• Ha llegado usted al paraíso: Asturias (España)

Actualidad

Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

Lo torcido

Lo torcido 150 150 Tino Quintana

Lo derecho no es por necesidad lo diestro, lo bueno nada tiene que ver con lo azul, ni lo malo con el rojo o lo zurdo, aunque fuera así por un tiempo ─por desgracia─. A mí, de niño, no me contaron el cuento de “Caperucita Roja”, sino de “Caperucita Encarnada”.

Viene esto a cuento de que lo derecho, lo recto y lo perfecto se dan la mano con lo curvo y lo imperfecto. Nos han acostumbrado ─o domesticado─ a ir “todos a una”, como Fuenteovejuna, y olvidamos que lo torcido es un hecho cotidiano (Fabio Lacolla, El derecho a lo torcido, Ediciones Galerna, Buenos Aires, 2022).

Conviene recordar que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, pero no la única línea entre esos puntos. Puede haber curvas, muchas curvas, y sabemos por experiencia lo peligroso que es hacer rectas las curvas. En realidad, no hay contactos sin distancia, ni música sin silencio, ni amores sin ventiscas, ni ciencia que no sea falsable, ni fe religiosa sin «noche oscura del alma», como decía san Juan de la Cruz.

Obsesionarse por tener o poseer rectitud y perfección puede provocar distracciones, egoísmos y esterilidad. Tener por tener, embrutece. Poseer por poseer, mata.

El asunto no consiste en pasar la vida dando tumbos y bandazos. No se trata de eludir la «derechura» de lo recto, como aseguran las Partidas de Alfonso X, sino de aceptar y aprender de los desvíos, de lo imprevisto, de lo inesperado.

Las curvas cerradas y los cambios bruscos de rasante enseñan que resulta imposible vivir sin dirección y sin incertidumbre. Tomar el volante con las manos, pisar los frenos o encender las luces de posición no es de mojigatos; es, simplemente, de humanos.

Lo torcido no es hacer lo que a cada uno le viene en gana, ni avanzar con los ojos cerrados. Torcer no es quebrar, ni romper, ni fracturar. La torcedura es distensión de algo blando y sinónimo de arquear, combar, encorvar. Tiene que ver con la duda y con el error, con lo inacabado y lo incompleto y, a menudo, con la tristeza, la angustia, el dolor, el sufrimiento, la desorientación y, sobre todo, con la búsqueda. Puede reconstruirse.

Un poeta español, defensor del “misticismo libertario”, Jesús Lizano, que oía con frecuencia decir a su madre “me gustan las personas rectas”, escribió estos versos:

«A mí me gustan las personas curvas,
las ideas curvas,
los caminos curvos
porque el mundo es curvo.

los suspiros: curvos;
los besos: curvos;
las caricias: curvas.

No me gustan las cosas rectas
ni la línea recta:
se pierden
todas las líneas rectas.

Vivir es curvo…
el corazón es curvo.
A mí me gustan las personas curvas
y huyo, es la peste, de las personas rectas».

Y para que les resulte a ustedes algo más agradable pasar por tantas torceduras, curvas y contracurvas, les dejo algunos versos sueltos de Claudio Rodríguez:

«El dolor verdadero no hace ruido»

«El dolor es la nube,
la alegría, el espacio;
el dolor es el huésped,
la alegría, la casa».

«Lástima de saber en estos ojos
tan pasajeros, en vez de en los labios.
Porque los labios roban
y los ojos imploran».

Que disfruten el fin de semana. Saludos.

Cuentos de niños

Cuentos de niños 150 150 Tino Quintana

Érase una vez una diosa que vivía al borde del mar. Cuando echó a andar el tiempo salió de su casa para dar luz a las cosas y, luego, lo fue repitiendo un día tras otro hasta hoy. Lleva en su mano unas llaves para abrir las puertas al carro del sol. Se dice en la Odisea que Ulises veía siempre aparecer la «aurora temprana de dedos de rosa». Desde entonces, al amanecer, se oye con frecuencia esta canción:

«Quiero que no me abandones
Amor mío, al alba
Al alba, al alba
Al alba, al alba»
(Luis Eduardo Aute)

Existió hace mucho, mucho tiempo, una tribu cuyos habitantes se subían a una escalera todos los días y limpiaban el cielo con agua y jabón. En muchas partes quedaba tan azul que luego no se podía tapar el sol, pero lo más frecuente era que se ensuciara pronto con la porquería que subía de abajo. Sucedió en cierta ocasión que, para realizar un gran desfile militar, decidieron parar durante tres días fábricas, aeropuertos y obras, y el cielo se volvió azul. Pero el resto del año estaba gris y no había desfiles militares. Esto sucedía, según la mayoría, porque «las armas tienen miedo a la falta de guerra». (Eduardo Galeano, El miedo global).

Hace muchos, muchos años, había un pueblo de cazadores con arco y flechas. Salían temprano con el arco al hombro y el carcaj lleno de flechas. Pero uno de ellos, que nunca iba con los demás, estaba convencido de que podía apuntar a las estrellas y hacerse con una de ellas utilizando una sola flecha. Y pasaba noches y noches, en solitario, escudriñando el momento del disparo perfecto. La noche en que se decidió a disparar su flecha regresó, cabizbajo y triste, y dijo a sus vecinos:

«Lancé mí única flecha, y se perdió en la sombra.
Y nunca he de saber si llegó a las estrellas».
(José Ángel Buesa, 1910-1982)

Había una vez un poeta en una ciudad cualquiera de altos edificios. Tenía la costumbre de mirar más arriba, a la noche estrellada, y tan a gusto se sentía que, en una ocasión, estiró el brazo y con la mano abierta se apoderó de una estrella. La escondió en su casa lo mejor que pudo, en el bolsillo, debajo de la cama, en los recovecos de la casa, pero su brillo le delataba, su luz se derramaba por todas partes. No podía ocultarla. Aquel poeta terminó envolviendo su estrella en un pañuelo y la echó con suavidad en las aguas de un río donde se fue alejando, alejando…

«como un pez insoluble
moviendo
en la noche del río
su cuerpo de diamante»
(Pablo Neruda, Oda a una estrella).

¿Y cómo puede suceder algo así? ─dirán ustedes─. ¡Ah! No lo sé a ciencia cierta.

Lo que sí sé es que vivía en cierto lugar un abuelo que dormía a su nieto por las noches. Después de contarle el cuento de los “Cinco pueblos de montaña” y el del “Pueblo de dos lados”, el niño se dormía en sus brazos. Y, entonces, el niño se transformaba en estrella. Era una estrella pequeña y joven, de doce meses, pero daba tanta luz que el abuelo no necesitaba lámpara alguna para leer ni escribir. Por eso tiene que haber algún lugar «donde ser feliz consiste solamente en ser feliz» (Fernando Pessoa, Cancionero).

Y por eso «nunca se debe decir a un niño que sus sueños son tonterías», como dicen que dijo William Shakespeare.

Relatos de una pandemia

Relatos de una pandemia 150 150 Tino Quintana

La Covid-19 ha chocado frontalmente contra nuestras vidas y nos ha dejado conmocionados, desconcertados, aturdidos. Apenas ha quedado algún resquicio por el que no haya dejado de penetrar la pandemia y sus consecuencias.

