La vida cotidiana está llena de argumentos y de argumentaciones. Y es así 1º) porque necesitamos entendernos para convivir, aunque no poseamos las mismas ideas…por eso razonamos y discutimos; 2º) porque estamos convencidos de que nadie tiene la panacea de la intelectualidad, ni de la inteligibilidad, es decir, necesitamos vivir y convivir sobre la base de razones solventes; 3º) porque es una evidencia la pluralidad de culturas, cosmovisiones, ideologías y creencias, que necesitan convivir y justificarse en público con razones rigurosas y sólidas; y 4º) porque a la hora de afrontar problemas cotidianos buscamos su clarificación y resolución, lo que conlleva utilizar siempre conceptos operativos, es decir, razones prácticas, argumentos.
1. EL ARGUMENTO Y LA ARGUMENTACIÓN
El Diccionario de la Lengua Española dice que el argumento es un «razonamiento que se emplea para probar o demostrar una proposición, o bien para convencer a alguien de aquello que se afirma o se niega». Por su parte, el mismo Diccionario dice que la argumentación es la acción de argumentar, o sea, «aducir, alegar, poner argumentos» y, también, «disputar, discutir o impugnar una opinión ajena».
Pues bien, la argumentación filosófica pretende convencer mediante proposiciones razonadas y razonables, o sea, justificándolas y exponiéndolas de manera comprensible. Dicho con otras palabras, el argumento filosófico tiene que dar cuenta de la naturaleza de una idea o de un juicio, de su legitimidad, de su fundamento y, en este sentido, debe articular conceptos, valores, presupuestos teóricos, haciéndolos comunicables a través de en un proceso intelectual plasmado en una proposición lingüística concreta.
La argumentación ética forma parte de la argumentación filosófica que todos llevamos a cabo, de una u otra manera, para justificar racionalmente lo que debemos hacer (moral) y, sobre todo, por qué lo debemos hacer (ética).
1.1. Algunos criterios básicos sobre la argumentación en general
- La argumentación debe tener claridad, que implica explicitación y coherencia para determinar lo que está implícito o denunciar lo que falta y debería explicitarse.
- La argumentación necesita capacidad crítica para evaluar la claridad y la coherencia, la pertinencia, la fuerza o la debilidad de las conclusiones y de los argumentos.
- La argumentación tiene que tener en cuenta la no repetición, porque el hecho de repetir las mismas ideas tiende a producir confusiones innecesarias.
- El argumento y la conclusión tienen que ser pertinentes, o sea, que vengan a propósito de lo que se está razonando y afirmando.
Simplificando las cosas podríamos decir que la estructura básica de un argumento se compone de una conclusión y de varios elementos de prueba que llamamos argumentos, o sea, una razón o serie de razones lógicamente concatenadas que justifican la conclusión. Es necesario ser conscientes de que ésta última incluye una toma posición, es decir, una postura racionalmente justificada, clara y precisa, sobre algo (dilema, conflicto, problema, cuestión debatida…). Lo contrario sería “hablar por hablar” o “ir de listillos” sin dar razones convincentes de lo que se afirma, es decir, sin argumentar.
1.2. Las falacias en el razonamiento y en la argumentación
«Engaño, fraude o mentira con que se intenta dañar a alguien». Esa es la definición de “falacia” que ofrece el Diccionario de Lengua Española de la Real Academia. La falacia es uno de los errores en la argumentación, porque supedita la racionalidad a la astucia del fraude, el engaño o la mentira. He aquí la denominación de las principales o más conocidas: 1) La falacia “ad hominem”; 2) La falacia del razonamiento circular; 3) La justificación de un mal con otro mal; 4) La falacia por anticipación de consecuencias; 5) La falacia de apelar a la autoridad; 6) La falacia de desviar la atención; y 7) La falacia del desprestigio por asociación.
