• Ha llegado usted al paraíso: Asturias (España)

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Sucesos que atraen la atención por su impacto en la escena de la vida cotidiana u otros temas relevantes de carácter cultural, científico o humanístico referentes a la vida.

Sito

Sito 150 150 Tino Quintana

«Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sea sólo a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida. Una vida sin memoria no sería vida…». Así lo describía Luis Buñuel en Mi último suspiro.

A mi hermano mayor, Sito, se le fue enterrando la memoria en el pozo del olvido donde encallan sin remedio los recuerdos. El olvido parece un depósito desierto, un sótano vacío, pero está lleno de memoria perdida. A mi hermano se le llegó a olvidar incluso el propio olvido.

Perdió su identidad, pero no para quienes le amábamos. En el día a día, Sito tenía sensibilidad, sentimientos, voluntad. Era mucho más que memoria perdida: era esposo, hermano, amigo, es decir, era alguien que tenía un lugar y un papel en la vida, una persona. La estimación de los demás era la cédula de su existencia.

Como he dicho aquí otro día (véase Lo cotidiano), era a él a quien yo decía, cuando era niño: «Quiero que me hagas dibujos con trenes que echen humo y lleven vagones». Y aprovechando un encerado de pared que había en un lado de la cocina de casa ─porque había sido escuela muchos años antes─ me dibujaba locomotoras de vapor y largas filas de vagones, todos pintados de blanco de tiza blanca. Y yo contemplaba fascinado cómo iban saliendo las figuras de sus manos.

Vivió sus últimos años protegido y mimado en la burbuja de sus seres más queridos, en particular de su esposa, que aún hoy le recuerda como el único amor de su vida. Le escuché un día llamarla desde su habitación: «¡Puri… Puri… Ven!» Y lloraba como un niño.

«En el silencio universal
Por compacto que sea
Siempre se escucha el llanto
De un niño
En su burbuja».
(Mario Benedetti, El olvido está lleno de memoria)

Aún parece que te estoy viendo, Sito.

No dejes de cuidarnos, por favor.

Un beso grande y un fuerte abrazo.

«A dos pasos»

«A dos pasos» 150 150 Tino Quintana

Hay muchas cosas que nos quedan “a dos pasos”, solemos decir con frecuencia; “a dos pasos” hemos estado unos de otros para protegernos de la Covid-19; y ni siquiera era así durante el confinamiento. ¡Cuánto hemos añorado disfrutar de esa distancia tan corta en este tiempo!

Pero no siempre sucede así. Es bastante habitual evitar esos dos pasos para acercarnos, entre otras sesudas razones, por causa de variados escrúpulos y prejuicios. Ponemos obstáculos y muros porque queremos estar lejos o nos repugna estar cerca. Marcamos distancias.

Que los seres humanos vivimos entre límites es una terca evidencia. La piel de nuestro cuerpo, por ejemplo, es una línea que nos separa y nos distingue como personas concretas y únicas. Lo mismo ocurre con las ideas y los conceptos. Limitar implica separar y distinguir.

Sin embargo, yo quiero que nos fijemos hoy en el espacio donde las distancias son cortas y se acercan los límites. Visto de esa manera, tanto las ideas como la piel ya no son sólo separación, sino lenguaje, comunicación y contacto.

La vida diaria se desarrolla reuniendo miradas, manos, ideas, proyectos. Vivimos juntando límites y esto es tan posible como difícil. La prueba de fuego está en dar o no los pasos que nos acercan, o sea, en el modo de resolver la proximidad, donde las junturas son precarias y vulnerables.

Lo humano se muestra en la relación con los otros, allí donde aparece o entra en escena el otro, cualquier otro, y, sobremanera, el más débil. Los rostros de las personas suelen estar a pocos pasos. La prioridad dada a esa cuestión explica el modo de vivir y de comprenderse a uno mismo.