A lo largo de estas fechas ha quedado a la intemperie la fragilidad, la impotencia, el cansancio, la confusión, la responsabilidad, la protección, el cuidado…

Pero, quizá sobremanera, se ha puesto de relieve el carácter limitado del conocimiento humano, aún a sabiendas del espectacular desarrollo científico alcanzado. La Covid-19 nos ha dado a todos, sin excepción, una lección de humildad en todos los órdenes de la vida.

Más aún, actualmente, se ha puesto intensivamente el acento en la información: hoy disponemos de una enorme cantidad de información en red. Nunca había sucedido nada igual. Pero tener mucha información no equivale a tener conocimiento y sabiduría.

Si el crecimiento exponencial de la ciencia y de la técnica no va parejo al crecimiento en actitudes, al desarrollo de la razón cordial, al movimiento del corazón, es decir, si el tratamiento de la información no es proporcional al conocimiento ético, a la disposición proactiva de mejorar las relaciones humanas, de cultivar la fortaleza, la firmeza y la generosidad para vivir éticamente, si no es así, estaríamos haciendo una farsa.

Presumir de una ética centrada en la gratitud, la reciprocidad, la solidaridad y el respeto, y pasar la vida produciendo ingratitud, partidismos, insolidaridad, sufrimiento y desprecio, sería absurdo.

En estos tiempos se pone de relieve que la existencia adquiere un sentido desde la casa que es el “otro”. Son los otros quienes nos ponen a cubierto y a quienes acudimos pidiendo ayuda. Los otros son el hogar originario, como ha sugerido con tanta belleza Pedro Salinas:

«Las manos son muy grandes y se puede
dejar a un ser entero en unas manos».

A lo largo de estos largos meses he tenido tiempo para poner palabras a mis reflexiones y sentimientos, que han quedado recogidos en estas páginas. En el enlace inferior se agrupan los artículos a modo de miscelánea ordenada por fechas.

Como se podrá observar, son textos que no contienen nada nuevo ni especial. Sólo persiguen suscitar en ustedes proximidad y cercanía.  A ese propósito hago míos los versos del poeta mexicano Eduardo Casar:

«Quisiera estar a dos pasos de ti.
Y que uno fuera mío y el otro fuera tuyo».

Oviedo, junio de 2022

RELATOS DE UNA PANDEMIA

Atardecer

Atardecer 150 150 Tino Quintana

Creo que aún no soy viejo o, al menos, no lo suficiente, pero me gusta el atardecer.

Hace unos días, Luis García Montero dijo que le apetecería ser nube, no para echar el chaparrón sobre la gente a la vuelta de la esquina, ni molestar a nadie, sino para «empapar corazones secos y alegrar la vida».

A veces me siento como un águila en el aire, como canta Pablo Milanés. Levanto el vuelo al amanecer; navego contra el viento; veo desde muy arriba bajo las aguas del río; vuelo y vuelo cada vez más alto, más alto, y me poso en la grieta de la roca al atardecer.

He pensado que Heródoto tuvo que haber pasado un tiempo en Portugal deleitándose con el fado. Resulta imposible imaginar la Odisea sin esa música desgarradora, melancólica y eterna. Casi seguro que algún ascendiente de Amalia Rodrigues iba en el barco con Ulises, de vuelta a Ítaca, cantando versos parecidos a éstos de Fernando Pessoa:

«Si yo supiera que mañana moriría
Y que la primavera sería pasado mañana
Moriría contento, porque ella sería pasado mañana».

«Se soubesse que amanhã morria
E a Primavera era depois de amanhã,
Morreria contente, porque ela era depois de amanhã».

Dice Jaime Sabines que «la luna se puede tomar a cucharadas o como una cápsula cada dos horas». Sirve para todo y carece de contraindicaciones: tocar el cielo con los dedos, visitar países que no existen, ser rico sin que nadie se entere, eliminar sustancias tóxicas, cerrar los ojos a los ancianos, hacer soñar a los niños… Es bueno poner un poco de aire de luna bajo la almohada para mirar lo que se desea ver y escuchar lo que se quiere oir.

La vida es como un parpadeo. En un abrir y cerrar de ojos, el tiempo se escurre de las manos igual que un puñado de arena entre los dedos. Cuando cae la tarde se da uno cuenta del significado de estos versos de Mario Benedetti:

«A veces uno es
manantial entre rocas
y otras veces un árbol
con las últimas hojas.
Pero hoy me siento apenas
como laguna insomne
con un embarcadero
ya sin embarcaciones

una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces,
sereno en mi confianza
confiando en que una tarde
te acerques y te mires,
te mires al mirarme».

Me gusta parecerme a la nube, al águila en el aire, a la música del fado, al paliativo de luna y a la laguna verde a la que usted pueda acercarse y se mire al mirarme.

Por eso me gusta el atardecer y creo que aún no soy viejo o, al menos, no lo suficiente.

Miradas a la muerte desde el arte

Miradas a la muerte desde el arte 150 150 Tino Quintana

El objetivo de esta entrada es comentar las diapositivas sobre “Miradas a la muerte desde el arte”. Tiene dos objetivos: por un lado, demostrar que el hecho de la muerte y su entorno son una constante invariable en la historia del arte de todos los tiempos y de todas las culturas; y, por otro lado, que las representaciones de artísticas de la muerte son un correlato de la vida, o sea, el modo de interpretar la vida es relativa al modo de interpretar la muerte y viceversa. Así pues, el arte expresa la muerte y su contexto y, a su vez, contiene pensamientos e ideas sobre la vida y la propia muerte.

Una simple mirada a la muerte desde el arte aporta una enorme cantidad de información que sería materia de muchos cursos monográficos. Aquí sólo se presentan unas pinceladas o itinerarios para mirar las cuestiones que plantea el proceso de morir, la muerte, la tumba, el más allá y la misma vida vista desde la muerte a lo largo de más un milenio y medio de la cultura occidental.  Quedan fuera los episodios mortales de la epidemia y de la guerra, así como culturas tan importantes como la egipcia, china, maya o azteca.

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1. UNA MIRADA A LAS CUESTIONES DEL MORIR

Hay en la iglesia de Taby, Suecia, una serie de pinturas murales del siglo XV, obra de Albertus Pictor. Una de ellas representa a la muerte jugando al ajedrez con un caballero. De esta pintura, que Ingmar Bergman conocía muy bien, nació la inspiración que en su momento le llevó a hacer la película El Séptimo Sello (1957), a la que pertenece el diálogo asociado a la diapositiva. El Caballero Antonius Block regresa de una cruzada y encuentra una figura envuelta en un manto negro que le dice que ha estado siguiéndole desde hace tiempo. El Caballero sostiene la mirada de la Muerte, cara a cara, y le dice: «Tu eres capaz de jugar al ajedrez, ¿no?» –- «Sí», responde la Muerte, «¿cómo lo sabes?». «Lo he visto en las pinturas y he leído las leyendas», réplica Block, el Caballero.

2. UNA MIRADA AL PROCESO DE MORIR

La muerte de Sócrates es una pintura de 1787 realizada por el artista francés Jacques-Louis David. La obra representa la escena de la muerte del filósofo griego Sócrates, condenado a morir bebiendo cicuta por haber expresado sus ideas en contra de la creencia en los dioses ancestrales y corromper a los jóvenes atenienses. Alguien le tiende la copa de cicuta con gesto de no querer hacerlo, ni mirarlo. Critón es el discípulo que pone su mano en el muslo del maestro, como intentando hacerle desistir de su decisión. En la parte de la izquierda, sentado y abatido, se encuentra Platón. Domina la escena el propio Sócrates, alzándose de manera decidida, resuelto a tomar el veneno mientras habla a sus discípulos sobre la inmortalidad del alma. Es un suicidio asistido.

