido única a lo largo de la historia. La teología católica, por ejemplo, no duda en afirmar la dignidad de la persona por el hecho de haber sido creada a imagen y semejanza de Dios. Pero también ha habido respuestas pretendidamente filosóficas, aceptables por cualquier ser humano, tenga o no una profesión religiosa, de tal modo que quien negara la dignidad de una, muchas o todas las personas estaría en ese mismo momento actuando de manera completamente irracional, porque estaría negándose a sí mismo. En ese sentido resulta pionera la afirmación kantiana de la dignidad personal.

3. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Espasa, Madrid, 1990), Kant ofrece un marco racional para fundamentar la idea de dignidad personal que se ha conservado hasta nuestros días: «En el reino de los fines ─dice I. Kant─ todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad… aquello que constituye la condición para que algo sea un fin en sí mismo no tiene un valor meramente relativo o precio, sino que tiene un valor interno, es decir, dignidad» (p. 112).

Y en otro lugar dice lo siguiente: «Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad sino en la naturaleza tienen, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como simples medios, y por eso se llaman «cosas». En cambio, los seres racionales se llaman personas porque su naturaleza los distingue como fines en sí mismos, o sea, como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por tanto, limita todo tipo de capricho en este sentido y es, en definitiva, objeto de respeto» (p. 103).

Ese valor en sí o interno por que el su portador carece de equivalente y no es, por tanto, intercambiable como una mercancía o como una cosa que tiene valor externo o para, sólo puede reconocerse en la persona, que, en consecuencia, es un fin en sí misma y por eso goza de dignidad… y es objeto de respeto.

4. Por otra parte, el filósofo alemán encuentra el fundamento del valor interno de la persona, como fin en sí misma, en el hecho de que sea el único ser capaz de darse leyes a sí mismo, es decir, el único capaz de autonomía. Así lo dice Kant: «La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional... La autonomía de la voluntad es el estado por el cual ésta es una ley para sí misma… En este sentido, el principio de autonomía no es más que elegir de tal manera que las máximas de la elección del querer mismo sean incluidas al mismo tiempo como leyes universales» Y, más adelante, añade lo siguiente: «…el citado principio de autonomía es el único principio de la moral» (p. 114-120).

En resumen, la fundamentación kantiana de la dignidad humana está referida simultánea e inseparablemente a dos capacidades: 1ª) la de darse leyes a sí mismo o, mejor dicho, la capacidad de autodeterminarse a actuar; y 2ª) la capacidad universalizadora del ser humano, es decir, la de actuar sabiendo que las leyes que se da a sí mismo pueden ser admitidas racionalmente por los demás seres racionales en las mismas circunstancias.

5. La propuesta kantiana ha sido y sigue siendo objeto de críticas entre las que destaca principalmente la de quienes preguntan qué sucede con las personas incapaces de autonomía por diversas causas (congénitas, adquiridas, jurídicas). La respuesta tiene que venir dada en las soluciones adoptadas por la jurisprudencia, siempre y cuando se acepte la primera parte de la afirmación kantiana, a saber, que cada persona tiene un valor interno, es un fin en sí misma y nunca se puede instrumentalizar bajo ningún pretexto.

No obstante, la crítica más fuerte consiste en reconocer que el «yo» personal autónomo, propuesto por Kant, no atiende a la totalidad de la persona, comprendida como un todo psicosomático viviente. Es un modelo de yo autocentrado, introspectivo, ensimismado en su propia conciencia, en su racionalidad autónoma. Está cerrado.

3. La persona como «interlocutor válido»

1. A partir de la década de los 70 del siglo XX (cuando daba sus primeros pasos la bioética), comenzaba a elaborarse la filosofía de Apel y Habermas. Venía a ofrecer un fundamento de lo moral que transforma el principio kantiano de la autonomía en principio de la ética discursiva. Dicho con otras palabras, esa transformación nos hace pasar de un concepto de razón desarrollado en términos de reflexión a un concepto de razón desarrollado en términos de comunicación o, lo que es lo mismo, desde una razón centrada en el sujeto autónomo a la racionalidad de un «sujeto comunicativo», desde el paradigma del conocimiento del objeto al del entendimiento entre sujetos, capaces de actuar hablando, o sea, personas capaces de actuar comunicándose.