Hace unas semanas hablábamos de “las heridas” , citando a Miguel Hernández. Cada uno de nosotros es una sutura que necesita cuidados, igual que los labios de una herida. La atención a la debilidad del otro ayuda a entender por qué ética y medicina son, en el fondo, la misma cosa.

A mi modo de ver, los proyectos individuales, sociales o políticos, basados en vivir sin límites, como clave del éxito exclusivo y excluyente, sólo produce aislamiento, egocentrismo y esclavitud.

En el extremo opuesto, cualquier programa individual, social, político o religioso, que resalte los límites a costa de la proximidad, termina materializándose en narcisismos endémicos y en un peligroso abanico generador de odio a los diferentes.

Si queremos construir una sociedad basada en la aceptación y en el respeto y que mire a los demás sin prejuicios, tendríamos que habituarnos a cultivar las distancias cortas. Esto nada tiene que ver con la ignorancia de los límites, ni con darlo todo por bueno, sino con la aceptación de las diferencias y la elección colectiva de las mejores decisiones.

El poeta mexicano Eduardo Casar escribió dos versos inolvidables:

«Quisiera estar a dos pasos de ti.
Y que uno fuera mío y el otro fuera tuyo».

Quizá tendría que haber empezado por ahí. Habría sido todo más claro. Ustedes dirán.

Que tengan buena semana.

«El olvido que seremos»

«El olvido que seremos» 150 150 Tino Quintana

Lo asesinaron el 25 de agosto de 1987. En uno de sus bolsillos llevaba una lista con los amenazados de muerte y la copia de su puño y letra de un poema atribuido a Borges. El primer verso del poema, titulado Aquí. Hoy, dice así: «Ya somos el olvido que seremos».

Héctor Abad Gómez (1921-1987), colombiano de pura cepa, fue muchas cosas, pero, sobre todo, fue padre, médico y luchador por los derechos humanos.

Lo adoraban sus hijos a los que apretujaba y cubría de besos siempre que tenía ocasión. Estaba convencido de que el mejor método de educación es la felicidad: «Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz … mimar a los hijos es el mejor sistema educativo … la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres».

Era un médico respetado y admirado ─y envidiado─, que soñaba con ser sanador de la polis, “poliatra”, como él mismo decía, comprometido a intervenir en las causas más profundas de la salud pública y entregado al cuidado de los que más sufrían con sus particulares dolencias personales, económicas o familiares.

Reivindicaba los mismos derechos para todos, empezando por los más pobres, lo que le llevó a convertirse en un incordio para quienes se sentían señalados por su denuncia. Cayó víctima de la epidemia más pestífera que puede padecer una sociedad: la eliminación de “cerebros” o de cualquiera que moleste. Este tipo de virus sólo se puede superar con amor, sabiduría y bondad, tres dosis de una vacuna imposible de sustituir: humanidad.

En Medellín (Colombia) hay una Institución Educativa Héctor Abad Gómez: “Educación en valores humanos”.

Héctor Abad Faciolince, su hijo, que quería a su padre con un amor que nunca volvió a sentir hasta que nacieron sus propios hijos, publicó un libro póstumo suyo, Manual de la tolerancia, donde dice cosas como las siguientes:

«Las grandes revoluciones se hacen primero en la conciencia de los hombres.

» El racismo es un síntoma de intolerancia, de temor y defensa de lo que es diferente.

» El mero conocimiento no es sabiduría. La sabiduría sola tampoco basta. Son necesarias la sabiduría y la bondad para enseñar y gobernar a los hombres».

La inmensa mayoría de nosotros, al cabo de unos años, si hay salud y suerte, vamos a ser un recuerdo de quienes nos aman. Visto desde esta perspectiva, como el tiempo vivido es tan corto, ya vamos siendo, poco a poco, el olvido que seremos.

Parafraseando un texto del poeta Gregorio Gutiérrez González (┼1857), también colombiano, podríamos aplicar a Héctor Abad Gómez la imagen del cocuyo tropical ─la luciérnaga─ que, huyendo de la luz, la lleva consigo para alumbrar en la noche.