Muerte de Roldán. El Cantar de Roldán es un cantar de gesta del siglo XI, centrado en la Batalla del Paso de Roncesvalles, en el año 778, durante el reino de Carlomagno. Tuvo enorme popularidad entre los siglos XII a XVI. Se calcula que fue escrito entre los años 1040 y 1115 d. C. El texto final, llamado Manuscrito de Oxford, se conserva en la biblioteca Bodleiana de Oxford. Una de sus escenas iluminadas representa la muerte de Roldán.

Antes de expirar, Rolando hizo memoria pública de su vida, llora y suspira como un momento más del ritual, pide el perdón de los compañeros y asistentes, encomienda su alma a Dios y se despide pidiendo la bendición divina para los presentes. Nada se plantea sobre su sepultura. Sabe, además, que su tiempo se ha acabado: «no viviré más de dos días», exactamente igual que uno de los personajes de Tres muertos, de Leon Tolstoi: «Me duele todo, Nastasia, es la muerte que se acerca. Eso es lo único que yo sé».

La vivencia de la muerte fue poco a poco centrándose en la singularidad personal. A partir del siglo XV influyó la aparición de ars moriendi, un conjunto de procedimientos para una buena muerte, agrupados en seis capítulos centrados en consolar al moribundo, enseñarle que la muerte no es algo a lo cual temer, evitar las tentaciones que le asaltan (falta de fe, desesperación, impaciencia, orgullo y avaricia) y la actuación de los familiares.

Fueron escritos alrededor de 1415 y 1450, durante un periodo en el que los horrores de la peste negra y los consecuentes levantamientos populares estaban muy presentes en la sociedad. Su popularidad fue tal, que se tradujo a la mayoría de las lenguas europeas occidentales y fue la primera obra de una posterior tradición literaria con el mismo título. Contenía grabados de imágenes instructivas para explicarlo y memorizarlo.

  • El Liber ad preparationem mortem, de Erasmo de Rotterdam, fue publicado en 1554. Es una especie de testamento espiritual. Fue escrito a petición de Thomas Boleyn, Conde de Rochford y padre de Ana Bolena. Fue uno de los libros más leídos en el siglo XVI, ofreciendo una reflexión sencilla para ayudar a los que presienten la cercanía de la muerte. Erasmo recuerda que la meditación sobre la muerte más que para provocar angustia tiene que contribuir a fomentar una vida sensata y responsable. El ars moriendi se entiende aquí como ars bene vivendi.
  • El arte de morir de Émile Zola (1840-1902) es una colección de cuatro novelas cortas, en los aborda el tema de la muerte, presentándolo como una realidad que forma parte de la existencia humana. Zola examina la idea de que hay tantas muertes como seres humanos. Cada muerte es única, como la existencia, al igual que la manera de acercarse a ella, imaginarla, esperarla o temerla: «Morí un sábado a las seis de la mañana, tras tres días de enfermedad… En el fondo había hecho bien en morirme, no iba a cometer ahora la insensatez de resucitar.»

Anciano en pena es una pintura de Vincent van Gogh​ (1853-1890). Realizada en 1890 mientras convalecía de una grave recaída en su salud mental dos meses antes de su muerte, probablemente un suicidio. Sobre esta obra, incluidos los dibujos, escribió el propio Van Gogh: «Me parece que un pintor tiene el deber de tratar de poner una idea en su trabajo…, pero no puedo decirlo tan bellamente, tan llamativamente como la realidad, de la cual esto es solo un reflejo tenue visto desde un espejo oscuro, que me parece una de las evidencias más fuertes de la existencia de ‘algo en lo alto’…”.

La niña enferma es el título dado a un grupo pinturas y numerosas litografías del artista noruego Edvard Munch entre 1885 y 1926. Plasman escenas de la muerte de su hermana mayor Johanne Sophie de tuberculosis a los 15 años. Sophie aparece en su lecho de muerte acompañada por una apenada mujer morena, probablemente su tía Karen. Tiene una expresión angustiada, toma las manos de la mujer mayor que aparece consolarla, pero cuya cabeza está inclinada como si no pudiera soportar mirarla a los ojos.

Muerte en la habitación de la enferma El momento de la muerte, es también una obra de Edvard Munch, en 1893 que se posiciona entre el sintetismo y el simbolismo. Sus pinturas sobre la angustia, la muerte y el amor son precursoras del expresionismo. La imagen muestra una habitación con siete personas y diferentes actitudes. La moribunda está bloqueada por una silla de mimbre con respaldo alto. Sólo se puede ver la almohada y un brazo ligero descansando sobre una manta oscura. Se acentúa la intimidad de la muerte.

3. UNA MIRADA A LA MUERTE

La Piedad del Vaticano o Pietà es un grupo escultórico en mármol realizado por Miguel Ángel entre 1498 y 1499. Sus dimensiones son 1,74 por 1,95 m. Se encuentra en la primera capilla a la derecha desde la entrada principal de San Pedro del Vaticano. Esta obra es de bulto redondo, lo que significa que se puede ver desde todos los ángulos, pero el punto de vista preferente es el frontal. La Virgen María, joven, bella y piadosa, cuyas vestiduras se expanden con numerosos pliegues en una composición triangular sosegada, expresa la ternura y el dolor de una madre al ver a su hijo muerto en sus brazos. Inspira sosiego, resignación y serenidad ante el drama de la muerte.

  • Tomás Luis de Victoria (1548-1611) es el músico polifonista más destacado del Siglo de Oro español y uno de los más sobresalientes en Europa. Otros autores de renombre han sido Francisco Guerrero y Ambrosio de Morales. El O vos omnes pertenece al oficio litúrgico del Viernes Santo. En este caso se reproduce el compuesto por el chelista y músico catalán Pau Casals (1876-1973) a cargo de King’s College, Cambridge. Es sencillo y emotivo.

Giuseppe Sanmartino (Nápoles, 1720-1793), escultor italiano, ha pasado a la historia por la escultura del Cristo Velado, realizada en mármol en 1753 para la capilla de Santa Maria della Pietà en Nápoles. La escultura, hecha de un solo bloque de mármol,​ está considerada una obra maestra de la escultura del siglo XVIII europeo y una de las mayores obras maestras de la escultura de todos los tiempos.​ Representa a Cristo muerto yacente, apoyado sobre almohadas y velado por un finísimo sudario.

  • El Requiem de Giuseppe Verdi fue compuesto en 1874 para coro, voces solistas y orquesta. La pieza que se reproduce aquí está interpretada por la soprano rumana Angela Georghiu, el Coro de la Radio de Suecia y la Orquesta Filarmónica de Berlín, bajo la dirección de Claudio Abbado.
  • El réquiem es una parte de la liturgia cristiana de los difuntos procedente de los primeros siglos. Desde el punto de vista musical comenzó su auge a partir del siglo XIV y luego fue evolucionando en nuevas direcciones hasta hoy. Hay réquiems de guerra (el War-Requiem de Benjamin Britten), con temas ecológicos y proféticos (Mass in Black de Wilfred Owen) o, simplemente, misas de réquiem como la Requiem Mass de Karl Jenkins. Se han escrito también réquiems profanos, sin relación con la religión (el Requiem de Dmitri Kabalevski), al igual que obras puramente instrumentales llamadas réquiem, pero ajenas a la estructura tradicional como la Sinfonia da requiem, del citado Benjamin Britten.