2. DIEZ CONSEJOS PARA ARGUMENTAR BIEN…EN GENERAL
1º) El mejor consejo que puede darse es prepararse bien. La habilidad argumentativa existe pero tiene que pillarnos preparados, conociendo el fondo del asunto. Para argumentar bien hay que conocer el tema debatido y dominar el ámbito ético y moral desde el que se está debatiendo y, por tanto, argumentando.
2º) Hay aspectos comunes a cualquier tipo de argumentación, pero también rasgos peculiares de cada campo de discusión. El colmo de quien participa en una mesa redonda es empeñarse en dar un curso académico abreviado o una miniconferencia. Lo importante es hacer una exposición clara y razonablemente informativa que estimule el debate y pueda persuadir al auditorio.
3º) Decir muchas veces lo mismo o expresarlo con muchas palabras no garantiza una buena argumentación. La amplitud excesiva del discurso aumenta las probabilidades de cometer errores y suele provocar en el oyente su falta de atención.
4º) Esforzarse por entender bien la tesis del otro es una muestra de respeto personal y, además, resulta bastante útil como recurso dialéctico, porque aumenta las probabilidades de que los demás también se esfuercen por entendernos bien.
5º) Es una estrategia equivocada no estar dispuestos a conceder nada al adversario. Hace difícil o imposible que la discusión pueda proseguir y muestra un empecinamiento que no conduce a nada. No es un buen camino para persuadir a nadie. Recordemos lo acertado, a mi juicio, de Karl Popper: “es posible que tú estés en lo cierto y yo esté equivocado, pero también puede suceder que estemos equivocados los dos”.
6º) Cuando se argumenta ante otro, podemos tener la impresión de que sus argumentos funcionan como una muralla contra la que se estrellan nuestras razones. Por eso, una vez probada la solidez de la posición contraria, lo más aconsejable es ver si es posible romperla intentando otra vía. ¿Cómo? Cambiando la posición para disparar desde otro lado, pero nunca disparando torcido o evitando la cuestión central del debate.
7º) La argumentación no está reñida con el sentido del humor, pero sí con la frivolidad que se ríe de todo y con la seriedad, triste y taciturna, de quien cree que tiene sentido todo lo que dice. Hay desastres y barbaridades sobre las que no es apropiado gastar bromas, como el genocidio de un régimen militar, la violencia de género o el holocausto judío, por ejemplo. Entre la frivolidad de quien se ríe de todo y la seriedad de quien no tiene ni pizca de gracia, está la posibilidad de utilizar el ingenio, la agudeza y la sonrisa para sacar el brillo del humor a la propia argumentación o a la contraria.
8º) No se argumenta bien por hacer muchas referencias a palabras prestigiosas, publicaciones renombradas o autores de moda. Lo que cuenta las razones que avalan lo que se dice: la calidad, el rigor y fortaleza de esas razones son responsabilidad exclusiva de quien argumenta.
9º) Frente a la tendencia de “irse por las ramas”, introduciendo temas que no vienen a cuento, no cabe otro remedio que insistir una y otra vez en fijar el centro de la cuestión debatida. Eso aporta calidad y rigor al debate y a quien debate.
10º) En cada ocasión, hay muchas maneras de argumentar mal y quizás más de una de hacerlo bien. Las cuestiones de estilo son importantes. Le corresponde a cada persona que argumenta esforzarse en encontrar su propio estilo, elaborarlo, corregirlo constantemente y ponerlo en práctica.
Para mayor información, véase el texto completo de M. Atienza, Diez razones para argumentar bien o el decálogo del buen argumentador. Cuadernos de Filosofía del Derecho. 29 (2006) 473-475
3. ESTRATEGIAS DE ARGUMENTACIÓN MORAL
Uno de los rasgos característicos del fenómeno moral es el hecho de argumentar ante los demás y ante nosotros mismos para justificar o para criticar acciones, actitudes o juicios morales. Dado que la argumentación trata de poner de relieve la racionalidad de nuestras acciones, actitudes o juicios, la argumentación moral consistirá en exponer las razones que se consideran claras, críticas y pertinentes al respecto.
