• Ha llegado usted al paraíso: Asturias (España)

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Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

Faetón

Faetón 150 150 Tino Quintana

Faetón era un joven dios, bastante pijo, acostumbrado a tener cuanto quería. En una de sus juergas olímpicas, sus colegas empezaron a vacilarle sobre su condición divina diciéndole que su padre, Helios —el Sol— no era en realidad su padre. Y él, avergonzado, le pidió que le dejara conducir el carro del sol para fardar ante la corte celestial.

Helios comenzó a sudar en frío y a ponérsele la corona del revés, porque no veía a su adorable hijo preparado para tal cosa, pero tal fue la paliza que le dio que se lo terminó concediendo, mientras los de la parranda gritaban: «¡ahora sí, ahora sí!». Y bajaron todos a la tierra a manifestarse por los derechos divinos.

El chaval despegó a toda pastilla y pronto los caballos entraron en pánico: subía tan alto que se helaba la tierra o descendía tanto que provocaba incendios y sequías. Total, que Helios, harto de tanta tontería, le lanzó un rayo con tan mala suerte que el divino hijo se cayó a un río y se ahogó. Tal fue el disgusto, que sus amigos se transformaron en cisnes y sus hermanas en lágrimas de ámbar. ¡No iba a ser todo contaminación!

El mito griego demuestra, entre otras cosas, que no se deben tomar decisiones apresuradas, ni, menos aún, ceder ante cualquier capricho. La gestión de las emociones y los asuntos serios no pueden dejarse en manos inexpertas o en personas engreídas.

Y, dada la costumbre de señalar con el dedo al Faetón de turno, conviene mirar antes cada uno para sí mismo, por si acaso.

La magia de los Magos

La magia de los Magos 150 150 Tino Quintana

Aquella noche, tapado hasta los ojos bajo la manta y casi sin respirar, para no dar señales de estar despierto, oía en la cocina de mi casa hablar con voz grave y solemne, hacer ruido de papel, abrir y cerrar puertas, chocar con los muebles… «¡Ya llegaron! !Ya están ahí!».

Cuando me levanté al día siguiente, bien temprano, después de quitar la cuerda imaginaria que ponía alrededor de mi cama para que no me llevaran los ladrones, encontré un paquete envuelto con papel de estrellas, una cajita con una vela, que alguien había encendido antes, y otra cajita donde había una palabra escrita: «¡Sueña!».

Abrí con nervios el paquete: ¡Un camión de Juguetes Rico de tres ejes! Tenía la cabina azul, conductor con visera y caja-volquete, de color amarillo, que se movía con una palanca.

Fui a buscar hilo bramante y até, primero, las dos cajitas entre sí haciéndoles un pequeño agujero; luego, puse otro trozo en la parte delantera del camión para llevarlo rodando; enrollé el resto en un alambre con asa que introduje en un pequeño bote redondo, imitando así un cilindro para arrastrar cosas haciéndolo girar con la mano, y salí a la calle.

Cerca de casa, até las dos cajitas al hilo del cilindro que salía del bote, como si fueran dos vagones; lo coloqué encima de una pequeña cuesta y, después, comencé a subir y bajar tierra en ellas, igual que subían y bajaban las vagonetas de carbón por los planos de las montañas del valle donde vivía. Quería llevarla en el camión a la obra de un nuevo edificio.

Nunca les conté a los Magos lo que sentí aquella noche. No. Nunca se lo dije.

Porque ellos no se hubieran creído que mis padres, en realidad, existían.

Tono y Tani

Tono y Tani 150 150 Tino Quintana

El niño salió a dar un paseo por los alrededores de su casa con su pequeña bicicleta, de esas que no tienen pedales y se impulsan con los pies. Pasó junto a un prado, donde había un caballo pastando, y se acercó. El caballo hizo lo mismo y ambos quedaron mirándose.

—¡Hola caballo! ¿Cómo te llamas?

—¡Hola, niño! Me llamo Tani. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Tono y he salido a dar una vuelta. Nunca te había visto.