El Éxtasis de la beata Ludovica Albertoni es una obra de Gian Lorenzo Bernini ejecutada en mármol y jaspe entre los años 1671 al 1674. Bernini tenía entonces 71 años. Se instaló en la Iglesia de San Francesco a Ripa de Roma donde aún permanece. Ludovica Albertoni fue una mujer noble que tras la muerte de su marido.​ Vivió una vida piadosa trabajando para los pobres. Beatificada en 1671. Bernini creó un efecto escenográfico moviendo las paredes alrededor de la tumba y la pintura del fondo, así como ventanas laterales para dar luz a la escultura. La imagen de Ludovica, situada sobre su propio sepulcro, muestra la muerte como íntima unión mística con Dios, el amado por antonomasia. Para entenderlo sirve otra escultura de Bernini sobre El éxtasis de santa Teresa que escribió estos versos: «Vivo sin vivir en mí / y de tal manera espero, / que muero porque no muero».

Damián Campeny (1771-1855) es uno de los mejores escultores del estilo neoclásico en España. Una de sus obras más emblemáticas es este mármol que representa la Muerte de Lucrecia, y que en la actualidad se expone en el Palacio de Lonja del Mar en Barcelona. Aquí vemos a la mujer ya muerta, sentada, con el brazo izquierdo cayendo, la cabeza en una posición imposible para el cuello y el cuerpo casi a la vista gracias a la túnica tan ceñida. Lucrecia era la esposa de un patricio de la Roma del siglo VI a. C. Fue violada por Tarquino, el hijo del rey de Roma. Cuando esto se hizo público, la mujer sintió tanto dolor y vergüenza que acabó suicidándose. Está el puñal a sus pies.

La autora del poema adjunto, Alfonsina Storni (1892-1938), sumida en una profunda depresión tras contraer un cáncer de mama, se suicidó en Mar del Plata arrojándose de la escollera del Club Argentino de Mujeres de Mar del Plata, Argentina, el 25 de octubre de 1938. Está enterrada en el Cementerio de la Chacarita de Buenos Aires.

  • Las Siete Partidas de Alfonso X, compuestas a mediados del siglo XIII, dicen que el suicidio tiene lugar cuando se «pierde la confianza y se desespera de los bienes de este mundo y del otro, aborreciendo la vida y codiciando la muerte». Y lo define así: «cuando alguno se mata por gran cuita o por gran dolor de enfermedad que le acaece, no pudiendo sufrir las penas de ella».
  • Tomás Moro (1478-1535) habló de una sociedad ideal en su Utopía, donde estaba permitido el suicidio y la eutanasia: «Y viendo que su vida no es para él más que una tortura, que no sea reacio a morir sino mejor que cobre buenos ánimos y se desembarace de sí mismo de esta dolorosa vida como de una prisión o de un potro de tormento, o permita de buen grado que otro le libre de ella».

¡Mira qué bonita era! es una pintura de Julio Romero de Torres (1874-1930) inspirada por la muerte de una joven de quince años que él mismo vio en el ataúd, rodeada de familiares y amigos. La luz procede de una ventana situada a la izquierda y dos velas a punto de apagarse por el viento que entra. En este velatorio se reflejan emociones como la tristeza, el respeto, la impotencia e incredulidad, la rabia o incluso la curiosidad, a través de la mirada del niño que mira por la ventana. Son los duelos como acto social.

“Phoebe is dead/McQueen” (2010) de Michael StavrosMichael Zavros, un destacado artista australiano nacido en 1974. Observar a alguien en extremo cercano, amado y con una cara tan joven en manos de la muerte, siempre es un motor para detener o acelerar las cosas en la vida. Algo así debió sentir Stavros al pintar a su hija en este lienzo, como si se pudiera preservar una muerte limpia, serena, tranquila, bella.

La reina Isabel II de Inglaterra recitó el poema de David Harkings, en 2002, en el funeral de la reina. El poema Recuérdame era una poesía anónima que llevaba años circulando por internet y titulada “poema escocés para despedir a un ser querido”, pero no es escocesa, ni anónima. La lectura por parte de la reina Isabel impulsó la búsqueda de su autoría y, meses después, apareció David Harkins, poeta amateur del condado de Cumbria, al norte de Inglaterra, que lo escribió en los años 80 como una poesía amorosa.

El niño y la muerte es una pintura al óleo de 1899 de Edvard Munch. Se exhibe en la Galería de arte de Bremen. Muestra a una niña ante el lecho de muerte de su madre, mirando con miedo al espectador. La pintura permite asociaciones con experiencias traumáticas de la infancia y juventud del pintor. Se ha dicho que Munch creó «figuras expresivas desgarradoras que tocan directamente al espectador. El horror silencioso de la niña ante el rostro de la madre muerta resulta ser una variante del famoso El grito

4. UNA MIRADA A LA TUMBA

En la antigüedad griega y romana los muertos no convivían con los vivos. Las tumbas se construían fuera de las poblaciones, en particular las de los nobles, como se puede ver en la Via Apia de Roma. Los pobres recibían sepultura en fosas comunes. A partir de los siglos VII y VIII los sepulcros, excepto los de los nobles, carecían de identidad y se enterraban literalmente acurrucados en torno a las iglesias, como es el caso de la necrópolis altomedieval de Veranes (Gijón). Se hacía lo mismo en todo Occidente. En las grandes poblaciones los cementerios ocupaban el centro de las ciudades y terminaron convirtiéndose en lugar de paseo, celebración y comercio. Jan Bruegel lo refleja en este lienzo de 1612 (Museo del Prado, Madrid).

Père Lachaise​ es el cementerio intramuros más grande de París que representa el tipo de cementerio continental europeo. Tiene la peculiaridad de que muchos parisinos lo utilizan como si fuese un parque. Se abrió en 1804. En él reposan los restos de algunos personajes de gran prestigio, como Molière, La Fontaine o Abelardo y Eloísa, Marcel Camus, Frederic Chopin, Édith Piaf. La arquitectura de los panteones, tumbas y criptas, junto a las esculturas y las grandes personalidades enterradas aquí lo hacen un lugar irrepetible. La música es el Nocturno Nº 21 de Chopin interpretado por Maria Joao Pires.

El cementerio Mount Auburn, Massachusetss, creado en 1831, y entendido como institución naturalista, artística y cívica, con largas avenidas y numerosos espacios verdes, tiene en su web este comentario: «Nuestro personal reconoce los desafíos de la planificación para el final de la vida. Lo ayudamos con cuidado y compasión a tomar estas decisiones, ya sea que esté planeando para el futuro o necesite hacer arreglos inmediatos. Mount Auburn ha sido y siempre será un lugar sagrado de recuerdo, un lugar para llorar a aquellos que amamos, un lugar para buscar inspiración y consuelo, y un lugar para celebrar la vida». https://mountauburn.org/cemetery/

El cementerio de Poble Nou, en el barrio del mismo nombre de la ciudad de Barcelona, es uno de tantos cementerios construidos entonces fuera del núcleo urbano con motivo de las medidas sanitarias adoptadas en el siglo XVIII en Europa. Se inauguró en 1775 y fue reconstruido en 1815. De todas las esculturas hay una que destaca entre ellas por su realismo, composición y singularidad simbólica. Se trata de la conocida como escultura de “El Beso de la Muerte” (1930). Reproduce a la muerte besando la frente de un joven que se desploma. La escultura ha sido atribuida a Jaume Barba, aunque otros la atribuyen a una colaboración coral. En el epitafio hay unos versos de Jacinto Verdaguer.