Es esa una bella imagen para caer en la cuenta de que la tarea de fijarse metas distingue a los seres humanos. Lo importante no es sólo tratar de alcanzarlas, que también, sino luchar por ellas. Es probable que ahí resida una de las claves para no limitarse a vivir en una melancolía crónica, pensando, únicamente, en el olvido que seremos.

Nota para cinéfilos: me han dicho que la película de Fernando Trueba, “El olvido que seremos”, es muy recomendable.

Agosto

Agosto 150 150 Tino Quintana

Entra aire fresco por la ventana abierta. Me asomo a mirar. Comienza a anochecer. Fuera, en la calle, la temperatura es excelente. En Asturias, mi tierra, recostada entre la mar y la montaña, se disfruta de un verano templado y suave. Tan suave y templado que, este año, apenas hemos visto el sol. En cualquier caso, el eslogan “Vuelve al Paraíso” le viene como un guante.

Agosto lleva el nombre del emperador romano Octavio Augusto. Se dice que este emperador alteró la duración de varios meses, quitando y poniendo días, hasta lograr que “su” mes tuviera 31 días, quizá por aquello de no ser menos que el mes anterior con el nombre de Julio César.

Es un mes plagado de fiestas, romerías, mercados tradicionales, conciertos y competiciones deportivas. Supongo que sea así en otros lugares, pero, en fin, a lo que vamos: si usted nos hace una visita ─en realidad, no sé a qué está esperando─, cumpliendo los requisitos de seguridad y protección habituales en este tiempo, busque información en “Fiestas en Asturias”.

También he visto que en agosto se celebran “días mundiales” de lo más variopinto: día de la alegría (1 de agosto), día de la cerveza (6 de agosto), día de los zurdos (13 de agosto), día del peatón (17 de agosto), día de la asistencia humanitaria (19 de agosto), día del internauta (23 de agosto), día del tiburón ballena (30 de agosto), día de la solidaridad (31 de agosto).

En otro orden de cosas, durante este mes de agosto de 2021, la Comisión Central de Explotación del Acueducto Tajo-Segura ha autorizado el trasvase de 14 hm³ desde los embalses de Entrepeñas-Buendía. 7,5 hm³ se destinarán a abastecimientos urbanos y 6,5 hm³ para regadío.

Sigo echando la vista atrás y veo que la Covid-19 es la tercera causa de muerte a nivel mundial (cerca de 4,5 millones), precedida por el accidente cerebrovascular (más de 6 millones) y la cardiopatía isquémica (casi 9 millones). Parece que no están ahí, quizá porque aún no nos afectan de manera directa, pero están y convivimos a diario con ellas.

Nos ha tocado vivir una tragedia que ha impactado todos los ámbitos de la vida. En estos momentos, tan equivocado sería mantener sine die la angustia y el desconcierto respecto a la pandemia como pensar que ya no existe o que no hay peligro. Creo que estamos en un escenario diferente, en otra fase de la pandemia: la de aprender a convivir con ella.

Una de mis experiencias personales más gratas y sencillas, precisamente en agosto, la viví junto al lago Enol, en la montaña de Covadonga. Era yo muy joven. Caía la tarde, bajaba la niebla y sólo se oía el chapoteo del agua contra la orilla. Y de allá lejos, no sabía de dónde, llegó el sonido nítido de una gaita tocando una tonada asturiana. Aún es ahora el momento en que me estremezco y se me pone la piel de gallina. Fueron instantes sublimes, inolvidables.

Por aquel entonces aún no conocía el poema “Asturias”, de Pedro Garfias Zurita, al que luego se puso una música que representa bien el sentimiento de nuestra tierra:

«Asturias, si yo pudiera,
si yo supiera cantarte…»

Les invito a compartir conmigo esa emoción aquí.

¡Buen mes de agosto!

A mi nieto

A mi nieto 150 150 Tino Quintana

Te vi por primera vez cuando medías 14 mm. Después pude observarte por medio de un ecógrafo, escuchar los latidos de tu corazón y mirar cómo bostezabas en el vientre de tu madre. Y ahora ya estás aquí en esta otra casa que te iremos haciendo entre todos.