Tani era de color marrón claro, tenía una mancha blanca en la testuz y le bajaba una raya del mismo color hasta el morro. Se acercó a Tono con las orejas erguidas, levantó el belfo superior para olerle y le acarició la mejilla con el hocico. En ese momento le cayeron varios goterones de sus grandes ojos y Tono le preguntó:

—¿Estás llorando? ¿Qué te pasa?

—Lloro porque te vas a marchar.

Y continuaron hablando de sus cosas, pero utilizaban un lenguaje cifrado difícil de comprender. Al final, Tani movió la cabeza varias veces y resopló salpicando al niño.

—Ahora estás contento, ¿eh? ¿Por qué? —preguntó Tono, mientras se limpiaba.

—Porque tengo la esperanza de que vuelvas —respondió Tani.

El niño era mi nieto y no se llama Tono. Tampoco se llama Tani el caballo que pastaba cerca de su casa, pero ambos me hicieron recordar la novela de Nicholas Evans (1995) y la película protagonizada por Robert Redford (1998): El hombre que susurraba a los caballos.

La relación con los demás vivientes enseña a crear lazos y a estar en compañía, a sosegar y amaestrar: a domesticar. Así le sucedió al Principito, a quien le dijeron una vez: «Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante».

Las palabras y la poesía, solas, no cambian el mundo, pero ayudan a verlo de otra manera.

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La caja de Pandora

La caja de Pandora 150 150 Tino Quintana

Creerse en posesión de la verdad; convertir mentiras en verdades; denigrar al adversario con acusaciones falsas e insultos; condenar taxativamente determinadas adscripciones ideológicas; tener certezas erróneas y no cambiar pese a las evidencias; asegurar que los equivocados son siempre los demás; dividir el mundo en buenos y malos; aprovecharse de las reglas de juego para burlarse luego de ellas; fomentar rencor y odio…

Se ha desatado el odre de los vientos y Ulises ya no puede volver a su amada Ítaca.

Sin embargo, también sirve la historia de Pandora, la esposa de Epimeteo, a quien los dioses regalaron una caja sellada que debía guardar en lugar seguro y no abrir por ningún motivo. Su esposo también le pidió que no la tocara, pero ella rompió el sello y, de su interior, salió un enjambre de horribles criaturas que trajeron incontables desgracias a los humanos.

Lo que casi nunca se dice es que, en último lugar, salió de la caja una criatura luminosa, llamada Esperanza, que hacía posible evitar la desesperación y confiar en el futuro.

Mantener un solo punto de vista muestra una mentalidad incapaz de asumir que el extremo del propio hilo, el de cada uno, puede anudarse con el extremo que tiene el de enfrente, hacerlo así más fuerte y buscar juntos mejores resultados.

Las cosas que se ven pueden cambiar si se cambia la forma de ver las cosas.

Es necesario mirar el espejo retrovisor, pero concentrarse en el parabrisas delantero, especialmente en momentos donde creíamos tener todas las respuestas y, de repente, nos cambian las preguntas. Quizá no hay que poner el acento tanto en lo que nos va a pasar, sino en lo que vamos a hacer.

En estos tiempos en los que el juego se embarra y es necesario echar el balón al suelo, y bajar el ritmo del partido para ver el campo con más calma, merece la pena recordar estos versos de la sudafricana Lebo Mashile:

«¿Cuando el hilo se rompe
juntas sus piezas?
¿O luchas contra el cambio
y permaneces igual?»

Cerrar la caja de Pandora impide salir a la esperanza.

Salvarnos del caos

Salvarnos del caos 150 150 Tino Quintana

Cuando hay trozos de cielo que se derrumban sobre Gaza, o sobre Ucrania y Rusia, o sobre Siria, Sudán o Etiopía… o sobre las chabolas y los inmigrantes, viene bien recordar que, con tantos escombros, parece cumplirse lo que dijo Sartre: «El infierno son los otros».

Cuenta Albert Camus en su Calígula, que aquel omnipotente emperador creía ser el único hombre libre del Imperio, porque disponía de la lógica implacable de eliminar a quien quería y cuando quería. «Lo que más admiro es mi insensibilidad» —solía decir—, y añadía: «Mátale lentamente para que se sienta morir».

La experiencia demuestra que cuanto más se rebaje al ser humano al plano de las cosas de uso, más se convierte en objeto de desprecio hasta llegar al genocidio. Hablar de ética mientras el hambre, los misiles y la muerte campan a sus anchas es repugnante.