2. En esa transformación el sujeto no aparece como un observador, sino como un hablante que interactúa con un escuchante, es decir, aparece como interlocutor. Nos encontramos ante la apertura radical a la alteridad, porque nos identificamos como un alter ego de otros alter ego, de modo ahora hay que interpretar al sujeto personal no desde una conciencia moral autónoma, sino desde el reconocimiento recíproco de la autonomía que, además, es comunicativa.

Por lo tanto, cuando decimos «yo» estamos manifestando que no sólo podemos ser identificados en el espacio y en el tiempo por simple observación, sino que existe un mundo subjetivo o dimensión individual que es propio y exclusivo de cada cual y al que sólo cada uno tiene acceso privilegiado y, al mismo tiempo, existe un mundo social o dimensión personal al que todos pertenecemos porque es común y lo compartimos con los que nos rodean.

Esas son las dos dimensiones que constituyen al sujeto humano, a saber, la autonomía personal y la autorrealización individual, dimensiones que superan y transforman el planteamiento kantiano porque lo abren a la alteridad mediante el diálogo y la comunicación. Así es como se puede conjugar la idiosincrasia de los individuos (su idea del bien y de la felicidad) y su capacidad universalizadora (la idea intersubjetiva de lo correcto).

3. Por eso es necesario mantener la distinción entre éticas de mínimos universalizables, fundadas en la noción de autonomía, que defienden valores y principios compartidos intersubjetivamente (los derechos humanos, por ejemplo) y éticas consiliatorias de máximos, referidas a la particular idiosincrasia de los individuos y de los grupos morales (su idea del bien y la felicidad), que han de ser respetadas en la medida en que no violen los mínimos universalizables. Y, viceversa, la ética de mínimos exigirá respetar los ideales de autorrealización particular de individuos y grupos, siempre que éstos no atenten contra los ideales de autorrealización de los demás grupos e individuos. Y de ello son merecedores todos los seres humanos, no sólo por el hecho de ser personas y de reconocerles dignidad, sino porque esa dignidad personal se actúa en la comunicación y el diálogo y, en consecuencia, todos los seres humanos son dignos de ser tratados como interlocutores válidos.

4. Aquí es donde hay que tener bien presente el principio de la ética del discurso, que dice así: «sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en un discurso práctico». Así pues, para que la norma sea válida: 1º) tienen que haber participado en el diálogo todos los afectados por ella, y no sólo los representantes; 2º) el diálogo tiene que haberse realizado en condiciones de simetría; y 3º) la norma se tendrá por correcta sólo cuanto todos (no sólo los más poderosos, los más notables o la mayoría) la acepten porque satisface los interese de todos, o sea, porque es universalizable. Eso significa que el acuerdo sobre la validez moral de una norma no puede ser nunca un pacto de intereses individuales o grupales, fruto de una negociación, sino un acuerdo unánime, fruto de un diálogo sincero, en el que se busca satisfacer intereses universalizables.

5. Por último, para comprobar la corrección de una también es necesario someterla al principio dialógico de universalización: «Una norma será válida cuanto todos los afectados por ella puedan aceptar libremente las consecuencias y efectos secundarios que se seguirían, previsiblemente, de su cumplimiento general para la satisfacción de los intereses de cada uno». Este principio muestra que las normas que sólo satisfacen intereses de individuos o de grupos no son morales, y que el equilibrio que puede conseguirse entre ellas tras un diálogo puede ser una buena solución política, pero nunca una norma moral.

Véase la relación de este planteamiento con la llamada «ética cívica» o civil.

4. Aplicación al ámbito de la bioética

1. El nuevo concepto de persona, en primer lugar, llena de sentido la idea de dignidad del paciente mostrando que, como interlocutor válido, tiene derecho no sólo a que se le haga el bien, sino a ser escuchado en la toma de decisiones que le afectan.

Asimismo, el personal sanitario tiene el deber de respetar esas decisiones, ofreciendo previamente la información necesaria, salvo en los casos en que el grado de autonomía del paciente no sea suficiente como para dejar la solución en sus manos. Precisamente por ello el consentimiento informado se ha convertido en la expresión del principio de autonomía, un consentimiento entendido como un proceso dialógico cuyo punto final es el requisito legal de firmarlo de manera consciente y libre.