Me dijeron que al principio tenías algo de prisa, pero, luego, te retrasaste un poco. A mi me parece que lo que pasó fue que te dedicaste a “cucar” por algún agujerín para ver lo que había fuera y, al comprobar el panorama, dijiste: “¡Uf! ¡Cómo está esto! Yo no salgo. Aguanto un poco más”.

Tengo muchísimas ganas de estar contigo, aunque sólo sea para contemplarte en silencio. Me imagino a tu lado viéndote descubrir el mundo, sonriendo con tus zalamerías o admirando tu asombro ante la vida. Me gustaría contarte tantas y tantas cosas… A veces pienso que no voy a tener tiempo suficiente y entonces siento tristeza, nostalgia.

Eres el mejor regalo que he recibido en mi vida; el oxígeno que permite respirar; el pequeño universo por el que podré viajar día y noche; la fuente que llenará mi casa de color y de sonidos diferentes. Eres quien mejor puede garantizar los motivos y las razones para continuar viviendo. Eres como un La Mayor, el acorde final del Nocturno Nº 10 de Frederic Chopin ─bueno, ya te diré cosas de este señor─ un acorde que suena claro, brillante, rotundo, lleno de expectativas.

Estaré orgulloso cuando des tus primeros pasos y digas tus primeras palabras o cuando señales con los dedos las cosas, igual que hacían los habitantes de Macondo de García Márquez ─también te hablaré más delante de este señor─. Te protegeré con mi debilidad, te abrazaré con mis escasas fuerzas, te besaré con mis labios temblorosos, te arroparé para verte dormir.

Quiero transmitirte, sobre todo y por encima de todo, paz y seguridad cuando te cojas de mi mano, cuando te estreche contra mi pecho, cuando te acurruque entre mis brazos.

Escalarás mi cuerpo muchas veces; tirarás de mis gafas y de los pocos pelos que me quedan; babearás mi cara, vendrás a dormir a mi cama, llenarás mi habitación de los sugerentes perfumes de tus dodotis; conseguirás tirarme al suelo y te levantarás cientos de veces mientras yo intentaré levantarme una sola vez. En resumen, te vas a hacer mi dueño, mi dulce y pequeño dueño.

Ahora sólo queda “abuelear”, como me ha dicho hoy uno de mis mejores amigos. Y, de paso, llevar un caldero colgado del cuello para ir echando mis propios baberos. La dificultad es que padezco de cervicales y algunos problemas de espalda. A ver cómo lo puedo solucionar.

Olvidaba decirte que eres el niño más guapo del mundo entero, el más guapo con diferencia y sin duda alguna. Es imposible que haya en este planeta una criatura tan linda como tú. Te lo digo yo que soy tu abuelo o, mejor dicho, porque soy tu abuelo.

Creo que es propio de los abuelos mostrar que cada bebé es un tesoro incalculable, un valor irrepetible, único e intransferible, un futuro hecho realidad, una esperanza, una persona. A los abuelos nos toca apostar por la humanidad de sus nietos.

A estas alturas de mi vida ya no pido más. Así que «Gracias a la vida que me ha dado tanto…» ─no olvides preguntarme alguna vez por la autora de esta letra─ Si te gusta te la cantaré cuando quieras.

Te queda un largo trayecto por recorrer. Deseo que te suceda lo mejor y te quedes con lo bueno. Ojalá algún día puedas escribir a tu nieto una dedicatoria mucho más hermosa que ésta.

Cuídate mucho. “Te quiero, te cariño y te beso”, como me decía tu madre cuando era niña.

Acaba de decir una amiga de la abuela, mi esposa, que “un nieto es un ataque profundo de amor”. Eso es.