¿Cómo es posible mirar a los ojos de nuestros hijos para explicarles que hay que matar para ser libres? ¿Cómo nos resulta soportable la visión cotidiana del sufrimiento de los demás, mientras seguimos adelante, como si nada? ¿Cómo podemos fiarnos de una ética que actúa como disfraz de dudosos intereses y conculca los derechos humanos?

«A los niños lo que hay que legarles no es dinero, sino un gran sentido del respeto», dice Platón en Las Leyes (V, 729a).

Pero ahí está el hombre que cuida su jardín, como decía Voltaire; el médico que cura a un enfermo; la enfermera que lava a un anciano encamado; la madre que da luz a un niño; el maestro que enseña a sus alumnos; la hija que protege a su padre inválido; el amigo que escucha al amigo; los enamorados que sueñan con el infinito; los que prefieren padecer injusticia antes que cometerla, como hizo Sócrates; los que piensan que es imposible vivir sin música; las personas que se alegran de que los otros tengan razón…, y tantos más que hacen bien lo que saben hacer sin darse importancia.

«Esas personas, que se ignoran, están salvando al mundo» (Jorge Luis Borges)

Señalan una dirección y nos salvan del caos. Yo apuesto por ellas. ¿Y ustedes?

Cándido

Cándido 150 150 Tino Quintana

La candidez de Cándido, el de la novela de Voltaire, le llevó a creer que todo estaba bien y que el mundo era perfecto: «el mejor de los mundos posibles», como decía Leibniz.

Pero en el transcurso de los años, experimentó tantos sinsabores y disgustos, tantos golpes y contrariedades, tantas ruinas, destrozos y fracasos, que, al final de sus días, Cándido rebajó su obcecado optimismo y pronunció una frase que se hizo célebre: «Hay que cultivar nuestro jardín (Il faut cultiver notre jardin)».

Puede ser también una metáfora de lo que hay en nuestro interior.

Cuenta Petrarca en una de sus cartas que subió un día con su hermano pequeño a lo más alto del monte Ventoso y, una vez allí, contempló el magnífico panorama de los Alpes, la provincia de Lyon, el curso del Ródano y el golfo de Marsella. Después, se sentó y abrió al azar el libro de las Confesiones de San Agustín, que llevaba siempre consigo, donde dice:

«Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos, ni se admiran de que todas estas cosas, que al nombrarlas no las veo con los ojos, no podría nombrarlas si interiormente no viese en mi memoria los montes, y las olas, y los ríos, y los astros…, y el océano…, con dimensiones tan grandes como si las viese fuera».

Y Petrarca, aplicándose la lectura a sí mismo, cerró el libro, enfadado por haberse dedicado a contemplar la belleza de las cosas exteriores, olvidándose de admirar las maravillas de su alma, y bajó del monte sin hablar con su hermano.

«¡Qué difícil es ser consecuente y no ver sino lo visible!», dijo Fernando Pessoa.

Cándido tenía razón: «Hay que cultivar nuestro jardín».

«Te examinarán del amor»

«Te examinarán del amor» 150 150 Tino Quintana

Cuando haya peleas con lesiones, «pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe» (Éxodo 21, 23-25).

La aplicación de este principio bíblico ha dejado un reguero interminable de tuertos y de ciegos, que se movían en la oscuridad dando palos a diestro y siniestro.

«Ojo por ojo y todo el mundo acabará ciego», dijo una vez Mahatma Gandhi.

Pero hay otro principio bíblico: «Esto os mando: que os améis unos a otros» (Juan 15, 17). Tiene suficiente potencial para transformar las relaciones humanas por completo.

Una vez más, vuelve a aparecer «la responsabilidad de tener ojos cuando los otros los han perdido», tal como señala José Saramago (Ensayo sobre la ceguera).

No sé quién podrá hoy ver por los demás en estos tiempos de venganza. De lo que estoy convencido es de que, como sea y ante quien sea, «al final de la vida te examinarán del amor», parafraseando un dicho atribuido a San Juan de la Cruz.

Estar

Estar 150 150 Tino Quintana

Las cosas y los seres vivos tienen siempre algún estado: “están”. Todos “estamos”.

