• Ha llegado usted al paraíso: Asturias (España)

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Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

Horizontes

Horizontes 150 150 Tino Quintana

Hay un horizonte común para el mundo común y hay horizontes para otros tantos mundos, es decir, otros tantos entornos contextualizados en diferentes tipos de sociedades, grupos, equipos y seres vivientes, incluidos los humanos.

Los humanos, además, tenemos la capacidad de crear horizontes para vivir con un sentido. No cabe duda de que la Ilíada, la Odisea, la Eneida y la Biblia, por ejemplo, definen horizontes que se transmiten y se comparten, se critican y se niegan.

Alejandro Magno dormía con la Ilíada debajo de la almohada, según cuenta Tito Livio (Ab urbe condita). Y Nietzsche llegó a decir que «entre lo que encontramos en Píndaro y en Petrarca, y lo que encontramos en los Salmos, hay la misma diferencia que existe entre la tierra extranjera y la patria» (Aurora).

Los horizontes también obligan a mirar hacia dónde se va y por donde se va, porque señalan los límites de nuestra situación y de nuestros proyectos… de nuestros sueños.

Una de las versiones del mito griego de Ícaro, encerrado junto a su padre Dédalo en un laberinto, cuenta que Dédalo fabricó unas alas para escapar de allí enlazando las plumas con hilo y cera. Cuando estuvieron preparadas se las pusieron para salir volando y Dédalo le dijo a Ícaro: “no vueles muy alto para que no se derrita la cera por el sol, ni cerca del mar para que no se desprendan las plumas por la humedad”. Ícaro, entusiasmado, voló y voló cada vez más alto, hasta que, fundida la cera, cayó al mar y pereció.

Si a ustedes les apetece alguna vez subir al cerro de Santa Catalina, en Gijón (Asturias) y situarse debajo de El elogio del horizonte, de Eduardo Chillida, intenten, allí, mirar a lo lejos, escuchar el viento y recordar algunos de estos versos:

«Soy el viejo marino
que cose los horizontes cortados».
(Vicente Huidobro)

«En mi verso soy libre: él es mi mar.
Mi mar ancho y desnudo de horizontes…»
(Duce María Loynaz)

Noche de Reyes

Noche de Reyes 150 150 Tino Quintana

Queridos Reyes Magos:

Quiero hacerles a ustedes algunas confidencias antes de que entren esta Noche por el balcón de mi casa.

Tal día como mañana, hace varias décadas, nació mi hija mayor. Fue un Día de Reyes especial. El paso fulgurante del tiempo me demuestra que es moldeable como los relojes de Dalí: puedo sentir un año como una breve serie de momentos y un solo momento como una eternidad, pero no soy capaz de medir la longitud de mi propia vida.

Mis padres y mis hermanos están muertos. Soy el último de mi línea familiar. Ni siquiera sé si yo mismo llegaré a la siguiente Noche de Reyes, aunque nada avisa de lo contrario.

He superado etapas oscuras en las que me veía como un niño con una vela encendida en la mano, mientras recorría habitaciones desiertas, diciendo: «Se me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba… ¡Siento asco de mi vida!» (Job 7, 4; 10, 1).

Ahora, la vida profesional ha terminado. Quedan restos de actividades académicas y algún compromiso de trabajo colectivo que me mantienen vigilante y alerta, pero también irán desapareciendo poco a poco igual que se desconectan una a una las partes de cualquier máquina “jubilada” para el sistema productivo.

Así todo, hay algo que nadie me puede arrebatar: la pasión de leer y de escuchar música, la calma para pensar, el deseo constante de escribir, los cuidados a mi esposa y el cariño de mis hijos, el maravilloso idilio con mi nieto, la estima de mis amigos, en suma, el ansia de comunicarme y de compartir. Y, por encima de todo, el ansia de buscar la verdad, una búsqueda insaciable que produce una íntima satisfacción difícil de igualar.