Conviene antes volver a recordar la distinción entre “moral” (lo que debemos hacer) y “ética” (por qué debemos hacerlo) o, con otras palabras, la “moral” se ocupa de los deberes morales concretos que nos llevan a actuar de una manera determinada y no de otra, mientras que la “ética” se ocupa de las razones que alegamos para justificar esa acción concreta y no otra, es decir, los por-qué de la moral o, lo que es lo mismo, la fundamentación argumentada de la moralidad de nuestros actos. Una y otra, moral y ética, son inseparables pero no unívocas. A tal efecto es posible distinguir varios tipos de estrategias argumentativas que se exponen a continuación.
1ª) Referencia a un hecho
Es lo que ocurre cuando a la pregunta de por qué hemos ayudado a alguien, por ejemplo, respondemos que «es nuestro amigo» o «había pedido ayuda» o algo parecido. En tales casos se está dando por supuesta la existencia de alguna norma moral compartida que indica el deber moral de ayudar a los amigos o a las personas que solicitan ayuda, etc. De este modo, la referencia al hecho es, en realidad, una referencia a la norma que se supone correcta por uno mismo y por las personas ante quienes estamos argumentando.
Por tanto, la alusión a hechos es insuficiente por sí sola. Únicamente puede considerarse como un argumento válido cuando la norma subyacente sea realmente correcta.
Ahora bien, comprobar la corrección de la norma supone dar un nuevo paso en el proceso argumentativo, es decir, mostrar que la norma en cuestión cumple los requisitos por los que se la puede considerar moralmente válida. Ahí es donde aparecen las distintas teorías éticas: unas dirán que la norma es correcta porque obliga practicar una virtud determinada (aristotelismo), otras aducirán que promueve el mayor bien para el mayor número de personas (utilitarismo), otras afirmarán que defiende intereses universalizables (kantismo), etc., etc.
Puede suceder que justifiquemos esa norma desde varias de esas teorías a la vez y puede también suceder que esa misma norma se pueda justificar por una teoría ética pero no por otra u otras. En cualquier caso siempre nos vemos obligados a justificar la elección de la teoría ética utilizada: el por qué de la norma o deber de tal acción. Eso es la argumentación ética propiamente dicha.
2ª) Referencia a sentimientos o emociones
Se trata de justificar una acción, actitud o juicio moral mediante el recurso a los propios sentimientos o a los del interlocutor: «lo hice porque sentí indignación…miedo… repulsa o rechazo hacia lo que veía», por ejemplo. Sin embargo, este modo de argumentar es insuficiente, porque el predominio de una emoción ayuda a explicar las causas psicológicas de la acción, pero no basta para mostrar su corrección o incorrección moral.
Para solucionar esa dificultad es necesario ponderar todos los datos de la situación, disponer de una actitud imparcial y, además, explicitar la teoría ética utilizada para justificar racionalmente una determinada norma. Téngase presente que, en ese momento, estamos pasando de una argumentación moral (lo que debo) a una argumentación estrictamente ética (por qué debo).
No obstante, quiero hacer aquí alguna matización que considero importante: los sentimientos forman parte activa de la vida moral y es necesario cultivarlos con el fin de que ni la moral ni la ética sean dimensiones acartonadas, encorsetadas, frías y descarnadas en la vida de las personas. Esto último sucede con demasiada frecuencia cuando abandonamos el cultivo de los sentimientos. Y es que, aunque sea necesario pasarlos por el filtro de la racionalidad, el carácter cognoscitivo de los sentimientos y el hecho de que es posible cultivarlos ya es un tema que puso sobre la mesa la mismísima filosofía aristotélica, lo retomó luego la tradición anglosajona moderna (Shaftesbury, Hutcheson, Hume, Smith, Mill) y lo reavivó una serie de autores contemporáneos como Strawson, Sherman, Marina y Nussbaum.
Quienes sean capaces de cultivar sentimientos de indignación, vergüenza y compasión, por ejemplo, están abriendo los ojos para ver y hacerse cargo del sufrimiento y la humillación, es decir, están adquiriendo competencias imprescindibles para comprender el significado de la justicia.