5. UNA MIRADA AL MÁS ALLÁ

En la antigua Grecia la muerte no se limitaba a despedir la desaparición física del cuerpo y a honrar luego su memoria. Más allá del funeral, los griegos celebraban un conjunto de rituales ligados a la mitología. Al igual que otras sociedades antiguas, percibían la muerte como una etapa más de la vida, un punto de inflexión representado por el rito del entierro y la sepultura como vía para comunicarse con los muertos, pero también como transición del espíritu o el alma hacia su muerte y hacia otro destino. El cuadro de John Roddam Spencer Stanhope representa al barquero Caronte y a Psiché. El alma paga el viaje al reino del Hades. Por eso los griegos metían una moneda en la boca del difunto.

Había múltiples concepciones en el Imperio Romano sobre el significado de la muerte, como dice Cicerón: «Existen algunos que defienden que la muerte es la separación del alma y del cuerpo, otros sostienen que no se produce ninguna separación, sino que el alma y el cuerpo perecen juntas y que el alma se extingue con el cuerpo. Entre aquellos que sostienen la tesis de la separación del alma, unos aseguran que ésta última se disipa rápidamente; otros, sin embargo, que vive eternamente» (Tusculanas I, 9, 18).

Texto seleccionado de Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano:

«He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón… Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo… he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa… Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte…

Puede ser después de todo que tengan razón, y que la muerte esté hecha de la misma materia fugitiva y confusa que la vida. Pero desconfío de todas las teorías de la inmortalidad; el sistema de retribuciones y de penas deja frío a un juez que conoce la dificultad de juzgar. Por otra parte, también me sucede encontrar demasiado simple la solución contraria, la nada, el hueco vacío donde resuena la risa de Epicuro…

El reducido grupo de los íntimos se reúne junto a mí. Chabrias me da lástima; las lágrimas no van bien con las arrugas de los ancianos. El hermoso rostro de Celer está, como siempre, extrañamente tranquilo; me cuida aplicadamente, sin dejar traslucir nada que pudiera agregarse a la inquietud o a la fatiga de un enfermo. Pero Diótimo solloza, hundida la cabeza en los almohadones. He asegurado su porvenir; como no le gusta Italia podrá realizar su sueño de volver a Gadara y abrir allí, junto con un amigo, una escuela de elocuencia; nada perderá con mi muerte. Y sin embargo sus frágiles hombros se agitan convulsivamente bajo los pliegues de la túnica; siento caer sobre mis dedos esas lágrimas deliciosas. Hasta el fin, Adriano habrá sido amado humanamente.

Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos».

En una gran parte de las puertas de acceso a las iglesias o en su interior, adoptando la forma de frescos murales, como Santa María y San Clemente de Taüll (Lérida), en torno a principios del siglo XII, había figuras majestuosas de Cristo Pantocrator, bendiciendo y con un libro en la mano (ego sum lux mundi) tal como se presenta en el libro del Apocalipsis describiendo su segunda venida y el Juicio Final. Los seres humanos encontrarán luz al final del camino. Frecuentes en la cultura bizantina, también se encuentran por Europa y España (Carrión de los Condes, Alba de Tormes, Salamanca, San Isidoro de León, etc.).

El pintor y escritor José Gutiérrez-Solana es otra gran referencia en esta de la primera mitad del siglo XX. Aquí, todavía más claramente que en los casos anteriores, la presencia de la muerte es tan apabullante que casi hace innecesaria glosa alguna. Basta con mirar. Es una especie de Goya alucinado que retrata lo putrefacto. Su pintura El fin del mundo, que recuerda otro similar de Bruegel (El triunfo de la muerte, Museo del Prado), muestra que no hay divinidad, ni más allá. No queda nada. No hay más que nada. Todo al revés.

Duby en su libro La época de las catedrales (Cátedra, 2016) afirma que «con los rosetones culmina el arte de la vidriera, pues significa a la vez el ciclo del cosmos y del tiempo resumiéndose en lo eterno y en el misterio de Dios luminoso, Cristo sol». El rosetón Norte de la catedral de León es el más antiguo (siglo XIII). Está formado por 16 semicircunferencias, otros 16 medallones con Reyes músicos, y otros 16 radios ornamentales. Ocupa el centro la imagen de Jesucristo con las Sagradas Escrituras.

El Requiem en re menor de Gabriel Fauré, uno de los más populares, fue escrito entre 1886-1888 y está hecho para ser interpretado por coro y orquesta. Notablemente innovador, Fauré omitió al Dies irae y añadió el responsorio «In Paradisum» eliminado así el miedo a la ira de Dios y expresando una serena y definitiva visión confortable del cielo. Lo interpreta el King’s College Cambridge.

 6. UNA MIRADA A LA VIDA DESDE LA MUERTE

El tesoro de Boscoreale está formado por más de un centenar de piezas de vajilla de plata, joyas de oro y más de mil monedas de oro, descubierto en 1895 en una villa romana situada sepultada por el Vesubio el año 79 d. C. Los expertos creen que la villa era propiedad de un adinerado banquero de Pompeya. Muchas de las piezas llevan inscrito el nombre de Maxima, hija del banquero. El memento mori ya era entonces un clásico.

Entre los objetos más conocidos del Tesoro de Boscoreale hay dos tazas (modiolus) que representan, bajo una guirnalda, los esqueletos de los poetas trágicos y cómicos y los filósofos griegos más famosos en distintas actitudes vitales y satíricas. Sus nombres -Menandro, Eurípides, Arquíloco, Monimus el Cínico, Demetrio de Phalera, Sófocles y Moschion- aparecen grabados en griego con puntos y algunas máximas epicúreas: «disfruta de la vida mientras puedas, porque el mañana es incierto” o “el placer es el bien supremo”. El conocido memento mori ya es en realidad un clásico.

«No hay época que haya impreso a todo el mundo la imagen de la muerte con tan continuada insistencia como el siglo XV». Así abre Johan Huizinga su capítulo en torno a la concepción medieval de la muerte, cuyas representaciones plásticas y literarias florecen especialmente durante los siglos bajomedievales.

Danza Macabra es el fragmento de una pintura de Bernt Notke, de finales del siglo XV, en la Iglesia de San Nicolás, Tallin. Es considerada la obra de arte medieval más conocida y una de las más valiosas de Estonia. Es la única danza macabra medieval que sobrevive en el mundo pintada sobre lienzo. El tema de la Danza de la Muerte, tan frecuente en esta época, es un memento mori, para recordar que ante ella todos somos iguales. El esqueleto de la Muerte baila con los mortales, ordenados jerárquicamente sin exceptuar a nadie. Quizá sea una respuesta al caos producido por la peste negra.

La Dança general de la Muerte es un poema alegórico y anónimo castellano del siglo XV, escrito en dodecasílabos agrupados en coplas reales, que pertenece al género literario lírico-dramático de las danzas de la muerte, citadas antes, originalmente situadas en Francia y Alemania. En España se conserva un manuscrito de la Dança General en la Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

El Juicio Final o El Juicio Universal es el mural realizado al fresco por Miguel Ángel para decorar el ábside de la Capilla Sixtina en el Vaticano. Empezó a pintarlo 25 años después de pintar la bóveda de la capilla. El tema es del Apocalipsis según San Juan. Como todas las obras de Miguel Ángel (1475-1564), sus personajes manifiestan plasticidad y fuerza. La composición es un remolino de figuras, todas en primer plano, sin perspectivas ni paisajes, contraponiéndose unas a otras en una escena espectacular. Sus colores son muy vivos y contrastados entre luz y sombra. Representa un más allá con su escena final, en clave religiosa, después de haber muerto a las presentes coordenadas de espacio y tiempo.