Las heridas

Las heridas 150 150 Tino Quintana

La letra de un villancico al que puso música Francisco Guerrero (┼1599) dice así: «Niño Dios d’amor herido, / tan presto os enamoráis, / que apenas havéis nasçido / quando d’amores lloráis.»

Por esas mismas fechas, Juan de la Cruz (┼1591) puso en boca de la esposa los siguientes versos: «¿Adónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti clamando, y eras ido.»

También hemos oído muchas veces cantar este poema de Miguel Hernández (┼1945):

«Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.

»Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.

»Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.»

Estas heridas se parecen a los surcos que hace el labrador en la tierra con el arado. Son incisiones, más o menos largas y profundas, donde damos continuas respuestas a lo que nos desborda; donde caen semillas que generan sueños, proyectos y culturas; donde se van formando nuestras arrugas y cicatrices. Nada tienen que ver con la sinrazón del mal y del sufrimiento contra los que hay que luchar sin tregua. El dolorismo masoquista es irracional e insensato.

Las heridas necesitan dedicación y atención permanente. Ponen de relieve que necesitamos siempre a alguien que nos acoja y nos escuche o, dicho de otro modo, demuestran que tenemos una necesidad insaciable de consuelo, de descanso y alivio, de cercanía y ternura.

Lloramos «d’amores» ya desde recién nacidos, igual que el “Niño” de Francisco Guerrero. Abrimos los brazos y las manos hacia delante buscando lo que más deseamos, como decía Juan de la Cruz: «… salí tras ti clamando, y eras ido». Y con las “tres heridas” de Miguel Hernández intuimos que la herida del amor, como un surco interminable, va más allá de la muerte.

Por eso este tipo de heridas no nos des-hacen. Nos hacen humanos, porque nos reclaman una atención inmensa y un cuidado infinito.

Merece la pena seguir en este empeño personal y colectivo. Así lo veo yo, al menos.

Los nombres

Los nombres 150 150 Tino Quintana

El nombre se refiere a alguien, no al qué, sino al quién, al «ser humano concreto de carne y hueso», como decía Miguel de Unamuno en Del sentido trágico de la vida. En sentido estricto, no nombramos cosas, nombramos personas. Incluso cuando ponemos a personas nombres de cosas (alba, luna, cruz…) transformamos esos nombres poniéndoles un rostro. La vida es un recorrido, más o menos largo, donde vamos hilvanando y tejiendo redes de rostros, de nombres.

Ponemos un rostro a un nombre quizá porque es lo distintivo de la persona o por aquello de que “el rostro es el espejo del alma”, aun sabiendo que el lenguaje facial suele ser tan enigmático. Por eso hay rostros que, sin saber bien por qué, nos transmiten desconfianza e inquietud y rostros ante los que sentimos tranquilidad y bienestar.

El nombre propio nos lo ponen cuando nacemos e incluso antes nacer. Lo recibimos. Es el primer hogar que nos dan, el primer abrigo que nos protege. Antes del nombre no estábamos, no existíamos. Nada hemos hecho para vivirlo o malvivirlo. Nos lo han regalado. Es un don. Lo que hagamos con ello es otro asunto diferente.

Además, cuando pronuncian nuestro nombre, cuando nos llaman, nos hacemos presentes y decimos “yo”. Siempre hay alguien antes que yo, otros antes que nosotros. Nos llaman y respondemos, escuchamos y nos hacemos oyentes, nos encontramos y hablamos.

Así que, curiosamente, la secuencia de la vida es recibir, llamar y responder. En la conjugación de esos verbos reside el arte de saber vivir bien. Lo que pasa es que lo hacemos a la intemperie y con frecuencia nos caen chuzos de punta que nos taladran. Solemos convivir con heridas y cicatrices.

Hoy cada vez es más frecuente sustituir nombres por números y códigos. Es imprescindible para proteger la intimidad de las personas. Sin embargo, hay también una tendencia generalizada a reducir los nombres a cifras, algoritmos y big data. Estamos todos afectados por lo mismo.