3ª) Referencia a posibles consecuencias
Es fácil observar que las posibles consecuencias de los actos es una cuestión moralmente relevante. Para la teoría ética utilitarista, por ejemplo, ése es el único y definitivo criterio moral: se considera buena toda acción que genere un mayor saldo neto de utilidad posible (en el sentido de placer, alegría, satisfacción…), y una menor cantidad de daño (en el sentido de sufrimiento, dolor, pena…). La variante denominada «utilitarismo de la regla» aconseja no plantear la cuestión de la utilidad ante cada acción, por separado, sino ante las normas que la experiencia histórica ha mostrado eficaces y estables para un determinado fin porque es beneficioso para la mayoría.
Sea como fuere, la necesidad de hacerse cargo de las consecuencias de los actos, en orden a valorar la moralidad de un acto o de una norma, cuenta hoy con un amplio consenso en el que está implicada cualquier ética. Así todo, el análisis de las consecuencias y, en particular, el utilitarismo, no agotan los requisitos de la moral y de la ética, tal como se puede comprobar a lo largo de esta página.
En cualquier caso, y dado que las consecuencias de un acto siempre resultan ser positivas y/o negativas, pueden servir de referencia los siguientes criterios: 1) que las consecuencias positivas sean resultado querido y directo del objetivo de la acción; 2) que las consecuencias positivas estén maximizadas y las negativas estén minimizadas; y 3) que las consecuencias negativas no sean medio o condición para conseguir las positivas.
4ª) Referencia a un código moral
Ya hemos dicho que la manera más corriente de justificar racionalmente una acción, una actitud o un juicio moral, es aducir la existencia de una norma que se considera vinculante. ¿Por qué? Porque las normas constituyen la expresión de la racionalidad en la medida en que tienden a ser universales. Pero, al mismo tiempo, se puede alegar que esa norma forma parte de un código moral más amplio, de una ética que, con su jerarquía de valores y principios básicos, da cuenta razonada de esa norma moral concreta.
Para averiguar hasta qué punto una argumentación de este tipo es racionalmente aceptable, hay que plantearse dos cuestiones: 1ª) comprobar si la norma invocada forma parte del código moral al que pretende acogerse, no sea que la interpretación que se hace de ella sea inadecuada; y 2ª) comprobar si ese código moral de referencia está suficientemente fundamentado como para considerarlo racionalmente vinculante.
La primera cuestión es netamente moral, propia de la discusión interna entre quienes componen un grupo moral y comparten el mismo código moral que los identifica. En cambio, la segunda cuestión es propia de la discusión ética, puesto que nos lleva a plantearnos la difícil cuestión de sopesar las pretensiones de racionalidad de los distintos códigos morales, así como de sus valores y principios básicos, es decir, la tarea de su respectiva fundamentación, asunto éste propio de la ética, no de la moral.
5ª) Referencia a la competencia moral de cierta autoridad
Hay quienes tratan de justificar sus opciones morales recurriendo a cierta «autoridad competente» a la que consideran suficientemente fiable en materia moral. Dicha autoridad suele ser una persona, una institución o una religión. En este tipo de referencias la argumentación consiste en afirmar que la acción moral a justificar es congruente con la norma emanada de esa autoridad. Aquí lo distintivo es el énfasis puesto en quién dicta la norma, no en la validez racional que posea tal norma. La razonabilidad y validez de las normas de la autoridad puede darse y de hecho se da en muchos casos, pero no es posible garantizarlo a priori de manera absoluta.
Además, la referencia a una autoridad moral no tiene por qué ser aceptable para todas las personas por igual, dado que en cuestiones morales la autoridad es plural, no es una ni única. Esto no significa que se deba o se pueda prescindir de las orientaciones de las personas o instituciones dotadas de autoridad, pero no deben tomarse como imperativos morales absolutamente vinculantes, sino como indicaciones o consejos que uno puede tener en cuenta para tomar responsablemente la decisión que la propia razón o la conciencia, como veremos seguidamente, considere como buena.