El lacrimosa dies illa forma parte de la Misa de Réquiem en re menor de Wolfgang Amadeus Mozart, basada en los textos latinos de la liturgia católica. Mozart murió en 1791, antes de terminarla. El propio compositor, ya enfermo, dio instrucciones a Franz Xaver Süssmayr para hacerlo. Su fama ha sido enorme y es el réquiem por antonomasia. Lo interpretan los coros de la radio bávara y sueca, la orquesta del Festival de Lucerna, bajo la dirección e Claudio Abbado.

«Finis Gloriae Mundi» es una obra realizada por Juan Valdés Leal, entre 1670-1672, haciendo referencia a la idea de que la muerte está por encima de todo y que al final de los tiempos todos somos juzgados por igual. Es un cuadro de tendencia tenebrista y claro estilo barroco. Destacan las zonas con luz más importantes. La tónica general es la de la comparación de la riqueza con detalles de podredumbre y destrucción.

Gustav Klimt (1862-1918), pintor simbolista austríaco, es una importante figura del movimiento de los pintores decorativos, que buscan la sugestión de la apariencia. Pocos años antes de fallecer y sabiendo su debilidad, plasmó su visión de la muerte y la vida. Lo hizo en un lienzo titulado «Muerte y Vida” (1910 y 1911). Museo Leopold de Viena. En este lienzo se representa el conflicto entre la existencia y la muerte. A la izquierda se ve a la Muerte de la que se ve sólo la calavera observando con ironía, con un sudario oscuro decorado con cruces y un bastón en la mano y acechando a todos sin excepción. La Vida está representada por una aglomeración de cuerpos de diferentes edades que se abrazan. En esta alegoría, el amor parece vencer a la muerte, aunque la vida sea caótica.

Los poemas de Ángel González y Francisco Brines, parecen desafiar a la muerte desde la afirmación de la vida, la celebración del amor y la amistad. Se resisten a aceptar la finitud y el olvido con la fuerza de sentimientos imperecederos. El centro son las personas.

CONCLUSIÓN GENERAL

Se ha dicho que las representaciones sobre la muerte derivan de las esperanzas de vida, que han mejorado en nuestro ámbito cultural a excepción de los desastres pandémicos y bélicos. Por eso merece la pena preguntarse: ¿Las representaciones y las actitudes frente a la muerte no serán más bien las derivadas de la esperanza de un determinado modelo de vida y de felicidad en Occidente? También suele decirse que el modo de vivir la muerte depende del modo de entender la vida. Quizá se pueda decir lo contrario: la comprensión de la vida está relacionada y depende también de la concepción de la muerte.

Oviedo, 20 de junio de 2022

María

María 150 150 Tino Quintana

Dijo que se llamaba María. Estaba temblando. Ocultaba su pelo descuidado con una pañoleta desteñida y tapaba la nariz y la boca con un pañuelo. En el pómulo derecho tenía un hematoma reciente. El resto de su ropa carecía de color. Todo su aspecto era triste. Una vagabunda, diría quizá Bob Dylan.

Era la primera vez que hablábamos con ella. «¿Qué te pasa? ¿Qué problemas tienes?», le preguntamos. Y respondió con voz apagada y llorosa: «Es que me entran depresiones y me acuerdo de mi madre». Nosotros añadimos: «Dinos lo que necesitas». Y ella agregó: «Muchas gracias. Buenas noches» ─era a media tarde de un día soleado─.

Mientras volvíamos a casa, en silencio, me acordé de unas palabras de Marguerite Duras: «Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde». María no debía pasar mucho más de treinta años, pero su rostro se parecía al de una anciana. Tenía una mirada sin horizonte.

Sentado después ante el ordenador para escribir estas líneas, fui a buscar La ópera de dos centavos, de Bertolt Brecht. Uno de sus personajes, Peachum, empresario de mendigos a costa de traficar con la misera ajena, asegura que hay algunas cosas que estremecen al ser humano, pero una vez aplicadas van perdiendo su efecto. Y añade, socarrón: «el ser humano tiene esa tremenda capacidad de hacerse insensible cuando le interesa».

Vivimos una forma creciente de “aporofobia”, un neologismo acuñado por Adela Cortina (Aporofobia, el rechazo del pobre, Paidós, 2017) que significa miedo o temor del pobre y, por eso, se le aparta y se le excluye del cuerpo social.

Dice Marx, al inicio de El Capital, que «la riqueza de las naciones donde impera el régimen capitalista de producción se nos aparece como un inmenso arsenal de mercancías».

Los seres humanos también son utilizados como mercancías, con su correspondiente valor de uso y de cambio para satisfacer necesidades, pero María carece de valor mercantil. Es un producto de desecho, fuera de circulación, inútil, descartado. Abunda mucho.

El ser humano más insignificante, según la estimación común, es el valor más alto de la realidad en la peculiar tasación que hace Jesús en los Evangelios. Yo así lo creo. Por eso lo humano hay que recuperarlo desde abajo. Bastaría solamente esto para cambiar las prioridades de cualquier organización social, política, económica y religiosa.

María suele ponerse a la entrada de un conocido supermercado, sentada en un rincón, en una esquina de la puerta. No tiene sitio, en realidad. Esa puerta representa dos mundos: de un lado sólo hay gente sin rostro, sin sueños, mientras que del otro:

«Tenemos zapatos,
mesas y abrigos,
pero no tenemos
voluntad… ni entendimiento»
(Roberto Sosa)

Ella pide lo que no tiene. No tiene nada.

Se llama María.

Vivimos al revés.

Y ahora voy a salir a cazar mariposas. Dirán ustedes que no es tiempo de mariposas. Ya, pero por si acaso. ¡Viven tan poco tiempo!

Una estrella en mi ventana

Una estrella en mi ventana 150 150 Tino Quintana

«Amarte fue como clavar una estrella en el cristal de mi ventana». Así comienza la autobiografía de Alda Merini.

Mientras tanto, escucho a Ella Fitzgerald (Spring will be a little late this year): «La primavera llegará un poco tarde este año, / llegará un poco tarde aquí, a mi mundo solitario».

El cielo se pone oscuro y triste, porque me cuesta ver a la gente sufrir.

Las nubes lloran sin parar, porque no me gusta enfrentarme al hecho de que soy frágil.

Las tormentas me empujan al pasillo de casa, porque sigo teniendo miedo.

El día se vuelve triste, porque no me gusta sentirme feliz a costa de los demás.

La noche cae, inexorable, porque no hay modo de acabar con la locura de las guerras.

Por eso prefiero imaginar algo más positivo, aunque tenga que ir lejos a buscarlo.

He imaginado, muchas veces, que llevaba conmigo restos procedentes de esa figura humana de Atapuerca, aún sin definir, de hace 1,3 millones de años. Otras veces, imaginaba que provenían del barro que amasaban las mujeres egipcias a orillas del Nilo, hace miles de años, mientras cantaban a Isis, la diosa de la vida.