Por eso interesa recordar que eliminar o borrar nombres es exactamente lo mismo que borrar o eliminar personas. A lo largo de la historia, los escenarios del horror van en esa misma dirección: primero sustituir nombres por números, luego borrar los números y, en ocasiones, conseguir que alguien termine sin nombre y sin pronombre, que no sea capaz de decir “yo”, es decir, ser nadie. Es la forma de aniquilación suprema, lo más inhumano con diferencia.

En mi caso, decir Benilde, Constante, Sito, Yayo… es lo mismo que decir los nombres de quienes me dieron mi nombre. Eran mis padres y mis hermanos. Ya no viven. Perduran no tanto porque explican cosas, sino porque guían, acompañan. Ha habido más nombres y ahora hay otros, decisivos, como los de mi esposa, mis hijos, mis amigos. Son los nombres de rostros que han venido tejiendo la red de mi vida, que me han ido colocando las señales del camino.

«Al final del camino me dirán:
– ¿Has vivido? ¿Has amado?
Y yo, sin decir nada,
abriré el corazón lleno de nombres.»

(Pedro Casaldáliga)

A mí me gustaría que fuera así: una trenza de nombres. ¿Y a ustedes?

A mi hermano

A mi hermano 150 150 Tino Quintana

El pasado jueves me dijiste: «Me voy a ir», mientras hacías con tu mano derecha el gesto de marchar. Yo añadí: «Es un buen viaje». Y tú matizaste: «quizá sea el mejor viaje». Has vivido tu muerte con tal naturalidad y hondura, con tal alegría y agradecimiento, que he tenido el placer de haber sido testigo directo de tu paso, de tu Pascua, porque la vida no termina, se transforma. Para quien tenga fe, los versos del Salmo 22 revisten un significado especial. Era emocionante recitarlo juntos:

«El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas;
me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.»

Estabas bien informado de tu situación y eras consciente de lo que sucedía. Tú, que has sido una persona de carácter inquieto, nervioso, has transmitido estos días una tranquilidad, un sosiego y una paz, difíciles de explicar con palabras. Para mí ha sido una experiencia tan gratificante como impactante, en particular a partir de nuestra larga conversación acerca de las cosas últimas de la vida.

La preferencia de tus recuerdos iba dirigida a mamá y a papá, a Burundi y a Sito, nuestro hermano mayor. Pero la figura que concentraba la atención era nuestra madre Benilde. Ella ha sido, sin discusión alguna, la primera de la familia por sabiduría, madurez y calidad humana. Me acordé mucho de ella el día que te acompañé a Urgencias, hace ahora dos semanas, y como allí tenía tiempo de sobra para leer, fui a la búsqueda de un poema de Francisco Brines ─Premio Cervantes 2020─, triste, profundo, con retazos de esperanza sobre el beso a una madre difunta, que dice así:

«Donde muere la muerte,
porque en la vida tiene tan sólo su existencia.
En ese punto oscuro de la nada
que nace en el cerebro,
cuando se acaba el aire que acariciaba el labio,
ahora que la ceniza, como un cielo llagado,
penetra en las costillas con silencio y dolor,
y un pañuelo mojado por las lágrimas se agita
hacia lo negro.
Beso tu carne aún tibia.
Fuera del hospital, como si fuera yo, recogido
en tus brazos,
un niño de pañales mira caer la luz,
sonríe, grita, y ya le hechiza el mundo,
que habrá de abandonarle.
Madre, devuélveme mi beso.»

Recuerdo como si fuese ahora mismo, cuando murió mamá, que, mientras la mirábamos muerta, me dijiste una de tus frases lapidarias: «Oye Tino, mamá ya no habla». Y en aquel momento le dimos un beso, un beso en su carne aún tibia, como en el poema. Tiene que haber algo más allá de la muerte, desde luego, porque esos besos son eternos.

Gracias por todo hermano: por la intensa relación que hemos vivido estos últimos veinte años; por ser como eras; por haber repartido tantos bienes a tu alrededor. Diles a los de casa que nos cuiden, nos protejan y nos guíen, porque lo necesitamos.