«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena», dice el cuarto evangelio, y añade que también estaba Juan, el discípulo amado. Estaban allí, sin prisas, contemplando pasmados aquel suceso.

Pararse a mirar lo que sucede ante nuestros ojos o en nuestro interior puede hacer más sostenible el dolor, más viva la esperanza, más solidaria la compasión, más agudo y rico el pensamiento, más profunda la confianza, más intensa la atención.

Resulta difícil cuidar a una persona sin estar con ella, por ejemplo, sin dedicarle un tiempo que deja de ser propio y se convierte, de algún modo, en tiempo del otro.

Deberíamos “estar” más, para que puedan reposar los pensamientos, las intuiciones, los desasosiegos, las distracciones, las preguntas, los cuidados. Necesitamos de esos momentos tan difíciles hoy de conseguir. Hay mucha prisa y demasiado ruido. A veces pienso, también, que huimos de ello a causa de cierto miedo a mirarnos por dentro.

Quedarse, detenerse a estar con uno mismo o con alguien puede justificar una vida, porque en ello no se pone en juego el conocimiento de la teoría, sino el de la existencia:

«Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido»
(Luis Cernuda).

Aforismos

Aforismos 150 150 Tino Quintana

Siempre he tenido la sensación de que los seres humanos caminan, pero no se mueven.

Estoy convencido de que la belleza es una realidad que se coge en el momento en que huye. Estar vivo, en el fondo, quizá sea algo de eso: perseguir bellos instantes que mueren.

Para evolucionar de verdad, la vida tiene que doler. Lo contrario es una ficción.

Y para ser yo mismo, necesito que me iluminen los ojos de otras personas.

Hay una canción que dice: «yo no sabía que los principios habían nacido en los finales».

He tenido la fortuna de comprender que, para cuidarme a mí mismo, tengo que cuidar a los demás. Justo al revés de lo que pensaba antes. El mundo sería diferente.

Me produce tristeza ver a algunos cristianos, incluidos obispos, que convierten a Dios en su propiedad privada. Un viejo error este muy peligroso y radicalmente anticristiano.

Me repugna saber que seamos capaces de sufrir tanto y de causar tanto sufrimiento.

Solo soy buscador de palabras, pastor de pensamientos y ahora, cada vez más, memoria de recuerdos. Por eso aún siento que me apacienta la mirada de mi madre.

Hace unos días, me dio un beso espontáneo mi nieto. Y yo, antes de acostarme, por la noche, sonreí y me quedé dormido.

Flaiano y Jesús

Flaiano y Jesús 150 150 Tino Quintana

Ennio Flaiano fue un escritor, periodista y crítico de cine italiano, poco conocido por los lectores españoles, autor de guiones de películas tan impactantes como La strada o La dolce vita, de Federico Fellini, y Calabuch o El verdugo, de Luis Berlanga.

Murió de un ataque al corazón en 1972, y se dedicó a cuidar, junto a su esposa Rosetta Rota, de su hija Lelé, enferma de encefalopatía, por quien ambos dejaron todo lo demás.

Flaiano era un declarado ateo, agnóstico y anticlerical.

Es probable que haya sido Rosetta, que falleció, ciega, en 2003, entregada durante sus últimos años a cuidar la edición de los manuscritos de su esposo, quien descubriera, entre ellos, el esbozo de varias escenas para una película sobre el retorno de Cristo a la tierra.

Asediado por multitud de cámaras y periodistas, Jesús buscó un lugar apartado para explicarles con calma su doctrina y sus milagros. Y he aquí que vieron venir, a lo lejos, a un hombre que llevaba consigo a su hija enferma. Deseoso de hacer algo por ella, Jesús se acercó enseguida, pero el padre le dijo: «Yo no quiero que la sanes; quiero que la ames».

Jesús besó a la muchacha, le hizo una caricia, y, después de un silencio, añadió: «En verdad os digo que este hombre ha pedido lo que puedo dar».

Está bien recordarlo cuando «hay una gran confusión, tanto en el mundo divino como en el humano», como dijo Eurípides hace veinticinco siglos (Ifigenia entre los Tauros, 570).

TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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