Podría quedarme ciego y aprender la escritura Braille o que alguien me leyera a Virgilio o a Cervantes; podría quedarme sordo y seguir escuchando en mi cabeza la música de Bach o de Bruckner; podría quedarme tullido o discapacitado y vivir esperando el regalo de una caricia… y seguiría buscando esa sabiduría para colmar mi existencia.

«Porque soy del tamaño de lo que veo / y no del tamaño de mi estatura», como dice Fernando Pessoa (El guardador de rebaños, VII), puedo viajar por las galaxias, recorrer el mundo con la fantasía y bucear en los recovecos del corazón.

Tras leer las Argonáuticas, de Apolonio de Rodas (295-215 a.C.), estoy convencido de que vivir es urgente, pero navegar es importante; vivir es necesario, pero navegar es preciso.

Por eso les pido a ustedes, Reyes Magos, que me ayuden para que consiga ser protagonista de esa escena que narra el último libro de la Biblia: «Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20).

«Oye, hijo mío, el silencio»

«Oye, hijo mío, el silencio» 150 150 Tino Quintana

El Valle del Silencio está situado a los pies del Pico Tuerto y la Aquiana, en los montes Aquilanos, en la comarca de El Bierzo, España. Allí fueron a vivir numerosos eremitas, desde el siglo VII, buscando el retiro para escuchar la voz interior.

Se dice de uno de aquellos eremitas, San Genadio, que estaba meditando en su cueva y no conseguía concentrarse debido al murmullo del río, así que, golpeando con su cayado, dijo: «¡Cállate!». Y el río dejó de hacer ruido.

El silencio es el ámbito de la escucha, de la comunicación, de las respuestas; permite escuchar palabras sin voz, contemplar rostros sin rostro, dar besos sin labios, pensar ideas sin libros; hace posible entrar dentro de uno mismo y conocerse, porque, en última instancia, «la palabra es el resumen del silencio», como decía Roberto Juarroz.

Yo siempre he creído que la música existe no sólo porque hay instrumentos, sino porque hay silencio. La novena sinfonía de Mahler, por ejemplo, exige continuar escuchando en completo silencio sus últimos acordes sin el sonido directo de la orquesta.

Pero hoy vivimos inmersos en el ruido por fuera y por dentro. Sí. Demasiado ruido.

Por eso les pido a ustedes que lean con calma estos versos de García Lorca:

«Oye, hijo mío, el silencio.
Es un silencio ondulado,
un silencio,
donde resbalan valles y ecos
y que inclina las frentes
hacia el suelo».

¡Ábreme la puerta!

¡Ábreme la puerta! 150 150 Tino Quintana

El lugar físico del hogar o la casa es mucho más que una construcción con tejado y tabiques. Va más allá del centro geométrico, geográfico o político. Es un centro existencial: reúne y orienta.

Hay muchos que tienen que dejar su casa y marchar lejos, quizá muy lejos, abandonando la lumbre del hogar, y no saben dónde guarecerse, «porque todas las puertas dan afuera del mundo», como señala Mario Benedetti. ¡Y hay tanta gente afuera buscando el centro perdido!

Dice Warsan Shire, poeta refugiada somalí, que, en esos casos, la casa o el hogar es una especie de voz sudorosa que te va diciendo en el oído:

«Vete, corre lejos de mí ahora.
No sé en qué me he convertido, pero sé
Que cualquier lugar es más seguro que éste».

En realidad, el hogar originario es el propio ser humano. Somos nosotros mismos quienes acogemos, o no, a quienes llaman a la puerta. Lo expresa muy bien Elvira Sastre:

«A ti podría decirte
que para mí
cualquier lugar
es mi casa
si eres tú
quien abre
la puerta».