Y gracias a todos vosotros por la presencia, que pone de manifiesto el respeto y el cariño que os merecía mi hermano Yayo y, de alguna manera, nuestra familia, incluida nuestra cuñada-hermana Purita. Lo mismo cabe decir de cuantas personas nos han hecho llegar por otros medios su cariño. Muchas gracias.

Así que ya sabes, mamá: devuélvele a Yayo su beso y guárdame el mío.

Adiós, hermano. Nos veremos.

¡Gracias, Luna Reyes!

¡Gracias, Luna Reyes! 150 150 Tino Quintana

Somos muchos, muchísimos más. No hay duda alguna. Y, por esa razón, entre otras, es necesario decirlo y no callarlo: ¡Gracias, Luna Reyes! Gracias por mostrar en la playa de Ceuta el lado más humano que llevamos dentro y porque es más positivo resaltar antes lo bueno que lo malo.

Sabemos del chico inmigrante lo que nos tú nos has dicho: venía de Senegal, hablaba en francés, lloraba sin parar, estaba lleno de arena y te abrazaba como si tuviera miedo de quedarse solo en el mundo, sin lazos humanos. Le diste agua y un abrazo: «Solo le di un abrazo», has dicho.

A ti te hemos identificado más por lo positivo: tu madre es ceutí, tú eres de Móstoles y estudiante, vives con unas compañeras y realizas prácticas en la Cruz Roja. A él lo hemos conocido más por lo que no es y no tiene: no es blanco, no es europeo, no tiene papeles ni dinero y le hemos perdido incluso la pista porque lo han devuelto a Marruecos, o sea, es nadie, no cuenta.

Nos dejaste una imagen cargada de belleza y de empatía. Contemplar el abrazo entre dos seres humanos es hermoso, pero abrazar a alguien tan vulnerable produce una fuerte sensación de belleza, ternura y compasión activa. Es algo que revela lo mejor de la condición humana.

Benditos tus 20 años, Luna. Nos has recordado a todos, en pocos segundos, cómo deberíamos actuar ante cualquier persona que sufre. Lo que tú hiciste deberíamos hacerlo todos.

Pero por hacer lo que hiciste han querido destrozar tu vida.

Negarse a aceptar y convivir con los diferentes es una lacra pestífera y dejar tirado a quien necesita ayuda es una grave decadencia moral. Ir por ese camino supone un craso error y sólo trae consigo ruinas de todo tipo. Está en manos de todos corregir tal dirección.

Lamento el acoso que has sufrido, espero que lo hayas superado y te encuentres mejor. No olvides que hay muchísima gente como tú que llena la vida diaria con gestos como los tuyos. Creo que has dado el mejor argumento para convencerse de que la humanidad avanza y progresa.

Tal y como suele ser costumbre en este sitio, recordé palabras de un antiguo escritor griego: «… vale la pena gastar el tiempo en llorar… cuando uno espera que hará llorar con él a quienes lo escuchan». Eso lo decía Esquilo. A mí, estos días, me sucedió algo parecido al ver las imágenes y me consta que les ha ocurrido lo mismo a muchas otras personas.

Casi seguro de que no te acercarás a este pequeño rincón desde donde escribo, pero, por si acaso, quiero decirte que me acuerdo de ti y te agradezco la naturalidad con que has actuado, la misma con la que has respondido entre sollozos a las entrevistas que te han hecho.

Gracias una vez más, Luna. Muchas gracias. No dejes de ser como eres, por favor. Por eso precisamente hay que decirlo, no callarlo, para que no sólo se oiga el ruido de los que alborotan, para que no triunfe jamás ningún discurso de odio ni de rechazo al pobre.

Un abrazo virtual de un jubilado y cuídate mucho, que los tiempos siguen siendo flacos.

El cabreo

El cabreo 150 150 Tino Quintana

Una antigua amiga me ha dicho que cuando salgo a la calle siempre me pasan cosas raras y va a ser verdad. Pues, miren ustedes: me ocurrieron hace bien poco un par de cosas que me cabrearon.