Hay quienes consideran legítimo y pertinente alegar la autoridad de una moral natural correlativa e inherente a una ley natural universal. Hay incluso amplios sectores que propugnan una ética mundial basada en las normas morales comunes a las grandes religiones del mundo. No obstante, en ninguno de los dos casos es suficiente la autoridad de quién dicta las normas sino la validez racional de las mismas.
6ª) Referencia a la conciencia
En la vida cotidiana hay multitud de ocasiones en las que se apela a la propia conciencia para justificar acciones, actitudes o juicios morales. Este tipo de justificación goza de un prestigio muy arraigado en la tradición moral de Occidente. Ahora bien, la experiencia moral nos dice que la conciencia no es infalible, puesto que muchas veces se recurre a ella para justificar el propio capricho o para seguir indicaciones moralmente incorrectas que ha ido interiorizado cada persona en su proceso de socialización.
Por tanto, los dictámenes de la conciencia han de ser sometidos al mismo procedimiento de revisión, o sea, es preciso averiguar hasta qué punto es racionalmente válida la norma que se ha aplicado o se pretende aplicar, recurriendo a alguna de las teorías éticas que son las que establecen la diferencia entre lo racionalmente aceptable y lo que no lo es. Pero, dado que hay una pluralidad de teorías éticas, nos vemos obligados a adoptar una de ellas justificando racionalmente nuestra elección, pasando de nuevo al terreno de la argumentación ética, a los por qué de nuestros actos y deberes.
7ª) La última trinchera de la racionalidad
El título de este epígrafe, tomado de P. de Lora y M. Gascón, BioÉtica, Alianza Editorial, Madrid 2008, p. 53-55, quiere decir que nada de lo anterior impide o evita la diversidad de decisiones morales, pero tampoco supone para nada que sea aceptable cualquier decisión. Sólo son aceptables las que están bien argumentadas o justificadas. Y eso significa que tal tipo de decisión tiene que cumplir la norma más importante de la racionalidad ética: el principio de universalidad. Este principio es la traducción del fundamento de la razón práctica kantiana, que impone actuar siempre de acuerdo con un criterio que, por considerarlo correcto, queremos ver convertido en ley universal (“actúa según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal”).
Tal principio exige, por tanto, elegir aquella decisión que consideramos correcta y que, por esa razón, no sólo estamos dispuestos a suscribirla en futuros casos sustancialmente idénticos sino que, además, la suscribiría cualquier otra persona en la misma situación. Es un criterio muy formal, pero se impone en todo caso porque una decisión no universalizable es muy difícil que sea considerada moralmente aceptable.
La exigencia de universalidad se hace particularmente evidente cuando carecemos de reglas concluyentes que nos digan lo que hay que hacer en un caso concreto y que, por esa causa, nos impidan darlo por cerrado o solucionado. Es entonces cuando carecemos de reglas incuestionadas e incuestionables, cuando el principio de universalidad viene a representar “la última trinchera de la racionalidad” ética.
Junto a ese principio básico hay otros también prácticos y clarificadores: 1º) que la decisión sea consistente y coherente con el resto de decisiones adoptadas, así como con el sistema básico de referencia de cualquier ética, a saber: cada persona tiene dignidad y no precio, tiene valor en sí misma y es fin en sí misma, no simple medio o instrumento… todas las personas deben ser tratadas con igual consideración y respeto… debemos tratar a los demás como queremos que ellos nos traten a nosotros…; y 2º) que los efectos secundarios o consecuencias de la decisión sean aceptables en el sentido de que no pongan en peligro bienes y estados de cosas que se consideran valiosos, es decir, que los beneficios estén optimizados y los riesgos estén minimizados, pues, de lo contrario, habría que reiniciar de nuevo la argumentación.