También me ha parecido ver alguna vez al sol con sombrero y cara de girasol, y a la luna sonriéndome, por la noche, pero nunca supe por qué. Simplemente, los he visto.

Llegados a este punto, me apetece contar algunas de entre tantas cosas que me gustaría haber aprendido y haber visto con estos mismos ojos que ya suman muchas décadas.

Me gustaría haber contemplado la escena en que Alejandro Magno sacó de su cinturón una moneda de oro, y se la lanzó a un filósofo que no paraba de hablar. El hombre la atrapó al vuelo y, al verla, preguntó: «¿Por qué?». Y Alejandro dijo: «Para que te calles».

Me gustaría haber vivido en Cartago y haber conocido allí a la saga de los Barca: Amílcar, Aníbal, Asdrúbal y Magón. Y, en particular, a Aníbal, el padre de la estrategia, que hacía de cualquier circunstancia la mejor y de cualquier situación precaria un triunfo.

Me gustaría haber estado al lado de Homero cuando escribía la Odisea; en un teatro griego para ver las obras de Esquilo o las comedias de Aristófanes.

Me gustaría haber asistido a alguna de las polémicas entre Agustín de Hipona y los maniqueos. Eran públicas y ante notario. Se conservan las actas.

Me gustaría haber estado en Burundi, junto a mi hermano Yayo, durante la matanza entre hutus y tutsis.

Me gustaría haber asistido, en París, al final de todos y cada uno de los cinco Tours de Francia que ganó Miguel Induráin.

Me gustaría haber visto a Cervantes escribiendo Don Quijote de la Mancha; estar con Juan Sebastián Bach mientras componía la Pasión según San Mateo; hablar con Kant, Hegel y Marx; leer la primera edición del primer día de Cien años de soledad. Son cuatro experiencias que podrían transformar la vida de cualquiera.

Tony Bennett canta ahora Boulevard of Broken Dreams: «En el boulevard de los sueños rotos / yo soy el único, y camino solo / camino solo…». Sé bien que mi trayecto es personal, exclusivo, pero no es cierto que vaya solo. Así que me quedo con algo más sencillo, que me conforma y me confirma: con la gente que va conmigo.

Me gusta ser el corazón de las cosas y actuar como si sus latidos no tuvieran importancia.

«Me gusta la gente capaz de entender que el mayor error del ser humano es intentar sacarse de la cabeza aquello que no sale del corazón», como dice Mario Benedetti.

Me gusta la gente capaz de criticarme, pero sin herirme. Es señal de que me quieren.

Me gusta saber que las madres nos sacan a los demás, al menos, nueve meses de ventaja.

Me gusta pensar que podría contarle a mi nieto los cuentos que inventaba para mis hijos antes de dormir.

Pero, en este rincón del mundo, sólo soy un merodeador de palabras para urdir pensamientos, sugerencias, sueños… para comunicarme con ustedes.

Estoy escuchando en este momento a Diana Krall (But beautiful): «El amor es divertido o es triste, / o es tranquilo o es loco, / es algo bueno o es malo / … / es un dolor de corazón de cualquier manera, / pero es hermoso».

Por eso tomo unos versos de Antonio Gamoneda para intuir las caricias de mi madre:

«Cuando no sabía
aún que yo vivía en unas manos,
ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón».

Y por eso voy a utilizar las palabras de Alda Merini para decirle a mi esposa: «amarte es algo así como haber clavado una estrella en el cristal de mi ventana».

«Un poco de luz»

«Un poco de luz» 150 150 Tino Quintana

Aún anda por aquí el virus que nos ha dejado conmocionados y estamos asistiendo, pasmados, a una guerra cercana que nos rodea de pesadumbre. Hay otras guerras en apagón informativo: 7 años en Yemen con el 80% de su población (24,1 millones) en grave peligro de supervivencia y 5 años en Siria con el 10% de su población muerta o gravemente herida, por citar algún ejemplo.

En cierta ocasión, Mafalda, muy enfadada, le preguntó a su padre: «¿Papá, por qué funciona tan mal la humanidad?» Y ella misma añadió: «¡Que paren el mundo, quiero bajarme!». Es una imagen plástica y ocurrente, porque dan ganas de hacerlo, pero resulta poco práctica.

Decía Kant que el único principio universal de la ética que carece de defectos es la «buena voluntad»: la buena voluntad ─añado yo─ para favorecer la proximidad y suprimir distancias; para entenderse y buscar acuerdos; para ser sensibles y compasivos sin descartar a nadie. Nadie sobra.

Pero nos enredamos en vueltas y revueltas de ideas y razonamientos, mientras hay gente que se sigue matando y a la que matan, o sea, mientras vamos olvidando la buena voluntad y el mínimo ético que la sostiene: preservar vidas, proteger vidas, salvar vidas. Nada es posible sin vivir. Sucede, sin embargo, que hay situaciones paradójicas hasta el paroxismo donde hay que matar para vivir.

En el caso de Ucrania, donde se van acumulando los muertos por no cuidar la vida, se dice que el líder ruso es un nacionalista obtuso, que el líder norteamericano es un cínico, que los líderes europeos son unos fantasmas, que los costes energéticos de un lado, que las grandes superpotencias de otro, que la comprensión geoestratégica, que la explicación geopolítica, que el nuevo orden multipolar, que la guerra de la información, que el instinto de agresividad, que las leyes para entrar en la guerra, que las leyes durante la guerra, que la filosofía de la guerra, que la ética de la guerra…. Y vuelta a empezar.

¿Qué es lo que se nos está escapando, entonces? ¿De qué vivimos descuidados? ¿Estaremos ciegos? Son preguntas de Nicolai Hartmann, al principio de su Ética, que siguen siendo actuales.

Hay un fragmento Heráclito (siglo V a.C) donde se relacionan tres palabras: «ethos anthropos daimon». Lo habitual es traducir “ethos” como morada o casa, espacio abierto a los demás y al mundo donde el ser humano se encuentra con lo extraordinario ─los dioses buenos o malos─; también significa carácter, modo de estar y de ser, destino que se forja con las propias acciones.

Cuenta Aristóteles que fueron unos forasteros a ver a Heráclito para conocerlo. Hacía frío y lo encontraron en su casa calentándose junto al fuego. El viejo filósofo los miró y, viendo que dudaban, los invitó a entrar y les dijo: «también aquí se encuentran los dioses».

Aquellos visitantes buscaban sensaciones nuevas y quedaron decepcionados. Pensaban, quizá, que Heráclito les daría alguna idea deslumbrante para cambiar el rumbo de la humanidad, pero sólo vieron a un anciano que los invitaba a hacer cosas ordinarias: entrar y calentarse junto al fuego. Buscaban lo extraordinario fuera de lo ordinario, en lo extravagante, y se confundieron.

Carecemos de humildad para sentarnos juntos alrededor del fuego. Tenemos la convicción ─errónea─ de sentirnos moralmente superiores a los demás. Seguimos siendo extraños unos de otros porque no compartimos los mismos relatos. Preferimos aparcar en el propio “yo” en vez de salir y sumar fuerzas para hacer un mundo habitable y justo ─ El beneficio lo es todo, asegura Noam Chomsky─. Continuamos sin ponernos de acuerdo sobre qué debemos hacer, porque, en el fondo, tampoco estamos de acuerdo en qué es lo valioso en la vida. Y así nos va.