Me encontraba un día haciendo un alto en el camino mientras tomaba un café al aire libre. En la mesa de al lado, una señora estaba diciéndole a su perro: «Tranquilo. Es un negro y pronto va a pasar». Yo me giré para ver aquel tipo de perro que desconocía el technicolor y, cuál no sería mi sorpresa, cuando veo pasar a un chico de raza negra justo en el momento en que la señora vuelve a decir al perro: «¿No ves? Ya pasó. No tengas miedo». Y sentí mucho cabreo.

Otro día, acompañando a mi hermano mayor, anciano, después de una revisión médica, estábamos aguardando a que llegara algún taxi para volver a casa, cuando pude ver a dos de sus compañeros que se acercaban. El uno ni siquiera le miró, y el otro, situado en el rango más alto de la jerarquía ─no le pongo título porque me da vergüenza ajena─ se acercó a él y le dijo que también venía del médico porque solía «llevar mucho peso al hombro». A mí se me ocurrió decir: «Pues nosotros aquí estamos esperando a ver si llega algún taxi». Y, sin más ni más, se marcharon y nos dejaron allí plantados como “los lunes al sol”, mientras se dirigían a su coche para ir al mismo lugar donde reside mi hermano, que me preguntó: «¿Quiénes eran esos?». Se lo dije y aparecieron lágrimas en sus ojos. Y, entonces, me sentí muy, pero que muy cabreado.

El cabreo, entendido como acción y efecto de cabrear, tiene un primer significado que se puede aplicar con sorna a esos dos casos: meter ganado cabrío en un terreno. Pero el significado más común se refiere a enfadar o poner de mal humor a alguien, como a mí me ocurrió al contemplar estupefacto tales conductas absurdas: estigmatizar a alguien por el color de su piel o menospreciar a alguien al que se puede ayudar.

A lo largo de mi vida también yo he causado sufrimiento a otros con mis decisiones. Es probable que les haya “cabreado” y me arrepiento. Ahora sólo puedo intentar no repetirlo. Pero que, delante de mis propias narices, haya gente que pone a un muchacho negro a la altura de un perro, o menosprecie al propio hermano dejándole tirado, es algo que te empuja a ver todo lleno de cabras a tu alrededor y a sentir cómo la irritación te va subiendo hacia arriba hasta transformarte la cara en un pimiento rojo.

A propósito, creo que estamos pasando ahora por una etapa de cabreo institucionalizado. Me parece que no conseguiremos hacerlo desaparecer hasta que tengamos inmunidad de rebaño, cosa ésta que tiene mucho que ver con el pastoreo y la estabulación y sus correspondientes cálculos, aciertos y errores. Cada cual es libre para interpretar esos términos con guasa, ironía, burla o seriedad, aplicándolo a la situación actual. ¡Cuántas cosas habría dicho hoy Michel Foucault para inquietarnos la conciencia!

El cabreo permanente es inútil y nocivo para la higiene mental y la salud cardíaca, pero quizá sea necesaria cierta dosis de cabreo, de vez en cuando, para mantenerse alerta, reaccionar y vivir día a día. Eso sí, merece la pena hacerlo con el primer significado que hemos utilizado aquí: meter las cabras en su sitio, vivir sin andar por ahí haciendo de cabra e imitar una de las cosas que ese animal sabe hacer mejor: rumiar o, lo que es lo mismo, reflexionar, pensar las cosas al menos dos veces, escuchar música, leer cuanto se pueda, por ejemplo. Todo eso es muy bueno para no cabrearse a lo tonto.

En cualquier caso, dejo este enlace por si fuera de utilidad en su vida personal o profesional: para controlar el enfado antes de que el enfado le controle a usted, y conste que en esa clínica no tengo intereses.

TINO QUINTANA

Profesor de Ética, Filosofía y Bioética Clínica (Jubilado)
Oviedo, Asturias, España

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