Las letras

Las letras 150 150 Tino Quintana

Las letras del alfabeto tienen magia. Están ahí para crear sonidos, palabras, frases, libros, poemas, sueños, como hicieron Homero, Virgilio, Dante, Milton, Cervantes…

Las letras se hacen compañía en las palabras. Pienso que en el origen mismo de su historia anida la voluntad de reunión y la idea de compartir. El Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022, Juan Mayorga, ha dicho que «los autores reunimos letras con el deseo de que un día unos actores se reúnan en torno a ellas y luego abran su reunión a la ciudad».

A propósito. Ya hace tiempo que no consigo juntar la p, la a y la z. Si alguno de ustedes sabe cómo hacerlo y me lo dice, se lo agradecería.

Cuenta José Jiménez Lozano en El Mudejarillo que, en cierta ocasión, Juan de Yepes (San Juan de la Cruz) perdió la letra a mientras escribía, pero no se dio cuenta. La encontró una mujer que lo observaba y la entregó a los compañeros del frailecillo, quienes, con cierta envidia, comentaron: «¡Date, que éste escribe!».

Quizá podría haber sido la a de alguno de estos versos de su Cántico espiritual:

«¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido».

Bella y profunda unión de letras que sólo reclama silencio y el sonido de un acorde de guitarra, porque «la guitarra es un pozo / con viento en vez de agua» (Gerardo Diego).

Que descansen. Buen fin de semana.

Las manos

Las manos 150 150 Tino Quintana

El día había transcurrido con normalidad, sin novedades ni alteraciones.

Cuando me acosté, por la noche, soñé que estaba entre olivos, en un lecho preparado con sus hojas caídas y cubierto por ellas, como si fuera un diminuto Ulises, recién salido del mar, cuando pasó su primera noche en tierra de los feacios (Odisea, V, 483).

Después, me pareció que intentaba trepar por las paredes de un pozo sin fondo, pero, por más que lo intentaba, no conseguía ascender. Hice un último esfuerzo y cuando miré hacia arriba, desesperado y agotado, me agarré a una mano abierta que me ayudó a salir.

Sentí que alguien estaba tocando mi rostro. Desperté y vi la pequeña mano de mi nieto que estaba comprobando si yo estaba durmiendo o despierto, y entonces, mientras lo miraba a los ojos, sonriendo, recordé los versos de Pedro Salinas:

«Las manos son muy grandes y se puede
dejar a un ser entero en unas manos».

Me levanté y fuimos a la cocina cogidos de la mano. Él tomó un yogur y yo café.

«Te necesito»

«Te necesito» 150 150 Tino Quintana

«Tengo 95 años. Me queda poco y te necesito».

Así me lo acaba de decir un amigo, casi olvidado, pero que no se había olvidado de mí. Y fui a verle. Me dijo que siempre pedía al cielo para que yo fuera feliz.

Le conocí hace medio siglo. Yo, todavía muy joven, inexperto y buscador del saber que todavía hoy no ha superado la bisoñez del aprendizaje. Él, ya entonces médico cualificado. Apenas nos quedó nada por hablar yendo y viniendo por el Paseo de la Grúa.

La sonrisa era su gesto habitual. Su rostro transmitía sosiego. Hablaba pausadamente, paladeando las palabras. Miraba de frente, y, por encima de todo, escuchaba. Muchas veces quedábamos mirando en silencio al mar. Luego, reanudábamos la conversación.

Desde entonces, han quedado grabadas en mí dos tareas: el conocimiento de lo que por aquellos años comenzó a llamarse bioética, y la sintonía con la vida y el mundo de los profesionales sanitarios. Esto ha condicionado por completo mi vida para bien.

No sé dónde localizó mi teléfono. Su alegría salía del corazón, como si hubiera encontrado lo que creía perdido. Recordé, con envidia y falso pudor, a san Agustín de Hipona por quien su madre, santa Mónica, tanto había llorado siendo su hijo joven: «no puede perderse el hijo de tantas lágrimas». Le dijeron.