8ª) Referencia al marco democrático de lo justo: la “ética civil”
Hay que subrayar, de entrada, que esta referencia argumentativa es imposible e impensable en sociedades autocráticas, autoritarias y paternalistas (entiéndase no sólo la sociedad en sentido estricto, sino cualquier agrupación social: familia, grupo profesional, empresa, comunidad religiosa, etc., etc.) Las sociedades democráticas se caracterizan sobre todo, pero no sólo, por la pluralidad de los grupos morales que la componen. El pluralismo es aquí un valor social, jurídico y moral, que define y condiciona la convivencia y, por supuesto, la manera de argumentar. Por eso hemos titulado el epígrafe como “marco democrático de lo justo o ética civil”.
Este tipo de sociedad se caracteriza por disponer de un espacio común donde se comparten unos “mínimos morales” como el respeto a la persona, la libertad para ejercer los derechos personales y sociales, la intimidad, la tolerancia, la equidad, la solidaridad…, es decir, los derechos humanos fundamentales que están en la base de lo que suele llamarse “ética civil” o cívica o laica o mínima o no religiosa (valdría cualquier denominación, pero es más conocida la primera). Se trata de una ética en cierto modo similar a la common law anglosajona. En ese espacio común coexisten al mismo tiempo unos “máximos morales”, propios de los grupos morales integrados en esa sociedad e identificados con sus propios ideales de felicidad y vida buena que, en ocasiones, no forman parte (aún) de los “mínimos morales” compartidos.
Y, además, en tal sociedad es obligado tratar a todos con la misma consideración y respeto, es decir, con igualdad o justicia equitativa, lo que implica varias exigencias importantes 1ª) asumir que lo justo es el marco de lo bueno o, de otro modo, que la justicia es la condición de posibilidad para hacer el bien o que lo justo es el núcleo de la ética; 2ª) aceptar los mínimos morales, la “ética civil”, como común denominador para convivir en paz; 3ª) favorecer la vivencia de los ideales de vida buena de cada grupo moral y hacer posible su exposición y justificación razonada en el espacio público; y 4ª) impedir que las normas jurídicas se utilicen para el “perfeccionismo moral”, o sea, para imponer legalmente a toda la sociedad la práctica de un ideal moral propio de un determinado grupo social o, dicho negativamente, no obligar a nadie por ley a practicar un ideal de vida buena o de felicidad que no comparte ni profesa.
Para mayor información véase nuestro «Por una ética cívica«.
4. ALGUNAS CONCLUSIONES
Los ideales o valores morales no compartidos, pero sin duda legítimos, se pueden defender y transmitir con razones convincentes, con argumentaciones rigurosamente justificadas, pero nunca jamás imponerse mediante ninguna clase de fuerza… ninguna en absoluto, aunque así haya sucedido o siga sucediendo. Una de esas fuerzas vigentes es la perteneciente a las leyes de los códigos penales. Prescindo, por irracional e inhumana, de cualquier clase de violencia física, precisamente porque en todos esos casos se carece de argumentos. ¿Será necesario recordar, otra vez, que en Irak no aparecieron todavía armas químicas? Y prescindo también de la violencia verbal, más extendida de lo que parece en la vida privada y la pública. ¿Será necesario, en este caso, recordar que la argumentación no es más fuerte ni convincente cuando se hace a base de arrojar palabrotas e insultos contra el interlocutor?
El nivel moral de una sociedad democrática se eleva mediante la acumulación de experiencias contrastadas de ideales y valores morales que, vividos, contrastados y debatidos en la convivencia cotidiana, van formando parte del mínimo moral común o ética civil realmente existente como ley compartida no escrita. Es muchísimo más valiosa, sin duda alguna, la fuerza de la verdad que la verdad de la fuerza con que se quiera imponer… y eso no es ningún juego de palabras ni ninguna concesión a la demagogia. Son como el día y la noche… no guardan entre sí ninguna clase de parecido.
El único cauce posible para el crecimiento moral de la sociedad democrática o, lo que es lo mismo, la elevación del nivel moral de la ética civil, es directamente proporcional a la inclusión o incorporación progresiva de los “máximos morales” en el espacio común de los “mínimos morales”. Y eso sólo es posible mediante el debate, la discusión y los foros de argumentación pública, cuyo objetivo principal es dar razones convincentes de las propias posiciones morales para acercarnos juntos a la verdad.