Autonomía significa, en este caso, «madurez psicológica y ausencia de presiones externas (sociales) o internas (el dolor mismo), suficiente como para decidir de acuerdo consigo mismo», una decisión, por cierto que es única e irrepetible. Por eso la autonomía, en el ámbito sanitario, es una conjugación de las dos dimensiones del sujeto personal expuestas anteriormente: la autonomía personal y la autorrealización individual. Lo universalizable es el derecho del paciente a tomar decisiones porque tiene acceso privilegiado a su subjetividad, a sus propios ideales de autorrealización. Y tiene derecho a ello porque desde una autonomía dialógica, el paciente «es digno de» o tiene derecho a ser tratado como un interlocutor válido.

Ante tal modo de entender las cosas, el paternalismo médico queda abolido y, en su lugar, entra como principio la relación dialógica entre sujetos autónomos. Relación que nada tiene que ver con implantar un despotismo del paciente (o de sus familiares) o caer en la «medicina a la carta». Médico y paciente son sujetos autónomos y, por ser dialógica su relación, le corresponde al médico el deber de informar y asesorar, y le corresponde al paciente el derecho de decidir sobre su propia concepción del bien en cuanto beneficiario del acto médico.

Las reflexiones de Adela Cortina han estado de algún modo inspirando buena parte de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica.

2. El concepto de persona propuesto por la ética del discurso también puede tener una gran aplicación en los comités de ética para la atención sanitaria, en los comités de ética de investigación clínica o biotecnológica, y en cualquier otro comité o comisión de bioética sea cual sea el rango de su institucionalización. Estos organismos pueden demostrar con su funcionamiento que las decisiones acerca de qué normas satisfacen intereses universalizables no deberían ser tomadas sólo por los expertos, sino por los mismos afectados. Deberían de ser éstos, junto a la información y el asesoramiento de los expertos, quienes decidieran qué tienen o no por universalizable, moralmente hablando.

Es bien cierto que todo esto no puede caer en el despotismo social por el que se llega a confundir, lamentablemente, la moda social con la norma moral. Pero no es menos cierto que la participación ciudadana es la clave para tomar decisiones que les afectan. Los principios de la ética discursiva, expuestos más arriba, pueden contribuir a la creación de una cultura basada en la igualdad comunicativa, en la que ninguna persona puede ser excluida a priori de la argumentación cuando ésta trata de cuestiones que la afectan. Pero, sobre todo, tendrá una influencia transformadora la convicción de que cada persona es un interlocutor válido que debe ser reconocido como tal por cuantos pertenecen a la misma comunidad de hablantes. Los comités y comisiones de bioética tienen en sus manos la oportunidad de demostrar la efectividad de estas reflexiones.

3. Y, finalmente, el concepto de persona, expuesto al hilo de las reflexiones de Adela Cortina, conlleva también implicaciones de relieve en la interpretación y la puesta en práctica del principio de justicia. En el ámbito de la sanidad, donde la distribución de recursos es un problema directamente relacionado con la justicia moral (no sólo con la jurídica, como así debe ser también, por cierto), suele también estar en manos de los expertos o de los políticos de turno. Pero no es menos cierto que, según lo exigido por la ética del discurso, junto a los expertos de oficio o de turno, se debería reconocer que los interlocutores potenciales, que son de hecho todos los ciudadanos que participan en la «cosa pública», han de ser tenidos en cuenta a la hora de decidir. Y eso no sólo porque les afectan directa o indirectamente los temas de salud y enfermedad, sino porque lo pagan desde sus propios bolsillos.

La decisión de «contar con» todos los interlocutores afectados no puede obedecer sólo a las votaciones democráticas, ni reducirse al descontento o a la indignación lógica de unos cuantos, por muchos que sean. Contar con las personas afectadas como interlocutores válidos, en cuestiones de justicia sanitaria, lleva consigo institucionalizar la participación ciudadana a niveles en los que venían siendo excluidos.

Decía Marco Aurelio (siglo I d. C.):«Siempre tienes que ser capaz de dos cosas: la primera, hacer exclusivamente lo que según tu razón beneficia a los hombres; la otra, cambiar cuando alguien te corrija o te convenza. Hazlo siempre movido por la justicia y el bien común, y no por lo que parezca agradable y popular». (Meditaciones, Barcelona, 1998, 67)

TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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