Cuando ahora miro tantas veces atrás ─quizá porque soy cada vez más “mayor” ─, compruebo que hay quienes van pisando mis huellas, lo que demuestra, en realidad, que lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos. Tenía razón Antonio Machado:

«Caminante, son tus huellas
el camino y nada más».

Ya nos hemos reencontrado: un largo abrazo entre sollozos, una larga conversación, como antiguamente, y un compromiso de seguir viéndonos lo que nos permita la vida. Al final, me pareció oportuno recitarle los siguientes versos atribuidos a Jorge Luis Borges:

«No puedo cambiar tu pasado ni tu futuro.
Pero cuando me necesites estaré junto a ti».

Anochecía cuando volvía a casa caminando por los senderos del alma, transeúnte de mí mismo. Levanté la vista, las estrellas parecían candiles encendidos y en mis oídos seguían resonando sus palabras: «Tino, tengo 95 años, me queda poco y te necesito».

«Por un beso…»

«Por un beso…» 150 150 Tino Quintana

Me asomo a la ventana, esa especie de «balcón de la casa de vivir», igual que hacía Bernardo Soares en El libro del desasosiego de Fernando Pessoa.

Miro hacia arriba y veo pasar incesantemente nubes como si el cielo estuviera desmadejando ovillos blancos. La vida se parece mucho a una madeja que vamos devanando… o enmarañando. Depende de lo que se haga con el hilo.

Miro hacia abajo y veo bultos que se mueven sobre dos palos. También observo paraguas que se mueven sin parar y recuerdo el problema que tenía Descartes para identificar los sombreros que se movían. Me acuerdo también de Oliver Sacks y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.

Desde ese balcón de la vida percibo el mundo como una interminable y variopinta galería de cuadros móviles, una especie de paisaje en el que me llaman la atención dos cosas: una, que lo natural es lo extraño y lo artificial ha pasado a ser lo natural; y otra, que hay demasiado ruido y resulta difícil identificar el tono de lo que sucede.

Y veo, además, que se sigue dando importancia al traje, cuando, en realidad, es sólo lo exterior. No suele ser habitual mirar hacia dentro, unas veces porque puede dar miedo, otras porque nos desconocemos y, quizá la mayoría de las veces, porque vivimos rodeados de demasiados espejos que no nos pueden sacar de nosotros mismos.

Por eso creo que es necesario hacer como el citado Bernardo Soares: «pensar con las emociones y sentir con el pensamiento». ¡Ay de las filosofías y de las religiones que no sepan oler las flores ni escuchen los latidos del corazón!

Yo echo de menos las caricias de mi madre, porque eran únicas. Pienso ahora que la ternura de sus manos se hizo inmortal:

«Cuando no sabía
aún que yo vivía en unas manos,
ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón»
(Antonio Gamoneda).

La leyenda griega atribuye a Helena, esposa de Menelao, una gran belleza pretendida por muchos héroes. Fue seducida o raptada por Paris, príncipe de Troya, lo que originó la guerra de Troya. El caso es que, por causa de Helena, los guerreros aqueos y troyanos se hicieron inmortales. Christopher Marlowe escribió dos versos sublimes: «Helena, tráeme mi alma de nuevo … hazme inmortal con un beso». Gustavo Adolfo Bécquer lo dijo con otras palabras:

«Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso… yo no sé
qué te diera por un beso».

Los besos de una madre y de un niño son como el cielo: inmortales.

Como arqueros

Como arqueros 150 150 Tino Quintana

En las primeras líneas de su Ética a Nicómaco, describe Aristóteles a los seres humanos como arqueros que tienen un blanco. El fin de la vida humana no consiste sólo en buscar lo bueno sino lo mejor, es decir, lo óptimo. Decir que la ética trata de lo bueno es, en el fondo, una simplificación. Nadie puede conformarse con menos de lo óptimo.