Ello supone un largo camino, a veces muy largo…como la ha sido la abolición “oficial” de la esclavitud (aunque hoy siga habiendo tantas otras esclavitudes), el respeto a la dignidad inalienable de cada persona humana, la proclamación de los derechos humanos (aunque dignidad y derechos sean tan frecuentemente conculcados) o la aspiración colectiva a la desaparición de la “violencia de género” aún a sabiendas de lo poco aceptado de ese lenguaje en ciertos ambientes y, sobre todo, aun sabiendo que tal tipo de violencia sigue existiendo. Lo que nunca jamás debería suceder es elegir el camino de imponer la moral por la fuerza, sea cual sea, puesto que esa es la dirección adoptada por la injusticia. Lo mismo se podría haber dicho para construir una ética o una bioética global o mundial.
Yo apuesto decididamente por la fuerza de la verdad compartida mediante la discusión o el debate razonado, la argumentación racional y la polémica razonable. Apuesto por ese tipo de ética, de sociedad y de mundo, porque cuando las personas, los grupos y las sociedades piensan y funcionan con arreglo a ese “marco democrático”, no me cabe la menor duda de que crece exponencialmente el cumplimiento de lo humano, lo justo y lo bueno que, en el fondo, son la única base racionalmente sólida para respetar la dignidad de la persona humana y cumplir sus derechos fundamentales.
Ese es el camino para que los ideales de vida buena aún no compartidos en la ética civil lleguen a formar parte del mínimo moral común que nos permita a todos ganar en justicia social y en convivencia pacífica…cosa ésta última que va en ese preciso orden: sin justicia no hay paz, ninguna clase de paz (interior, social, moral, jurídica, política…) Jamás puede haber paz al revés. Me remito a la terca tozudez de los hechos: cuando en conciencia no nos reconocemos justos, tampoco tenemos paz interior… en el corazón; cuando hay desigualdad en los recortes económicos, tampoco hay paz social…ni familiar; cuando hay desigualdad en la distribución de la riqueza mundial, tampoco hay paz política, ni jurídica, ni moral… ni ética, sencillamente porque nos hemos quedado sin razones para convencer… ¿O es que puede acaso haber paz mundial cuando el 20% de la población mundial disfruta y malgasta el 80% de la riqueza del planeta, y el 80% de la población malvive y muere con el 20% restante? O, lo que quizá sea peor todavía: ¿Acaso puede existir una bioética pacíficamente admitida cuando sólo 2 de cada 7 habitantes del planeta disfrutan de la farmacología moderna… o sólo un poquito más del 1% de medicamentos comercializados se destinan al tratamiento de una enfermedad tropical? Son muchos los ejemplos que muestran que la justicia no es el núcleo de la ética…
Finalmente, merece la pena recordar lo que ya decían los antiguos sabios, como Epicteto (siglo I d. C.) y Marco Aurelio (siglo II d. C.), por ejemplo. El maestro Epicteto decía lo siguiente: «Cultiva el hábito de estudiar y examinar una acción antes de emprenderla. Antes de obrar, retrocede para tener una visión más amplia, para no actuar a la ligera obedeciendo a un impulso. Determina lo que sucede primero, considera a dónde conduce y entonces actúa de acuerdo con lo que hayas aprendido».
Y Marco Aurelio escribía estas cosas: «Rechaza pensar en lo superfluo o casual, y más aún en lo inútil y superficial. Acostúmbrate a pensar cosas que nadie se avergonzaría de expresar en voz alta… Venera tu capacidad crítica. De ella depende tu guía interior… evita la precipitación… Siempre tienes que ser capaz de dos cosas: la primera, hacer exclusivamente lo que según tu razón beneficia a los hombres; la otra, cambiar cuando alguien te corrija o te convenza. Hazlo siempre movido por la justicia y el bien común, y no por lo que parezca agradable o popular».
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