Somos proclives a cultivar el dios maligno que llevamos dentro. Deberíamos confiar en el “daimon” bueno de Heráclito, que sigue hablando, mezclado con otras mil voces, y quizá no lo distinguimos. Habría que liberarlo, escucharlo y compartirlo. Nos sugerirá un nuevo carácter, un modo de ser, un ethos bueno para vivir en casa: la Ciudad, el Estado y la Casa común planetaria.

Esto sigue siendo un sueño, y «los sueños, sueños son», según Calderón de la Barca, pero señalan una dirección. No necesitamos portentos, sino un poco de luz. Sólo un poco de luz en la casa:

«Yo no te pido que me bajes
una estrella azul
sólo te pido que mi espacio
llenes con tu luz».
(Pablo Milanés)

Es más humano pedir «un poco de luz y no de sangre», como dice Cervantes en El coloquio de los perros. Una señal de esperanza. Un poco de luz para todos. Sólo un poco de luz.

«Tristes. Tristes»

«Tristes. Tristes» 150 150 Tino Quintana

Salen con lo puesto. Si acaso, añaden una maleta hasta los topes que van arrastrando como si tirasen de la vida, como si llevaran a hombros a los que se quedan atrás. Algo así dice Virgilio que hizo Eneas, al finalizar la guerra de Troya, cuando cargó a su padre a cuestas para marchar al destierro (Eneida, II, 795). Ahora ya son varios millones de personas que huyen.

Al amparo de rincones de casas sin techo, en sótanos o en subterráneos del metro, las madres recuerdan a sus hijos y los viejos van desovillando los años perdidos. No tienen referencias. Cuando salen, van por caminos sin orillas, ven silbar el viento y saborean el «olor de la gente como si fuera una esperanza», igual que los caminantes de El llano en llamas de Juan Rulfo, pero no encuentran a nadie. El aire huele a miedo.

Tienen los pies ateridos y las manos entumecidas. Los guantes no son suficientes y los gorros no quitan el frío en las orejas ni en el rostro. La mucosidad se congela. Sostienen con dificultad la metralleta y llevan colgando en el cinturón varias granadas. Por la noche, resguardados tras las ruinas de una casa, intentan dormir, sienten miedo y se preguntan qué están haciendo allí.

Uno de ellos, tirado en el fango, apenas puede abrir los ojos. Tan sólo fue hace un par de segundos cuando explotó la bomba. A su lado hay un compañero que ya no respira. Tiene la cara destrozada. Está al borde de un enorme agujero de donde sale humo. Se echa a llorar. Nadie le puede oir. Se imagina dentro de un carro de heridos, en Guerra y Paz, que empuja la Natasha Rostov de León Tolstói, pero le invade algo parecido a lo que dijo un poeta: «Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde / yo nunca dije que me trajeran» (César Vallejo).

Me recuerda esto el comentario mordaz y pesimista de Walter Benjamin sobre un pequeño dibujo en papel con tinta china, tiza y acuarela, que le acompañó toda la vida. Su autor era el pintor suizo Paul Klee. El dibujo, titulado Angelus Novus (1920), representa a un ángel que está contemplando algo que le deja pasmado, con los ojos y la boca abiertos y las alas desplegadas. Está mirando al pasado donde sólo ve catástrofes y ruinas. Quisiera despertar a los muertos y recomponer la destrucción, pero comienza a soplar un huracán tan fuerte que, sin dejar de mirar al pasado, le empuja hacia el futuro al que da la espalda, mientras ante él van creciendo las ruinas. Y Benjamin añade: «Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso» (Tesis de filosofía de la historia, 9).

Por muchas contextualizaciones económicas y geopolíticas que tengan las guerras ─que las tienen─, siguen siendo lo que siempre fueron: inventos humanos para destrozar, arrasar y matar la vida que hace posible la guerra. Triste círculo vicioso.

«Tristes guerras
si no es amor la empresa.

Tristes. Tristes.

Tristes armas
si no son las palabras.

Tristes. Tristes.

Tristes hombres
si no mueren de amores.

Tristes. Tristes.»

(Miguel Hernández, Cancionero y romancero de ausencias)

¡No a la guerra!

¡No a la guerra! 150 150 Tino Quintana

Ante la guerra, yo no soy neutral. De entrada, ya digo NO. Todavía hay demasiado olor a inmundicia bélica procedente del siglo XX y de la actualidad: Libia, Siria, Yemen, Etiopía… Y aún hay más razón para condenar la invasión de Ucrania si es cierto que las fuerzas nucleares rusas se han puesto en “régimen de especial servicio”.

Es una evidencia que las geopolíticas y las geoestrategias han marcado el rumbo de la historia, pero los arrebatos “macro” de Moscú, Bruselas Washington, Pekín, y sus correspondientes oligarquías, contienen la misma esencia en distintos frascos: manipulan la información, la libertad, crean desigualdades… Casi seguro que yo no escribiría ahora exactamente lo mismo si estuviera viviendo en Kiev.

Por tanto, ¿es razonable confundir a Putin con Rusia? Más aún, ¿prescindiríamos de la calefacción por negarnos a recibir el gas ruso como protesta a la invasión de Ucrania?

Vladímir Putin no es un ejemplo de demócrata, ni de líder comprometido con la igualdad social, ni de respeto a las disidencias. Basta recordar su desprecio genocida hacia los chechenos. También creo que este nuevo zar es, en cierta medida, producto de la arrogancia, la prepotencia y la agresividad de los líderes occidentales. Tampoco la OTAN es, precisamente, un club de Hermanas de la Caridad: además de participar en la guerra de Afganistán (2001-2021), arrojó más de 9.000 toneladas de bombas en la antigua Yugoslavia durante la década de los años 90 del siglo XX.

Visto lo visto, no estaría nada mal la desaparición de todos los ejércitos del mundo, entregar el dinero de su presupuesto a dar de comer a la gente de África ─un continente, por cierto, cuyas fronteras son fruto de la avaricia colonizadora de Europa, EE.UU. y la URSS─ y dedicar las fábricas de armas a producir medicamentos genéricos. Lo que pasa es que no hay organismo mundial capaz de consensuar tal acuerdo internacional.

La violencia y la guerra no solucionan conflictos. Los aumentan y los generan. Creer que la violencia puede dar paso a una sociedad no violenta es absurdo, por contradictorio. Creer que la paz es resultado de la guerra, una locura, porque los vencedores ─si en realidad los hay─ jamás cuentan con los vencidos. Éstos se convierten, simplemente, en objeto de silencio, represión o exterminio. Basta recordar los trece soldados ucranios de la Isla de las Serpientes, asesinados por la Armada Rusa antesdeayer, porque no quisieron rendirse.

La ciudadanía es quien paga los “efectos colaterales”, porque siempre pierden los pueblos. Digo bien, sí, los pueblos, los cientos de miles de desplazados o de soldados ucranios y rusos que andan estos días a tiro limpio. En la vida diaria, la gente se relaciona de otra manera diferente a las decisiones de los líderes, los oligarcas y las estrategias bélicas.

Esta vez me quedo con Tácito: «Donde siembran la desolación, lo llaman paz».

El texto completo es el siguiente: «Auferre, trucidare, rapere, falsis nominibus imperium, atque ubi solitudinem faciunt, pacem appellant», es decir: «A robar, asaltar, asesinar, lo llaman con falso nombre imperio, y donde siembran la desolación, lo llaman paz». (Vida de Julio Agrícola, 30, 4). No necesita comentarios.

TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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