Hay muchas flechas ─quizá la mayoría─ que no dan en la diana y hay muchas otras que suelen salirse de su objetivo y perderse en el vacío. Pero apuntamos a la diana, al blanco.

Cuestión diferente es pasar «de la difinición a lo difinido», como decía Guzmán de Alfarache. Ni en los modos ni en los medios ni en los por qué nos pondríamos de acuerdo acerca del “blanco”. Al fin y al cabo, la tarea del arquero se parece a la pregunta que se hacía Ausonio: «¿Qué camino tomaré en la vida? (¿Quod vitae sectabor iter?)». La vida no se nos da hecha. Hay que hacerla. Lo habitual es seguir la línea de la flecha.

Las flechas somos nosotros mismos, enteros. Nada de lo que es cada uno queda fuera o al margen de ese disparo al blanco. Todo nuestro “yo” está lanzado en una dirección.

«¿Qué arco habrá arrojado esta saeta
que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?».
(José Luis Borges)

Yo, quizá como la mayoría, he disparado mal, he perdido flechas y me ha costado media vida aproximarme a la diana. Recuerdo a menudo los versos de Dante:

«A mitad del camino de la vida
me encontré yo en una selva oscura
con la senda derecha ya perdida»
(La divina comedia).

Quizá por eso me impactaron siempre las palabras de Marguerite Duras: «Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde» (El amante).

A estas alturas creo haber encontrado paz interior y perspectivas, pero ¡ay! he sentido con frecuencia un dolor lacerante leyendo y releyendo estos versos de Dámaso Alonso:

«Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan».

Por eso sigue siendo universal el mensaje de estas palabras: «Busca el arquero un blanco para su flecha, ¿y no lo buscaremos para nuestras vidas?» (José Ortega y Gasset).

El «duende»

El «duende» 150 150 Tino Quintana

Tengo una foto de mi nieto, con su madre, contemplando una puesta de sol. Su boca entreabierta y la mirada de sus grandes ojos revelan asombro, expectación, descubrimiento, conmoción. Es una imagen de efectos indescriptibles.

Decía el Fausto, de Goethe, que «el estremecerse es lo mejor que tiene el ser humano; por más que el mundo le encanalle el sentimiento, siente hondamente lo enorme al sobrecogerse».

Hay espectáculos, actividades humanas y personas que tienen un encanto misterioso e inefable, es decir, que tienen “duende”: el espíritu de la evocación que brota de muy adentro como una reacción emocional y física ante cosas sorprendentes. Eso que nos pone la piel de gallina o nos hace reír o llorar cuando contemplamos algo que presenta una intensa fuerza expresiva.

Federico García Lorca escribió un ensayo en 1933, Juego y teoría del duende, donde dice que «el duende sube por dentro desde la planta de los pies. (…) Este poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica (…) hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre (…), no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo».

El duende viene saltando de un lugar a otro desde Altamira hasta Velázquez; desde las epopeyas de Homero hasta las bailaoras de Cádiz; desde la cítara del rey David hasta la tonada de un pastor en las montañas de Asturias; desde las hazañas de Eneas hasta los ojos asombrados de un niño mirando una puesta de sol.

«No basta abrir la ventana
para ver los campos y el río.
No es suficiente no ser ciego
para ver los árboles y las flores».
(Fernando Pessoa, Poemas de Alberto Caeiro)

Resulta imprescindible estar dispuestos a mirar y a escuchar y a ser como niños para asombrarse ante las cosas que tienen duende. Esto no viene de fábrica. Se aprende haciéndolo.

En los escenarios de guerra hay muerte, destrucción y tierra yerma. No hay duendes.

Ya es de noche. Estoy cansado. Me levanto, abro la ventana y miro la noche estrellada mientras recito dos versos de García Lorca:

«Por el cielo va la luna
con un niño de la mano».

No han podido asesinar el duende de García Lorca. No lo consiguieron.

TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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